Nos quedamos en casa de uno de sus cuates –un departamento laberíntico en un edificio frígido, de la era fascista-, pero con quien más rolamos fue con Clara Chiapponi, amiga de Anna de la infancia. Clara estudiaba lenguas, daba clases de natación y medía 1.82. Había incluído en su firma una hoz y un martillo estilizados, se vestía a lo marimacho, amarrándose los jeans con una reata y fumaba como chacuaco –herencia de familia, su padre trabajaba como catador de tabaco-. Pero bajo esa cubierta dura era una mujer tierna, sensible y tenía una sonrisa fantástica (los dientes frontales apenas separados). Hicimos muy buenas migas.
Esa semana en Roma llovió a cántaros. Pésimo clima para dar el rol. Lo más rescatable fueron las pizzerías a las que nos llevó Clara y las largas vueltas que dí –en el asiento trasero de su moto- por la ciudad. Esa vez comprendí que la mejor manera para disfrutar de esa ciudad inconmensurable es precisamente recorriéndola en un alegre motorino, dejando que los edificios pasen veloces por tu mirada, dejando sus formas, y su brillo (o su pátina) confundirse con las de la gente que camina apresurada; que se combinen con la sensación del viento que golpea tu rostro, rodea tus flancos y tus piernas, con los olores varios –la confitería, la pizzería, el orín de gato- y con el fresco chipichipi que de repente es chaparrón y te obliga a refugiarte en un café popular (y Paolo y yo nos vemos chiquitos junto a nuestras compañeras, varios centímetros más altas que su pareja).
El tiempo se puso tan horrendo que mejor decidimos ir los cuatro a Perugia, y quedarnos en casa de Carlos Mársico. En el tren, Clara se acurrucó en mi hombro y en Perugia Carlos nos cedió amablemente su recámara (y Clara me regaló una sonrisa inolvidable). Pasamos dos días recorriendo Perugia, que mis amigos no conocían, bajo un clima benigno, rodeados por el olor dulzón a chocolate.
En esa ocasión, entre Anna y Clara |
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