Para Navidad fuimos a Roma. También allá recaló Castañares, quien estudiaba en
La nochebuena romana me pareció muy extraña. Vi gente muy tranquila, comiendo pollo en una fonda, sin ningún ánimo festivo. Luego aprendería que lo que se celebra en Italia es el día 25, con una comida. Pasamos esa noche –la importante para nosotros- entre mexicanos, con María Luisa Puga, Irene Ruiz y otros cuates (incluso una pareja de antropólogos que, cuando se peleaban –y era a menudo- discutían en náhuatl). Fue algo rico, sobre todo por la calidez humana.
Después, comimos con Flores y su familia. Allí el Doctor me entregó un paquete que habían enviado mis padres a su casa –de cuando todavía estábamos en Perugia- y que traía un ejemplar de la revista Siete, que dirigía Gustavo Sáinz. En esta revista aparecía un cuento mío, “Ayuno”, que había escrito en Nueva York. Perdí la revista, y tampoco tengo el original. Algún número estará arrumbado en una hemeroteca.
Enterados del asunto de la falta de gas en nuestro departamento, Flores y su esposa Joan nos regalaron un buen calentador eléctrico, nuevecito. Joan también me dio un cheque personal de 200 dólares, para paliar la coyuntura, que se regresarían al momento en que llegara la beca.
Y aquí es donde debería de entrar Freud, para incluir éste en los anales de los actos fallidos. De regreso de casa de los Flores, metí el cheque y el pasaporte entre las páginas de un libro de cine que acababa de comprar. En el camión atestado me doy cuenta de que es un lugar impropio, verifico y, para mi desesperación, ya no están entre sus hojas ni el cheque ni el pasaporte. Tampoco en mis bolsillos. ¡Qué estúpido! Han pasado las décadas, me quedó el trauma y todavía no tengo idea de por qué lo hice.
Tuve que ir a
El relajó que armé con el cheque perdido retrasó nuestro regreso a Módena. No pudimos hacerlo sino hasta el mero día 31, y Franco y Otello nos habían invitado para el año nuevo. El tren se nos hizo lentísimo, pero al fin llegamos, poco después de las nueve de la noche. De la estación misma llamamos a Otello para decirle que habíamos vuelto: se puso feliz. Nos fueron a recoger y despedimos 1974 en un local popular, comiendo carnes y más carnes, bebiendo Lambrusco y escuchando el liscio, la música que rezuma el alma popular de la cultura padana: polkas y cancioncitas, enmarcadas por un clarinete chillón, un saxo altísimo y el acordeón. Música muy paya, muy alegre y, al menos para mí, muy difícil de bailar. No importaban mis dos pies izquierdos, era el fin de un año que me parecía glorioso y había que disfrutar la llegada promisoria del sucesivo.
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