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Hicimos una parada en Milán. Desde la estación de trenes le hablamos a Castañares por si quería darnos un rol. Respondió que iría de inmediato por nosotros, que su casa estaba cerca (vivía en una residencia estudiantil cerca de
En París nos quedamos en el departamento de Terry en Rue de L’Alma. Volvimos a visitar museos, a dar largos paseos por el barrio latino y fuimos varias veces al cine. París seguia hermosísimo, y la gente muy elegante, pero también hacía un clima bestia. Nevó, cayó aguanieve y nos atormentó un viento horrible.
Jorge Carreto llegó un par de días después, y se quedó en un hotelito de una estrella en pleno St. Germain. Con él visitamos exposiciones estrafalarias y nos tomamos fotos en pose de intelectuales.
Todavía recuerdo la comida como excelente (pichones rellenos de piñón, el plato fuerte) y los ojos de los propietarios del local que se comían a Jorge con miradas y sonrisas. Bailamos un rato (no tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que Carreto, para desgracia de ellos, era buga) y me sorprendieron varias cosas, que décadas de liberación después no sorprenden a casi nadie. Que los homosexuales del antro no respondieran al estereotipo: la mayoría eran viriles. Que bailaban alegre y sanamente –yo me los imaginaba fajando-. Que pasaron minutos escasísimos para que yo sintiera el lugar como “natural” y dejara de andar mirando.
La segunda sorpresa ha de haber sido la mayor, porque poco antes de salir le dije a uno de los socios que era un ambiente muy desenfadado y light. Me respondió que en París las noches podían ser muy oscuras, pero nunca tanto como en un espacio que me señaló con el dedo. En ese reservado del antro la luz es mínima, y quien entra lo hace bajo su propio riesgo. Es decir, a sabiendas.
La telefonista le hablaba todas las noches para incitarla a hablar a México a su familia; ella lo hacía, con largas conversaciones repetitivas y normalmente monotemáticas. Una vez se echó una hora hablando de su perrito, con el que por cierto tenía una relación extraña. Dormía con él, lo trataba de “hijo mío”, lo colmaba de mimos tanto, que parece que lo quería matar (un día me dijo que sus animalitos “se le mueren”), le daba de comer filete y de beber tequila, y le ponía unas golpizas tremendas cada que orinaba o defecaba.
Contó que la habían embrujado en el Sahara, pero que se le apareció Changó en forma de la vieja hechicera africana y le dijo: “Yo no hago sacrificios humanos”. Pero le quedaron unas pulgas imaginarias en la cabeza, que la obligaron a desinfectar el departamento y al perrito. Una noche las pulgas ilusorias volvieron y Terry quería que quemáramos las sábanas para deshacernos de ellas.
Una mañana se quiso tirar por el balcón, pero Janette se lo impidió. Acto seguido se echó a llorar, delirando que no comía para ahorrar para un viaje de su hermanito a Disneylandia. Dijo que tenía tres opciones: poner un instituto de belleza en México, seguir viviendo en París sin hacer nada, “o suicidarme, que sería lo mejor, ¿verdad, primo?”. Cuando le dije que debía elegir lo primero, me respondió que tenía miedo a fracasar, que su familia la consideraba como un caso perdido y que con esa actitud la estaban empujando “aún más” a la locura. Quedamos que debería de ir con un doctor y hablar menos a México. Yo le escribí a mi familia, describiendo la situación, y adelantamos nuestro regreso a Módena.
No sé si Terry vio al doctor, pero sí que eligió la segunda opción. Casó con el Conde y se quedó en Francia sin hacer nada, hasta que optó por la tercera: una oscura noche de octubre se lanzó de cabeza por el balcón de aquel departamento.
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