De Creta nos fuimos al Pireo, donde compramos boletos de tren para cruzar el Peloponeso e ir a la ciudad de Patras. De acuerdo con la costumbre italiana, compramos los boletos, nos fuimos a desayunar y horas más tarde tomamos el tren. Al llegar a Atenas, nos dimos cuenta de que en Grecia –a diferencia de Italia- los boletos eran para un tren en específico, con lugares asignados, y no para una ruta en general. Para nuestra fortuna, quienes compraron nuestros asientos eran una pareja de civilizados turistas suecos. Diferente le fue a unos gringos con Eurailpass (un mito genial, si los hay), a los que unos griegos corrieron de mala manera y, por andar alegando, se quedaron sin lugar.
Fue un viaje interminable en un tren lentísimo y lleno, con un calor insoportable. Los gringos insistían en sentarse y el conductor les dijo –con la ayuda de un soldado parecido a Jerry Lewis, que estaba en día franco y la hizo de traductor- que tenían dos opciones: viajar parados o bajarse del tren. Mientras avanzábamos entre paisajes áridos, y yo corroboraba que mis pocas palabras de griego antiguo eran absolutamente inútiles para darme a entender con el pasajero de enfrente (quién sabe cómo supe que era un carpintero) del otro lado pasaban convoyes llenos de soldados, que sacaban medio cuerpo –medio torso desnudo- de la ventanilla para saludar efusivamente a nuestro vagón. Al menos cuatro trenes repletos de soldadesca.
Patras era una ciudad de tamaño mediano. En la parte baja era moderna y con un puerto bastante sucio y empacadoras tercermundistas de pasitas, pero con amplias plazas, una hermosa catedral y un bonito malecón en la parte baja. La parte alta, a la que subía por una escalinata, era antigua, con ruinas romanas. Estuvimos cuatro días allí.
La idea –ese romanticismo de los nombres- era bañarnos un día en el Golfo de Patras, y otro en el Golfo de Corinto. En ambos las playas eran de guijarros, con el agregado de que el agua estaba helada y el calor era alucinante. Te metías al mar y querías salir de tanto frío, te pasabas a la playa y sentías que te asabas. La solución era meter parte del cuerpo en el agua y refrescar la cabeza de vez en cuando. Hay una foto –tomada por Janette desde el mar- en la que estoy en esa situación, leyendo El Amor Loco, de André Breton, y se me nota una incipiente calvicie. En una esquina de la fotografía aparece el cofre de un jeep militar que avanza por el camino a mi espalda.
En la madrugada del 15 de julio tomamos el ferry a Ancona, de regreso a Italia. Un barco popular y masivo, en el que las familias griegas y turcas hacían una suerte de picnic interno, para luego dormirse en los pasillos. En la mañana, estábamos viendo por la televisión Los Locos Addams (con larguísimos subtítulos en demótico), cuando la transmisión se interrumpió. Apareció un conductor de noticiero, luego imágenes de Arzobispo Makarios III, etnarca y presidente de Chipre. Un rumor de sorpresa recorrió el barco. Algunas mujeres empezaron a gritar y a jalarse los cabellos. Los mochileros pedimos explicaciones en inglés. Un marino nos dijo que acababa de darse un golpe de Estado en Chipre, y que acababan de deponer a Makarios. Cuando se le preguntó por qué la reacción de la gente era tan agitada, respondió: “Eso quiere decir que Grecia va a entrar en guerra con Turquía”.
Efectivamente, la junta militar griega –que pretendía la anexión de Chipre- estaba detrás del golpe de Estado perpetrado por Nicos Sampson, un político de ultraderecha, y era de esperarse una pronta invasión turca a Chipre, en defensa de la minoría turca de ese país… y también para crear su propio Estado pelele.
Al otro día de nuestra llegada a Italia (¡Ah, qué agradable fue volver a leer en alfabeto latino!) los periódicos mostraban fotos de mochileros intentando huir en masa de Grecia: habían cortado las comunicaciones con el exterior. El nuestro fue el último barco de pasajeros en zarpar de Patras.
La junta militar griega no terminó el mes. El fracaso de Chipre causó división entre los militares más viejos, que la depusieron y convocaron a un gobierno de unidad nacional que reinstauró la democracia. El jefe del parlamento chipriota, Glafkos Clerides, tomó la presidencia interina de ese país, pero no pudo evitar una segunda ola de invasión turca –que ocupó una tercera parte del territorio de Chipre- ni el desplazamiento de miles de refugiados de una zona a otra. Nicosia quedó partida: “la línea divisoria está a tres cuadras de mi casa” –me comentó, unas semanas más tarde, un deprimido Angelos Angelis-; “murió demasiada gente; gente que conozco”.
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