Poco antes de la visita de Diane se celebró el Mundial de futbol en México. Fue pretexto perfecto para que mis papás compraran una tele a color, que inauguramos con el partido México-Unión Soviética. Invitamos a los Valle al cuarto de la tele, y disfrutamos el cero-cero escuchando como fondo las disquisiciones de mi mamá con doña Pepita Valle, que andaba en un día particularmente hipocondríaco.
Como la población estaba metidísima en el fut, las autoridades permitieron graciosamente un concierto gratuito de rock en Ciudad Universitaria. Tocó Canned Heat, un aceptable grupo de blues, muy conocido en México por la presencia del baterista Fito de la Parra. Fui con Víctor, Tina y Janette. Éramos como tres mil chavos en la explanada de las islas, y hasta el conjunto telonero, llamado The Rocking Foo, era bueno. Canned Heat estuvo pocamadre. Bob, el Oso, Hite era, además de todo, un gran animador. Blind Owl Wilson estaba muy pirado, pero era un músico sensible y extraordinario. Los organizadores nos pedían a cada rato que nos portáramos bien (“Nos están mirando. Esta es la oportunidad para que haya más conciertos como éste”), y les obedecimos. Al final, varios se metieron a los ojos de agua de CU, entre ellos Víctor y Paloma, la que no quiso ser mi novia. Iba con Alejandra, mi ex, quien me dijo, preocupada, que su amiga andaba mal: “le gusta comer muchas yerbas”. Regresamos a casa contentos, sintiéndonos, aunque fuera un poquito, ciudadanos jóvenes del mundo.
Poco tiempo después nos enteramos de que Canned Heat estuvo en México cortesía de Alfredo Díaz Ordaz Borja, porque fue el conjunto que amenizó la boda del hijo del presidente.
Después de ver el partido en el que México derrotó 4-0 a El Salvador, Víctor y yo nos dirigíamos a la Zona Rosa cuando vimos algo inédito. Una veintena de personas ondeaba banderas mexicanas (y una salvadoreña) junto al monumento del Angel de la Independencia. Fuimos al chisme. Gritamos “Mé-xi-co, Mé-xi-co”, tal y como nos lo impuso el anuncio de Viana. Seguimos a la gente que coreaba “Mé-xi-co-Bra-sil-Sal-va-dor-Pe-rú-U-ru-guay”, en febril latinoamericanismo. No llegamos a juntarnos cien personas, pero habíamos inaugurado una tradición.
El juego que todos esperaban era Brasil-Inglaterra. Los medios desarrollaron una abierta campaña brasileñista (cosa fácil, con el jogo bonito de la verde-amarelha) pero sobre todo anti-británica. Sucede que los medios ingleses, previo al Mundial, publicaron artículos en los que se denunciaban males como la corrupción, la represión y la simulación de los inversionistas prestanombres (el nacionalismo impedía a los extranjeros ser propietarios mayoritarios de las empresas, pero la inventiva nacional es inagotable). Tal vez porque entre esos medios estaba la BBC, y el gobierno mexicano actuó como el león que cree que todos son de su condición, todo el tiempo escuchábamos que los ingleses decían mentiras sobre México, que escupían en el plato del anfitrión y otros golpes de pecho. La fobia llegó a tal grado que mi mamá decidió no ponerse durante varios meses un vestido que tenía estampado el Union Jack (lo que aquí conocemos erróneamente como “bandera de Inglaterra” y que era parte de los dictados de la moda de Barnaby Street), no fueran a pensar que le iba a Inglaterra.
Ese era el único partido que le interesaba a Tina, convertida en rabiosa fan del equipo de la rosa por razones políticas. Nosotros coincidíamos en que había una manipulación del gobierno, pero los ingleses habían ganado con trampas el Mundial anterior y los brasileños tenían la magia de Tostao y de Pelé (O Rei). Tina se la pasó quejándose de la parcialidad del narrador de la tele (pues sí, era un brasileño) y de nuestros gritos cuando, en los albores del segundo tiempo, Jair hizo el gol que dio lugar a la posterior sambinha.
El partido clave para México era contra Bélgica. Un claro penal y una serena ejecución del Halcón Peña nos dieron el pase a cuartos de final. Como por inercia, fuimos al Angel, a ver si pasaba algo. Había cientos de personas, que luego fueron miles. Tengo grabada la imagen de Janette, su amiga Robin, González Rodarte y yo corriendo por Reforma, tomados de la mano, Raúl haciendo la “V” de la victoria con los dedos índice y medio, y sosteniendo un toque de mota con el anular, el meñique y el pulgar. Como con Víctor en el 68, nada más llegamos al Caballito. De regreso, en vez de militares malencarados, nos encontramos, en plena verbena, que los aficionados habían arrancado un enorme balón de futbol que adornaba la entrada del Hotel María Isabel y lo rodaban rumbo al Zócalo, donde amaneció.
Luego, el breve lapso de esperanza que nos dio el Calaca González frente a Italia, antes de que Calderón se convirtiera en Coladerón, el vibrante “partido del siglo” cuando Italia derrotó a Alemania en una batalla épica, en la que el Kaiser Beckenbauer fue el auténtico héroe y la final que coronó, con marca perfecta, al Scratch de Oro. Pero si me preguntan qué es lo que más recuerdo del Mundial del 70, responderé que fui a un concierto de Canned Heat, porque el rock empezaba a dejar de estar prohibido.
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