Cuando nació mi segundo hijo, le pusimos Camilo porque el nombre me gustó. De inmediato salió, de varios cuates del ámbito de la militancia izquierdista, la pregunta: “¿Es por Camilo Cienfuegos o por Camilo Torres?”. Por jugar, y por llevarles la contraria, siempre respondía: “Es por Don Camillo, el cura que se enfrenta al onorevole Peppone”. Sólo aquellos con formación cristiana sabían de qué estaba yo hablando.
Me refería a las películas de Duvivier, con los comediantes Fernandel y Gino Cervi, basadas en las novelas de Giovannino Guareschi que tienen como personaje central a un sacerdote católico, “no clerical”, que oficia en un pequeño pueblo de la llanura padana (en la provincia de Regio Emilia, vecina a Módena) y se enfrenta cotidianamente al alcalde (y mecánico), el comunista Peppone. Las películas me divertían, especialmente porque me recordaban los rollos locales de Emilia-Romagna (recuerdo un discurso de Peppone en
Don Camillo y Peppone son enemigos políticos e ideológicos, pero también son coterráneos, copartícipes de una misma cultura y, a fin de cuentas, cómplices. Por ello, muchos vieron en las novelas del derechista Guareschi un anticipo del “compromiso histórico” con el que se quiso unir políticamente al “pueblo trabajador” y el “pueblo católico”, enfrentados desde el inicio de la segunda posguerra.
Al final de una de las cintas, Don Camillo y Peppone se están persiguiendo en bicicletas. Se rebasan mutuamente. Están luchando entre sí, pero con una sonrisa. Viven en una confrontación constante, pero se reconocen, se estiman. Corren juntos el camino de la vida.
Don Camillo es un cura poco ortodoxo, algo mentiroso, listo para la trampa y bueno para los trompones. En la primera película hay un partido de futbol, los “rojos” contra los “blancos”, y el broncudo sacerdote recibe merecida tarjeta roja del árbitro. Luego se sabrá que el alcalde compró al silbante… y que el enojo del cura era porque él también lo había sobornado, sólo que por menos dinero.
Hay alguien que siempre lo cacha en la trampa (en la mentira, en la exageración, en la ira) y es el Cristo crucificado de su parroquia. Ese Cristo le habla con voz tipluda –algo impropia, pienso yo- y Don Camillo le responde. Es una percepción real, que le quita al cura la exigencia de tener fe, de creer sin ningún sostén.
¿Tenía fe Don Camillo? No necesariamente, porque tenía una prueba sensorial de la existencia de Dios. Pero tal vez sí: la tendría sólo si dudaba que la voz viniera realmente de Cristo, y si superaba esa duda. En principio no lo sabemos, y la figura del sacerdote termina siendo engañosa, porque si existe contacto real, la fe se vuelve innecesaria.
Guareschi, de buen cristiano, resuelve la paradoja, al explicar su libro. No es Cristo/Dios el que habla con Don Camillo. Pero tampoco esa voz es un parto de la fantasía del cura, o una alucinación. “Es la voz de mi conciencia”, define el autor, “porque quien habla en mis historias no es el Cristo, sino mi Cristo… cosas mías personales, asuntos míos internos”.
"Me basta siempre lo que Dios me concede”, dice Don Camillo, “Si Dios me pone el dedo no le agarro la mano… aunque a veces querría agarrársela”. Es una filosofía en la que el hombre nunca está solo, está contento de la compañía de Dios, no intenta agarrarle la mano y aferrarse a ella, pero deja que la mano divina tome la suya.
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