Precisamente cuando estábamos abriendo mente y corazón a la literatura, abrieron una librería en la colonia: la Librería Leibnitz, de Marco Antonio López Gallo, el más joven de la dinastía propietaria de “El Sótano”.
A diferencia del almacén de la Alameda, la Librería Leibnitz era pequeña, acogedora, alfombrada. Casi no tenía libros técnicos (y ninguno de texto). En cambio, muchísima literatura, algo de sociología, política, sicología, historia y economía; libros de arte y unos cuantos discos.
Marco Antonio amaba los libros más que el negocio, y estaba allí todo el día, contento de que algunos jóvenes rondáramos y, en ocasiones, leyéramos libros completos sentados entre los estantes. Ponía música clásica en su estéreo, y era como estar en una biblioteca de lujo.
A veces Marco Antonio me retaba a una partida de ajedrez. En otras ocasiones, llegaban amigos intelectuales de él. Por ejemplo, Jaime Augusto Shelley, poeta del grupo de “La Espiga Amotinada”, a quien Marco Antonio molestaba vendiendo sus libros a secretarias que lo confundían con Shelley, el poeta inglés del Siglo XIX, y le pedían autógrafos; Marco Antonio Montes de Oca, otro poeta reconocido, que tenía una galería no lejos de ahí; Argelio Gasca, Leopoldo Ayala (otro dueño de galería interesante: la Edvard Munch, junto al Cine Chapultepec, donde hoy está la Torre Mayor), Jorge Arturo Ojeda (quien con los años se convirtió en un vecino inocuo, pero siniestro en la colonia Cuauhtémoc); muchos pintores, de quienes sólo recuerdo a Octavio Gómez y Ladislao Mijangos. Un día llegó a comprar el maestro Arreola, también vecino de la Anzures. Y muchas veces, el más divertido de los jóvenes poetas de entonces: Alejandro Aura, un tipo feo, buena onda, culto y cotorrísimo. De una falsa lectura de cartas que le hizo Aura a Marco Antonio, aprendí a ser logoteta del arcano. Luego se me olvidó cómo, pero con mi esposa Taide lo reaprendí.
Marco Antonio me contrató para sustituirlo algunas tardes, pero no duré mucho en esa chamba. Un día llegó un tipo y me dijo que se le había ponchado su llanta. Me pidió cien pesos para ir a cambiarla, y me dejó las llaves en garantía. Había clientes y yo tenía que fijarme que no se volaran algún libro. También había una pistola cargada en el mostrador. Yo quería ver el coche que estaba en garantía. El tipo me enseñó un vocho estacionado enfrente de la librería. Fue, lo abrió, lo cerró y me entregó la llave. No volvió. El maldito vochito blanco no tenía seguro en la puerta, y sus cuatro llantas intactas. Mi vergüenza era tremenda al regreso de Marco Antonio, quien todavía fue tan amable de jugarse los cien pesos en un juego de ajedrez, que perdí, y de regalarme un libro magnífico cuando le pagué el dinero.
En la Leibnitz, Marco Antonio organizó los lunes de música latinoamericana, con un amigo colombiano suyo, que luego se hizo conocido: Mario Ardila. Eran veladas muy ricas, un recorrido pausado por la geografía y la historia musical del continente, a las que asistíamos una veintena de personas.
La música Latinoamérica, tradicional y de protesta, era algo nuevo para mí, pero desde hacía algunos meses no me era desconocida. Escuchaba en las noches Radio UNAM. Primero “La Respuesta está en el Viento”, con rock de primera comentado por conocedores (mis favoritos eran Luis González Reimann y Oscar Sarquiz, quien muchos años después haría de jurado-abuelo punk en La Academia); después “Letra y Música de América Latina”, en el que se combinaban canciones de cantautores del continente (era la gran época de las canciones de protesta y el folklorismo) con lecturas de lo mejor de la literatura hispanoamericana.
Si con los primeros conocía desde Roy Orbison hasta MC5, pasando por Moody Blues y John Mayall, con los segundos conocí, entre otros, a José Donoso, Pedro Mir y José Arguedas (y, claro, a Daniel Viglietti, Atahualpa Yupanqui y Violeta Parra).
Para mí eran programas excepcionales: formativos, ricos. Pero pienso que hoy esas mismas emisiones le resultarían lentas a un adolescente. Lo imagino: “¿Qué es eso de escuchar medio disco y luego diez minutos de comentarios de un sabelotodo? ¡Y lo otro! Te leen un cuento, o un pedazo de novela, que ya de por sí son una güeva, y luego te ponen canciones supertristes y bien politizadas”.
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