Una tarde llegó Umberto Eco a dar una conferencia a Módena. Todavía no ascendía al superestrellato intelectual, pero ya era muy reconocido, sobre todo por los dos divertidísimos diarios mínimos que había publicado como por su interesante columna semanal en
L’Espresso. Yo también tenía referencia de él a través de Raúl Trejo, quien me había comentado en México acerca de
Apocalípticos e Integrados.
Fue un evento sumamente entretenido, una lección de semiótica elemental de parte de uno de los grandes del tema. Eco comenzó describiendo que él estaba en lo alto, para demostrar que él era quien tenía el conocimiento, y estaba defendido/separado de nosotros por una mesa. Empezó a hablar del signo y el significado su ropa y de su apariencia: no hubiera portado la barba hace una década porque le hubieran atribuido ser pro-fascista, llevaba una corbata roja que decía que él era un señor –no cualquier hijo de vecino- y sugería, al tiempo, que era de izquierdas. Luego pasó a comentar lo difícil que era para la gente describir las cosas, y dijo que ese era uno de los grandes problemas de la educación: “le preguntas a un niño qué es un pan y te dice que es una cosa sobre la que se pone la Nutella, cuando lo primero que debía decir es que es un alimento…”.
La conferencia nos encantó a muchos de los cuates, pero particularmente a Claudio y a mí. Al final, le pregunté a Eco dónde daba clases y si se podía asistir. Me respondió que en la Universidad de Bologna, en el Departamento de Arte, Música y Espectáculo y que las clases en las universidades públicas eran públicas.
Una de sus clases era en sábado, así que Claudio y yo decidimos asistir. Íbamos en la Cinquencento roja del buen Claudio, atravesando toda Via Emilia. En Bologna, ineluctablemente hacía un frío perro (al fan an fredd ch’al fa sbaler la vecia, decíamos en dialecto) en el que caminábamos las muchas cuadras que separaban el límite de estacionamiento vehicular con Via Petroni. La clase de Eco, como es de suponer, estaba siempre atestada y en ocasiones no se podía respirar a causa de tanto humo de cigarro. Era fascinante, aunque no siempre fácil de seguir, porque Eco se ponía a disvariar, y a discutir con algún maestro de filosofía, sobre el banquete de Platón y nosotros no lo habíamos leído. Algunas de las cosas curiosas que planteó durante aquel curso las volví a leer, entusiasmado, cinco años después, en El Nombre de la Rosa, que entonces preparaba.
Hemos de haber asistido como a seis lecciones. La distancia, el frío, el humo del aula y la creciente dificultad de los temas (pues no hacíamos las lecturas) nos fueron alejando. Pero nunca dejé de ser fan de Eco.
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