Una de las actividades favoritas de los modeneses es comer. Ya nos habíamos dado cuenta con las comidas pantagruélicas en casa de Otello. Otra de sus actividades favoritas es huir de la ciudad y viajar hacia los Apeninos. Si es invierno, allí hay nieve para esquiar; si es verano, allí es más fresco; y en cualquier época del año allí hay menos niebla. Vas a la montaña, miras hacia abajo y con la vista encuentras, al pie de las últimas copas de los árboles, un mar de nubes apretadas. Buscas la zona donde más se agolpan y supones que allí está Módena.
También en el Apenino modenés lo que más se hace es comer. Había decenas de hosterías populares, y a menudo íbamos en bola los fines de semana. Modestas, típicas y alegres, casi todas ellas ofrecían el mismo menú de la gastronomía tradicional modenesa: tigelle, pinzimonio, gnocco fritto, affettati vari.
Las tigelle son una especie de sopes hechos con una harina de trigo, levadura y manteca. Se les pone una buena capa de lardo –que es, a su vez, manteca hecha con la primera capa subcutánea de grasa del cerdo, mezclada con ajo y romero- y una cantidad generosa de queso parmesano. A pesar del ajo, me encantaban.
El pinzimonio es una ensalada cruda colectiva, servida en grandísimos platos. Normalmente consta de rábanos, grandes piezas de apio, cebollines, hinojos y zanahorias, que uno va ahogando en un aliño de aceite de oliva extra vírgen y vinagre balsámico.
El gnocco fritto no se debe confundir con los gnocchi de papa y es una pasta hojaldrada hecha con ingredientes similares a los de la tigella, pero que se hunde brevemente en aceite a temperaturas absurdamente altas.
Los affettati vari son las diversas carnes frías de la región, entre las que destaca, por supuesto, el prosciutto crudo. Pero normalmente también te servían coppa (una suerte de salchicha), salame, mortadella y ceci (que es una especie de queso de puerco). Normalmente van dentro del gnocco fritto, pero como es tradición de que este tipo de comidas se acompañen con la ingesta abundante de Lambrusco, al final también se comen solos, con las tigelle o con pan y queso.
En una de esas ocasiones gastronómicas fuimos doce a la montaña, creo que a Serramazzoni, en la combi con placas de Singapur de Carlos Mársico. La cena estuvo particularmente rica y la bañamos generosamente con varias botellas de Lambrusco (la regla de oro dice que por lo menos debe ser una botella per capita). Ya encarrerados, nos pusimos a hacer brindis elaboradísimos y jalados. Cuando le tocó el turno a Elena, la novia de Daniele Tomasi, no sabía que decir. Alguien gritó:
-¡Brinda por lo que más te guste!
-¿Por lo que más me guste? –preguntó ella con una sonrisa pícara.
-¡Sí!
-Entonces brindo por el cazzo, que es lo que más me gusta –exclamó entre risotadas y aplausos.
Pocos minutos después, y tal vez porque nos habían escuchado, llegaron a nuestra mesa unos mecánicos del pueblo de Spilamberto, a retarnos. Contaron 18 botellas y les pareció poco. A través del reto aprendimos el juego del Capitano Puff, que se juega con los dedos, los pies, los números, la memoria y, por supuesto, el vino. Si te equivocas, te vuelven a llenar el vaso.
Nos defendimos bastante bien, hasta que le tocó el turno a Alberto, el hermano de Jorge Carreto, quien estaba de visita. Alberto –a quien apodábamos, de chunga, Colashón- hizo correctamente su juego, pero los mecánicos ya estaban en la necia e insistían en que había quedado una gota de vino en su vaso. Entonces Colashón se puso a insultarlos en español, con el problema de que en dialecto modenés existe la palabra capròun. Para evitar broncas los invitamos a que todos nos pusiéramos a bailar liscio.
A eso de las dos de la mañana la hostería estaba por cerrar y los de Spilamberto nos invitaron a seguirla en el taller. Les dijimos que sí, que los seguiríamos, pero el tonto de Daniele se metió en el carro con ellos.
Bajamos por la montaña con Carlos conduciendo –él, que de por sí era un peligro sobrio- y con todos echando un relajo atroz con las chavas –y sobre todo con la novia de Daniele- en la parte de atrás de la combi (que no tenía asientos traseros). Según contó luego Carlos Mársico, cada determinados kilómetros se paraban los mecánicos y hacían señas para que nos desviáramos hacia Spilamberto y él ponía cara de extraviado y seguía derecho. Imagino que los aspavientos más grandes los hacía Daniele, quien terminó pasando la noche en el taller de los mecánicos.
Terminamos en nuestra casa, en Modena Est. Bajamos a Claudio Francia en calidad de saco de papas (más por su costumbre de dormir temprano que por el exceso de vino) y proseguimos el desmadre. Aunque la cosa entre Carlos y Elena no llegó a mayores, allí terminó la amistad entre Daniele y Mársico.
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