A fines de agosto estuve en San Diego, con mi cuate Robert, alias Craven de Kere. Estas son algunas impresiones de la ciudad.
Bajo el calor californiano, junto a la playa de Belmont, está la montaña rusa más vieja del mundo. Los maderos truenan al paso del cochecito. Es uno entre muchos parques de atracciones de la ciudad, cada uno con su montaña rusa, sus puestos de algodón azul de azúcar y cheap thrills al mayoreo.
Por la calle, junto a uno de los bares que está enfrente del parque de diversiones, pasan las rubísimas chicas bronceadas. California girls. Dice Craven que se aburrió rápido de verlas. La mesera, en cambio, se parece a Sandra Bullock.
Es cada vez más difícil, lo compruebo, disfrutar de una comida verdadera fuera de casa, en San Diego. El imperio abrumador del fast food que es, antes que nada, fake food. Simulacros de comida en simulacros de restaurante, con mucha harina, mucha sal y mucha, pero mucha azúcar.
La ciudad duerme temprano. Después de las nueve de la noche, encontrar abierto un restaurante que no sea de comida rápida puede convertirse en una odisea, absolutamente imposible de recorrer sin un automóvil.
Será por el tipo de turismo (el zoológico, Seaworld, las playas), pero San Diego es, a los ojos del visitante, tierra de niños, de cristianas familias numerosas, con sonrisas Kodak a toda prueba. Tan grandes, tan nucleares y tan risueñas, que parecen venir de los años sesenta. Son grandes consumidores de fast food.
Se ve que es una ciudad rica, aún para los estándares de Estados Unidos. Una ciudad de barrios bajos que no lo son. Dicen que estás en el slum y no lo crees. No es el de Houston, Nueva York o St. Louis. Son clasemedieros disfrazados de pobres.
Es una ciudad atravesada por un bosque, que los pobladores han sabido respetar a lo largo de las décadas. Una ciudad que, por sapiencia, planeación o suerte, no parece haber sido atravesada por la especulación inmobiliaria. Una ciudad sin peatones, salvo por un estrecho espacio del centro. A pie se hace jogging, no se va de un lugar a otro.
El zoológico, mundialmente famoso, vale el boleto, el largo ascenso a la zona africana y los recorridos por los diferentes vericuetos. Vi animales cuya existencia desconocía. Bueyes gigantes, okapis, ofidios de todos los tamaños y colores imaginables, un kiwi al que le inventan una noche americana para que podamos husmear. Vi koalas, canguros y puercos de Borneo. Hipopótamos desde el fondo del estanque. Monos chilladores y gorilas en pose de estatua de Rodin. Pero el mejor lugar son los aviarios. Enormes, de jaulas elevadísimas, con senderos por los que el visitante transita, o se sienta a escuchar los sonidos de los diversos pájaros que creen que están en su hábitat, que son libres y que el mundo les ofrece, opíparo, sus bondades. Por un instante, el visitante también se siente en la selva, hasta que voltea y una reja lo delata.
Otra atracción es el Parque Balboa, que a ojos vista es el centro de una ciudad colonial mexicana con espacios abiertos muy gringos. Pero es una antigüedad falsa, hecha para una exposición mundial en los años treinta. Es un set hollywoodiano con catedral falsa, casitas típicas falsas, ayuntamiento falso. El parque tiene varios museos (de ciencias, de deporte, de botánica). En uno de ellos, el Museo del Hombre, se monta una exposición con estelas mayas (copias), momias egipcias (verdaderas, pero en sarcófago de imitación), unos tejidos interesantes de etnias panameñas y un espacio para los indígenas originales de la región, que –por lo visto- estaban demasiado atrasados para ser considerados chichimecas.
La insistencia en esta pobre tribu me hace pensar en la obsesión de tener una raíz propia, californianiana y no mexicana, porque Balboa, aunque bonito, da la sensación de ser un intento monumental de presentar una historia robada.
