No recuerdo con exactitud cuándo fue mi iniciación sexual. Los papás de Víctor se habían ido de vacaciones a su casa en Acatlipa, Morelos. Así que a Janette y a mí se nos ocurrió una estratagema: una amiga la invitaría a una pijamada inexistente, pero en realidad iría a casa de Víctor, adonde yo también me quedaría a dormir. La maniobra funcionó.
Nos quedamos en el cuarto de la hermana de Víctor. Habíamos comprado previamente una cajita de Norforms, que eran unos conitos vaginales cubiertos de espermicida. El delgado cuerpo de Janette estaba tachonado por lunares. Su piel era suave. Nuestros besos eran tiernos. Hicimos el amor con pasión, pero siguiendo -con torpeza de principiantes- los cánones establecidos. La penetración no fue, aparentemente, dolorosa, y la relación resultó muy placentera, aunque no nos llevara a un éxtasis delirante. Simplemente, habíamos roto juntos, cómplices y fusionados, una barrera. Al hacerlo, dejamos de sentirnos unos adolescentitos (que era, en el fondo, lo que más queríamos).
Las siguientes ocasiones usamos condones Natural Lamb Roldskin, de los que se convirtieron en rarezas de coleccionista tras la aparición del SIDA. Recuerdo que los compraba en una farmacia de Satélite, cuando visitaba a Trejo para hacer “Subterráneo”, porque me daba pena hacerlo en la de mi colonia.
Con el tiempo –y tal vez por la escasez de preservativos- pasamos a utilizar, de vez en cuando y sobre todo en casa de ella, por las tardes, el método de coitus interruptus, en el que logré cierto nivel de dominio, pero que no recomiendo. Repito, no recomiendo.
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