Después de nuestro viaje relámpago a Perugia y Módena, escribimos un breve informe a Flores, explicándole que iríamos a esas dos escuelas. Nos felicitó por nuestra iniciativa. También le pedimos que nos ayudara con los trámites necesarios para inscribirnos; él lo hizo a través de su amiga, la profesora Elena Sandoval, quien después volvería –siempre positivamente- a tener importancia en mi vida.
El Castillo del Horror
El cuarto estaba padre; tenía una chimenea sobre la que acomodé los libros que me traje de México y una vista maravillosa. A la izquierda, el campanario de la catedral que se asomaba entre tejados poblados por palomas; al frente y a la derecha, techumbres que se desparramaban cuesta abajo, dando forma a la ciudad; y bajando la vista, una callejuela retorcida que daba, pocas cuadras más adelante al Arco Etrusco –construido en el siglo III antes de Cristo, tiempos inimaginables- y
Pero llegar a esa recámara era una tortura. Primero la subida por las escaleras penumbrosas, la sensación de humedad rancia y fría. Luego, pasar por la sala en donde, indefectiblemente, estaba la familia fellinesca viendo la televisión, con el tío de la verruga echando baba. Para que la cosa pareciera realmente de película, sobre una mesa de la sala había una estatuilla de yeso con la figura de uno de los sobrinos del Pato Donald. Supongo que Paco, porque tenía camiseta amarilla. Una noche llegué del cine cuando ya todos dormían. Decidí deshacerme del horrible pato y encontré, para mi sorpresa, que estaba atornillado a la mesa.
Jorge Carreto consiguió alojamiento en el mismo piso y edificio. Su cuarto tenía la ventaja de que no tenías que entrar al departamento ni ver al tío lelo o a la señora gorda, pero la gran desventaja de que era interno y poco ventilado.
Eduardo Mapes y Jorge Castañares tuvieron más paciencia que nosotros y, a cambio de un par de días más de hotel, consiguieron alojamiento en una pensión mucho más mona, junto a las murallas, cercana al Cinema Modernissimo y a la que se accedía por calles de escalera. Antonio Mártir había conseguido que a su esposa Edith también le dieran beca y los dos vivían en una casa de curas, donde también les daban de comer (a él más, “porque es el hombre”) y Consuelo Ceceña se fue más bien hacia las afueras.
No pasó mucho tiempo para que el privilegio de la vista desde mi cuarto fuera insuficiente para compensar el desagrado de las escaleras sombrías, los rostros grotescos, el olor a comida grasosa y sonido imparable de
El grupo de Di Giglio
Todos nos inscribimos en el curso básico de italiano, salvo Consuelo, quien prefirió hacerlo en el medio. Pagamos el primer mes. Nos dieron la credencial de la universidad, que fue muy útil, porque con ella obtuvimos credencial internacional de estudiante –base para un montón de descuentos- e hicimos el trámite del soggiorno, que era el permiso legal para estar más de tres meses seguidos en Italia. He de decir que nunca más lo renovamos, a pesar de que hubiera sido casi imprescindible si nos hubiéramos decidido a quedarnos a vivir allá después de la carrera.
A Casta, Eduardo y Carreto les tocó un grupo muy grande. A los Mártires y a mí, uno grande a secas, a cargo del profesor Di Giglio, un viejito reaccionario y cascarrabias. En el grupo habíamos cinco mexicanos (nosotros tres y dos chavas fresa), un japonés, una monja coreana, un español que merece apartado propio, un chipriota, una pareja de hippies neozelandeses, una holandesa, una gringa, como cuatro alemanes, otros tantos suizos, unos cinco ingleses, otros tantos australianos, una decena de árabes (sobre todo libios), un sudafricano blanco, y unos seis africanos negros, de los cuales uno de Zaire y los otros de naciones colonizadas por los británicos (uno de ellos, un príncipe bantú).
Como es fácil de imaginar, la velocidad de aprendizaje del italiano era muy variada, con nosotros y el español en la delantera; los europeos, la gringa y el de Zaire a buena distancia; los asiáticos algo atrás y los árabes y los negros africanos a cola. El profesor tenía un claro favoritismo por los alemanes. “Fascista”, concluí.
