miércoles, febrero 25, 2009

Biopics: Sentimientos y escaladas

Una muerte inesperada

Un día, al regresar de la universidad, recogí las cartas del buzón. Había una de mis papás dirigida a Eduardo. Sin pensarlo, se la dí. Pero palideció apenas la empezó a leer. Era de pésame por la muerte de su padre, pero él no estaba enterado. Me dio una pena terrible –y más porque sabía que una de las obsesiones de Eduardo era demostrarle a su papá, un señor severo, que él sería un profesionista muy capaz- y entre varios cuates intentamos consolarlo. Llamó a su casa y le dijeron que no le habían avisado al momento para evitar que cometiera el acto impulsivo de ir a México; que su mamá había escrito una carta varios días después del suceso y que estaría por llegar. Efectivamente lo conocían: tuvimos que hacer entre varios labor de convencimiento para que no se regresara y la misiva de su mamá llegó un par de días después.

A mí me dio una pena muy grande que Eduardo se hubiera enterado a través de mis padres, pero él me aseguró que fue mejor, porque la carta no tenía tanto dolor. No sé si lo hizo para tranquilizarme.

Un triángulo platónico

No es filosofía, ni matemáticas. Sucede que hay amistades directas y siempre frescas, de pensar juntos en voz alta y coincidir, de fraternidad y apoyo mutuo constante –como la que desarrollé, pensando en mis cuates italianos, con Claudio Francia-, y hay amistades que tienen un componente de encanto, una suerte de enamoramiento en el que priman la confianza el afecto: ese tipo de amistades en la que cuentas tus más recónditos sueños y te quedas un poco alelado con la otra persona. Esa fue la amistad, muy íntima, que trabé con Anna y Paolo, en un triángulo en el que yo estaba excluido de la parte física, pero de muy poco más.

Ambos eran muy atractivos, y yo no era el único en percibirlo. Decía un compañero, Roberto Balduini: “¡Qué bella es Anna Bernardi! ¿Pero cómo voy a intentar ligármela si su novio es el tipo más simpático de toda la facultad?”. Tenían una suerte de agradable calma interna, de paz, a pesar de que estuvieran metidos a fondo en los debates existenciales típicos de la generación. De alguna forma, el asunto del feminismo militante –que en muchas otras situaciones era fuente de tensión- en ellos se resolvía con una mirada introspectiva, con una revisión de lo que eran, lo que sentían, lo que querían ser.

Paolo provenía de una familia católica pequeño-pequeño burguesa. Su padre era un empleado bancario con notable aversión al riesgo. Eran gente bondadosa, pero no por ello buena, ya que estaban encorsetados por prejuicios –que mi amigo me hacía notar, a cada rato, con tacto pero con precisión. Paolo había sido muy católico de pequeño (en pláticas personales encontramos muchos elementos en común en esa formación, como las filminas de Bambo y las primeras dudas teológicas, pero el pequeño Paolino había sido medio fanático) y, obediente a esa formación, en el liceo estuvo en la megaultra: Poder Obrero. Tenía una hermana bonita y neurótica, Clelia, que era profesora de educación física (aunque fumaba como chacuaco) y que jugaba con Mapes al gato y el ratón.

Conocí mejor a la familia de Anna (de hecho, años después viví en casa de sus padres). Nino, el papá, era un empresario semirretirado, que también había estudiado la carrera de economía. Un señor duro y tierno al mismo tiempo (tierno como su corazón; duro como la formación fascista que recibió). Iris, la mamá, estaba medio sorda y era muy cariñosa. La señora era monárquica –más por afición a la crónica rosa que por convicción política- y tenía gustos rococó, pero afirmaba que votaba por la izquierda “para que el voto de sus hijos contara doble”. Anna tenía un hermano mayor, que había nacido durante un bombardeo aliado a Módena (“por eso es tan nervioso”, decía Iris), y que vivía en Ferrara.

Paolo era un cuate sencillo, casi modesto, sobre todo en vista de sus grandes capacidades. Un tipo siempre dispuesto a ayudar, pero sobre todo dispuesto a abrirse, a expresar sus debilidades y conflictos personales –a veces con notable autoironía-. Una persona organizada y alegre que, sin embargo, estaba dejando poco a poco escapar la pasión. Ana tenía más carácter, era más rebelde y siempre buscaba pensar fuera del cuadro preestablecido. Las discusiones culturales de la época la impulsaban cada vez más a ello. Si las conversaciones con Paolo eran de una apertura insólita, también me identificaba mucho, personalmente, con Anna. Así me imaginaba que sería yo si hubiera nacido mujer.