Esa misma sensación se percibe en la visita al Pueblo Viejo, que guarda lo más representativo del primer asentamiento en San Diego. Allí están, de entre lo relevante, la catedral verdadera, la vieja escuela de una sola aula (en ella, las fotos de los maestros, las distintas banderas que han ondeado en California y el código de conducta de hace 140 años, que especificaba con claridad el número de latigazos por travesura, y la más castigada era jugar con naipes), la que fue estación de Wells Fargo (me quedó claro, al fin, que Juárez viajaba en carroza de gran lujo) y el viejo cementerio, donde descansan los restos, entre otros, de José Estudillo, fundador de la ciudad. Todo, en medio de restaurantes supuestamente mexicanos, casas solariegas de patio interior y casas más pequeñas, parecidísimas a las que forman, hoy en día, el centro de Mexicali. Pequeños museos –todos privados, por supuesto, el museo público es una especie en extinción en Estados Unidos-, tiendas de souvenirs y un ambiente como de Oestelandia.
Pasando el Pueblo Viejo hay un “sendero histórico”, bastante empinado y bueno para hacer ejercicio. Durante la subida voy reconociendo plantas, olores, la misma tierra, y siento profundamente –a diferencia de San Francisco, a diferencia de Anaheim, a diferencia de Texas y de Albuquerque- que es mi tierra, tierra mexicana que nos fue robada.
En la cima hay dos monumentos. En uno ondea la bandera de las barras y las estrellas, en homenaje a una brigada mormona, que fue traída a defender el lugar para Estados Unidos, a cambio de tolerancia religiosa. Desde ahí se divisan los nudos del freeway.
El otro está a un costado de un amplio parque en el que las familias hacen día de campo. Es Miguel Hidalgo, lo reconozco. Pero lo que se lee muy claramente en la placa es el nombre del presidente que hizo la donación del pueblo mexicano al pueblo de los Estados Unidos: Gustavo Díaz Ordaz.
Redescubro en San Diego que los gringos de verdad se divierten comprando. Es parte integral de su felicidad. Para ellos un mall, como un parque de atracciones, es un lugar divertido y feliz (que en su visión vendrían a ser la misma cosa).
Petco Park, el parque de beisbol, es también un gran mall. Limpio, amplio, abierto a tus dólares. Es también un lugar en el que se ve que los gringos tienen perfectamente desarrollado el sentido del espectáculo popular. Encuentran la manera de mantener siempre interesado al espectador: hay un ritmo paralelo al del partido, el espacio entre innings se hace pequeñito con la ayuda de la gran pantalla y sus patrocinadores (Bimbo incluido). Hay continuidad en la diversión, se cumple el precepto de que no haya un minuto sin nada que ofrecerte (a fin de cuentas, para que no haya un minuto para ti mismo, en el que disfrutes el simple hecho de ser y de ver y sentir el campo de juego).
“En este lugar se permite la emisión de sustancias tóxicas conocidas por provocar cáncer y bajo peso al nacer”, dice un aviso cincelado en la puerta de vidrio del hotel. Es la manera californiana de decir: “aquí se permite fumar en algunas áreas”.
Sin embargo la gente fuma, y mucho, cuando va de un lugar a otro. Consume toda la nicotina que puede mientras es legal, para aguantar el rato que tendrá que estar sin ella. La criminalización del tabaco continuará: es posible que en el mediano plazo se prohiba fumar en las calles californianas.
La Jolla parece caro. Seguramente es más caro de lo que parece. Craven y yo rondamos por las vitrinas de las galerías de arte: cosas bonitas, aunque muy poco arte. Buen tema para una discusión especiosa, envuelta en humo. El conoce un lugar desde donde hay una vista espectacular de la bahía de San Diego. Casas casi tan espectaculares, de grandes ventanales, están a nuestras espaldas. Noto que, si llevamos la vista más allá, apenas cruzando el puente, está una realidad completamente diferente: Tijuana, México.
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