martes, enero 27, 2009

Biopics: La cebolla familia

A mediados de los setenta todo lo que era sólido saltaba por los aires. De todo se dudaba, porque dominaba la idea de que el Sistema era complejísimo, con muchas celdas invisibles, muchos barrotes que había que romper. Si Illich se ocupaba de la escuela, el transporte o la medicina alópata, había una cebolla mucho más grande.

Contaba el cantautor Giorgio Gaber, en esos años (un show magnífico en el Teatro Comunale): “Y luego no son sólo las ideas lo que se debe digerir: también las cebollas. Mi mamá me pegaba cuando era niño. Me quedó un peso en el estómago, una cebolla. Ni sube ni baja. Sé que si la digiriera me haría bien, porque no está dicho que la cebolla te haga daño. Si la entiendes, tiras lo que no te sirve y te quedas con la substancia… La cebolla infancia formato mamá, formato hermano, formato Jesús se puede incluso digerir. Un poco de nausea, un poco de estreñimiento pero luego sale. ¡Pero es que más caminas en la vida y más te encuentras con cada cebollón!”

Años del nacimiento del movimiento feminista de masa, de los movimientos alternativos verde, lésbico-gay, de prisioneros, de soldados, tiempos en los que se afirmaba “lo personal es político” –pienso ahora que por la influencia de la revolución china, que consideraba normal que el Partido controlara totalmente en la vida privada de las personas- y que ponían en cuestión, y en el banquillo de los acusados, a la familia burguesa tradicional. Y los fiscales eran dos psiquiatras bastante heterodoxos: David Cooper y Ronnie Laing, algunos de cuyos libros devoramos –y discutimos.

Para Cooper la familia es un instrumento de condicionamiento ideológico fundamental para cualquier sociedad explotadora, cuya estructura demanda continuamente ofrendas sacrificales (la principal, el propio yo) y se reproduce en otras estructuras sociales: el trabajo, la escuela, la universidad, la iglesia, los partidos políticos, el aparato gubernamental, los ejércitos, los hospitales. Una estructura en la que siempre hay “bueno y malo”, “padres” y “madres” amados/odiados, “hermanos” mayores y menores, “abuelos” difuntos o controladores (o controladores desde la tumba).

La familia, en esta visión, tiene la tarea de extirpar dudas, sembrar “actitudes correctas”, “salud mental” y “pánico formalizado” (sobre todo el miedo a volverse loco, a que lo interno invada lo externo, o viceversa). Por lo que Cooper, padre de la antipsiquiatría y promotor de borrar la línea que divide a los sanos de los enfermos, concluye que “el Estado burgués es una píldora tranquilizadora con efectos colaterales letales”.

Laing era menos radical. Su argumento central era que la familia suele poner a los individuos frente a situaciones imposibles, en las que no pueden conformarse a las expectativas contradictorias de los miembros, y señalaba que la familia atentaba contra la “seguridad ontológica” de las personas, dificultándoles la percepción de que ellas y los demás son reales, están vivos, son autónomos y tienen identidad. Algunos desarrollaban esta percepción correcta; otros no, y se la pasan creando estrategias para evitar perder su yo.

Mientras que la visión de Cooper está mucho más cerca de lo que fue el movimiento situacionista –construcción de situaciones revolucionarias o provocadoras, ambición de cambio total de la existencia- y busca acabar con el concepto mismo de enfermedad mental (“¡El delirio!”, cantaba Gaber con el gesto de querer quedarse en el viaje); la de Laing apuntaba más bien a terminar con la idea de que problemas de conducta se deben combatir estrictamente por el lado biológico, porque a menudo tienen una particular historia familiar detrás.

Este tipo de autores y temas eran muy socorridos en las pláticas de miembros y simpatizantes de la izquierda extraparlamentaria y a los comunistas les llegaban de refilón. Quien sí tuvo influencia en ambos grupos fue Agnes Heller, una filósofa húngara que reivindicaba al joven Marx. Según ella, la verdadera base del marxismo es que la gente debe tener autonomía política para poder determinar, de manera colectiva la vida social, un marxismo en el que el individuo es “rico en necesidades”, de solidaridad y autogobierno. Nada que ver, por supuesto, con lo que se vivía en los satélites soviéticos.

Pero aquello no se quedaba en la teoría. Fue una época de experimentación colectiva, de deconstrucción personal, de desorden organizado de los sentidos en busca de las “revoluciones individuales contiguas” (Cooper dixit), lo que hacía que las relaciones personales muchas veces saltaran por los aires, también ellas.

Quien tal vez entendió con más profundidad el asunto fue un neuropsiquiatra de Lotta Continua, Marco Lombardo-Radice (autor, con Lidia Ravera, del libro Porci con le ali, un best-seller entre la ultra, que contaba con lenguaje pretendidamente adolescente las aventuras político-sexuales de dos quinceañeros romanos, llamados Rocco y Antonia).

Lombardo-Radice escribió en la edición de abril de 1976 de Ombre Rosse (una revista que originalmente era de crítica cinematográfica, pero que se convirtió en el órgano teórico de la extrema izquierda), un artículo en el que problematizaba en serio el debate sobre la familia. El psiquiatra señalaba que seguían formándose familias de pareja tradicional porque aparecen como la única posibilidad de satisfacer necesidades humanas elementales: seguridad, identidad, compañía, calor humano… que es lo mismo que buscan las familias alternativas, que a su vez reproducen los mecanismos patógenos de base de toda familia.

Se preguntaba Lombardo-Radice si de verdad queremos ser el ser humano “adulto completo” que define Cooper, en el sentido de que acepta su propia “castración”, está solo y acepta su soledad.

También criticaba el simplismo de que la genética no cuenta. Abolir los roles sexuales tradicionales es una cosa, suponer que todo es condicionamiento social es otra. ¿Por qué creen los colectivos homosexuales revolucionarios que es posible “homosexualizarse” y que son superables los eventuales traumas del proceso? “¿Estamos dispuestos a cambiar la naturaleza y reiventar la psique?”, se preguntaba.

Luego llegaba a las frases que subrayé en su momento, llenas de presagios, porque Lombardo-Radice estaba atisbando a un cacho de futuro: “¿Qué precio estamos dispuestos a pagar? ¿Cómo reducir y controlar los costos de la revolución cultural?... Hay que decir con claridad si estamos dispuestos a pagar cualquier precio, si esta es una guerra en la no se cuentan los muertos y no nos importa si es inevitable tener entre nosotros unos cuantos miles de suicidas y de esquizofrénicos”. Y eso que todavía no llegaba la epidemia del SIDA.

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