Hacía yo muchas cosas con ellos. Rolar, ir a comer o al cine, y platicar, platicar, platicar acerca de cómo habíamos sido formados, de los bigotes de sensibilidad felina que nos habían sido cortados, pero no extirpados, y de las maneras para que volvieran a crecer. Los amaba, pero aquello era, necesariamente, un triángulo platónico.

Visita a Cinisello Balsamo

En algún momento de aquella época escribí en mi diario: “lo que necesito es dar amor”. Tal vez por eso –o por alguna razón más física- se me ocurrió partir un domingo hacia Milán, o más precisamente hacia Cinisello Balsamo, donde vivía Luisa, la chavita que me había ligado en los primeros días de Perugia.

Tomé el tren y llegué al internado de la Bocconi, en busca de Castañares. Era la hora de la comida, pero el comedor universitario estaba cerrado. Pregunté entonces cuál era la trattoria más barata de los alrededores. Me dieron la dirección, pero me dijeron que se comía muy mal. Con el precio me bastaba, seguro allí estaría el buen Casta. Efectivamente, allí lo encontré y, tras comer –muy mal- tomamos un camión a la periferia obrera, el famoso hinterland milanés. Menuda fue la sorpresa de Luisa al escuchar mi voz en el interfon. Nos hizo pasar a su casa (primera vez que ví una televisión en la cocina), donde tomamos un refrigerio. Luego paseamos por el lugar, y Luisa y yo nos dimos besos y besos y besos y besos mientras Castañares la hacía de chambelán. Besos y besos y besos era lo que yo quería dar y recibir. Creo que Luisa también. Para entonces ella ya estudiaba medicina. Fue la última vez que nos vimos. Recientemente me enteré, a través de internet, que es una reconocida psiquiatra.

En la montaña con Martinez

Aquella primavera y verano hicimos varias excursiones al Apenino modenés. Montañismo amateur, guiados por un cuate del grupo grande, Gianni Martinelli, apodado “Martinez”, cuya máxima gracia –además de su conocimiento de la zona- era afirmar constantemente que El Zorro existe de verdad.

Desde el excursionismo de la primaria, cuando íbamos al Popo y al Ixta, me ha gustado la montaña. Caminar entre senderos escarpados, rodeados primero de vegetación cambiante y luego de rocas exigentes –y vistas extraordinarias-, buscar los mejores caminos, seguir rutas y desobedecerlas, respirar la humedad, sentir el fresco, la lluvia, el sol con más fuerza. Y subir. Supongo que es lo mismo que le gustaba a Martinez.

Una de esas ocasiones tomé una ruta diferente a la punta del cerro, que resultó más larga y, para colmo, desemboqué en una pista de ski seca. Eso quiere decir que era terreno erosionado, con pedrúsculos y una suerte de grava. Subir fue el suplicio de Sísifo: unos metros hacia arriba, otros resbalando hacia abajo. Cuando estaba por llegar a la cima vi las espaldas de las Tres Gracias –quienes, correctas, habían seguido a Martinez-, pero no escuchaban mis gritos –ya estaba cansadísimo- y discurrían tranquilamente sobre algún tema culturoso. Llegué con las uñas, arrastrándome. Apenas me siento a retomar el aliento, la Dandi avanza hacia el precipicio, echa dramáticamente el pecho hacia delante, los brazos hacia atrás, y exclama: “Soy la Niké”.

En ese momento entendí que la marca Nike no era Mike con ene, sino que hacía referencia a la Victoria de Samotracia.

Otra ocasión se organizó una excursión “grande”, que implicaba quedarnos a acampar en unas cabañitas. Ese fin de semana llegó Clara Chiapponi de visita a Módena, con la intención declarada de pasarlo conmigo. Pero yo preferí ir a la montaña (tal vez acicateado por una breve ruptura de Paolo y Anna, y porque él andaba tras una ex novia y ex compañera de Poder Obrero, que resultaba ser nada menos que la Betti). Aunque nos tocaría una cabaña para nosotros, Clara aceptó de no muy buena gana (y a cada rato detenía la marcha para mirar el paisaje y echarse un cigarro). A cambio, le hice un poemita que no me quedó tan mal… y también le hice uno a Anna.

2 comentarios:

rbm dijo...

ahora sabemos porque puedes contar todas estas historias: ademas de la memoria de elefante habia un diario. buena onda.

FBR dijo...

He de aclarar, querido Rayo, que un diario como tal no existía, sino cuadernos en los que escribía acerca de sensaciones, asuntos políticos, películas vistas, libros leídos etcétera.
Tambien agregar que no tengo a la mano el que hago referencia en esta entrada, pero que en diferentes cambios de casa redescubro esos cuadernos y releo -que es una magnífica excusa para tomarme un descanso.
Todo esto para mantener intacto el prestigio de mi memoria de elefante.