Del primero que me hice cuate fue de Angelos Angeli, el chipriota soñador. Un día, en su cuarto, me contó de su Gran Plan. Quería filmar
Bares de color político
Era interesante ver cómo los extranjeros naturalmente iban recalando a los distintos bares. Muy pocos –casi solamente griegos- al Centrale, unos cuantos –suizos, franceses- al Di Lillo, bastantitos –árabes, españoles, ingleses, latinoamericanos- al Turreno; y algunos otros, señaladamente los gringos, como que no se acomodaban en ninguno, y preferían ir al Bibo’s, también en Corso Vanucci, que no era un bar, sino una de las dos únicas hamburgueserías que existían por aquel entonces en Italia (la otra estaba en Roma, en el Trastevere).
La politización de todo lo politizable era una de las cosas que sorprendían de Italia. Veías a alguien y sabías su posición política, porque toda una semiótica lo delataba: su ropa, su periódico, su calzado (importantísimo), su peinado, su lenguaje corporal. El primer periódico que compramos cotidianamente era Paese Sera, un diario romano con lenguaje sencillo, cercano al PCI, que desapareció a los pocos años. Era un magnífico salvoconducto en el Turreno. No tanto como L’Unità, el periódico del Partido, pero nuestro escaso conocimiento del italiano no nos permitía, todavía, entender bien ese periódico.
La casa del lago (lecciones de italiano)
La casa de los estudiantes italianos (Paolo y Carmine, originarios de un pueblecito de Puglia) es un sueño. Una cabaña de dos recámaras frente a un lago mínimo, espejo para la luna de primavera. Llegan otro italiano, un argelino y una inglesa (que supuestamente es su novia). Las chicas de Milán (en realidad son de Cinisello Balsamo, la periferia obrera) son más de media docena.
Tomamos vino y hablamos, por supuesto, de la revolución chilena, me preguntan cómo se tomó el golpe en México. Respondo, en un español muy lento, que reavivó la discusión sobre la vía democrática o la vía armada para llegar al socialismo. También se habla del referéndum del divorcio, que se llevará a cabo en mayo. La iglesia católica juntó las firmas necesarias para intentar revertir la legislación recién aprobada. Digo que es absurdo, que en México la separación entre Iglesia y Estado data de hace más de cien años, con la victoria de Juárez y los liberales. Comento que está prohibido que los curas salgan a la calle con sotana. Grandes risas de aprobación. El italiano que llegó después hace, entonces, una confesión, para horror de las muchachas: es miembro del MSI-DN, partido que apoya la abrogación del divorcio. Pero remata: “sono fascista, ma non scemo”.
-Cosa significa scemo? –pregunto.
-Significa molto stupido.. Sono fascista ma voto NO.
Las milanesas aplauden, pero ya no ven al facho con la misma confianza de antes.
Mientras vamos vaciando la damajuana salimos a la noche. Se hace un vivac, y se cantan canciones. Nada más me siento y ya tengo tres chavitas a mi alrededor. El aire fresco, el agua, el reflejo lunar, ellas que se recuestan en mí. La gloria.
Paolo se va con Fausta, la chava más guapa. Carmine, con otra, el argelino con la maestra, el facho con la inglesa. Dice el árabe de ella, despreciativo: È una pazza.
-Cosa significa pazza? –pregunto
-Matta, ma peggio.
Cuore matto (“Corazón loco”) era una canción de moda en los sesenta. Así que pazza quería decir loca perturbada.
De entre las muchachas que se me acercaron escojo a una de cabello oscuro y maravillosamente rizado. Luisa, una tierna ternana que quiere estudiar medicina. Nos levantamos y descubro que cojea levemente; probablemente tuvo polio de niña.
En algún momento, me pregunta, entre besos:
-Mi ricorderai?
¡Ah, es la conjugación del futuro! Amerai, mangierai, canterai.
La volví a ver otra ocasión, pero con la primera vez bastó para que la recordara por siempre.
1 comentario:
Me gustó el tono de esta entrada, dottore.
Estuvo chida.
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