En ese verano del 70 ocurrieron otras cosas. Una es que nos cambiamos de casa. Fue todo menos dramático. Nos pasamos a Milton 45, a dos casas de donde vivíamos. El grueso de la mudanza fue hecho por los vecinos. Parecíamos hormiguitas yendo en fila de una casa a la otra con algo cargado. Sin duda, en aquella época, la Anzures tenía todavía alma de barrio.
La otra noticia fue que se casaba Martha, mi media hermana. La boda era en Miami, y yo iría “a entregarla”, en representación de mi papá (quien no podía ver a la mamá de Martha ni en pintura). Lo curioso es que mi mamá y mi hermano fueron conmigo.
En migración, el agente gringo se la armó de pedo a mi mamá. Supongo que porque tenía pasaporte cubano y no había puesto dirección a la que llegaría. Mi mamá se puso a temblar y a intentar sacar, entre los papelitos de su desordenadísima bolsa, alguno que tuviera la dirección de algún familiar lejano. Yo le increpé al agente que hubiera puesto así a mi mamá, que era una persona decente. Le dije que nos íbamos a quedar con el señor Frank Campos, gerente de Avis Rent-a-Car en Miami, quien nos estaba esperando a la salida. Le pedí que pusiera el nombre de referencia y la compañía. El gringo así lo hizo. Eran otros tiempos.
Eso no quita que, al igual que mi mamá, yo le tenga una gran aversión a los trámites burocráticos. Como a ella, me mortifican muchísimo. Los hago de malas, y siempre los pospongo hasta que de plano no queda de otra. Lo peor es que los tengo siempre presentes. Vivo eternamente con el pendiente del trámite que no he hecho. Con la sensación de culpa por no haberlo realizado, con el temor de que algo terrible va a suceder por mi omisión y con el enojo de sentir que cada trámite es una carga injusta sobre la humanidad. Esta sensación sólo se compara con su equivalente: cuando termino un trámite siento que me embarga levemente la felicidad y yo mismo me siento leve. Supongo que es algo hereditario, porque mi mamá se ponía peor que yo y mi papá de plano les tenía una fobia total.
En Miami nos quedamos en casa de los Campos. Janette, a quien trajo su papá desde Boca Ratón, se quedó en casa de mi hermana. Los Saddy regresarían a México, porque el señor se había asociado con unos inversionistas mexicanos para hacer una empresa de cosméticos vendidos de casa en casa. El nombre de la línea de cosméticos era Laura Elizabeth, el mismo de su hija menor.
En Miami hacía mucho calor. Pero también una suerte de frío, que encontró mi mamá, al buscar a algunas personas, refugiados cubanos que vivían en la ciudad. Sucedía que respondían los hijos o los nietos, quienes afirmaban no saber español. O que visitaba a las personas, y éstas se la pasaban hablando mal de los que se habían quedado en la isla, y mal de los que habían hecho más dinero, y mal de los vecinos, y mal de Estados Unidos.
La mejor conversación a la que yo asistí durante ese viaje, fue a la que tuvo mi mamá con su mejor amiga de la facultad, Clara Luz Martí (pronúnciese Clara Lu’ Madtí). Clara Luz era famosa por su lenguaje barroco (entre cubanos significa que era barroca entre los barrocos). El ejemplo más preclaro de dicho lenguaje fue una vez que fue con mi mamá a visitar a un profesor que estaba enfermo. Cuando llegaron a la casa del maestro, un perro las recibió a ladridos y Clara Luz exclamó: “¡Poned coto a la furia de ese can!”
Clara Luz era hija y nieta de maestras de escuela y, durante su estancia en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, decía insistentemente que no quería terminar como ellas, que no iba a ser “la Maestra Ciruela”. Era muy brillante, y para el triunfo de la Revolución, ya era jueza. La Revolución la dejó sin trabajo y decidió emigrar a Miami. Allí empezó siendo afanadora de hotel. Cuando tuvo algo de dinero, pudo traer al marido, quien era, a decir suyo, un hombre muy guapo, que había trabajado de detective privado (a su descripción, me imaginaba un Sam Spade de guayabera y bigotito recortado). Ella ya había subido de puesto y le consiguió el de afanador del hotel. El hombre dijo que aquello era una bajeza para su categoría y no quiso trabajar. Se divorciaron y Clara Luz siguió luchando por cuenta propia. Nunca más se casó. Cuando platicamos con ella era maestra de High School. “Ya ven, fui cautiva del destino: la Maestra Ciruela”.
En otra ocasión, fuimos a la playa con los Campos. Tomamos dos mesas para el picnic. Una mujer cubana, que llegó horas después, nos pidió que desalojáramos una para ellos. Le dijimos que éramos dos familias (y sí, éramos un montón para mesas tamaño familia nuclear). Después de comer, pensamos en quedarnos con una sola, y dejárselas, pero unos gringos se adelantaron y la tomaron. Entonces vino la mujer a reclamarnos: “Por eso perdimos nuestra patria”, dijo. Mi mamá le respondió: “Yo ya tengo mi patria adoptiva”. Aída Campos la siguió: “Yo también”. En los ojos de aquella mujer se advirtió que no entendía: se había topado con dos cubanas en Miami, y ninguna era refugiada.
Fuimos al ensayo de la boda y después a una cena íntima, donde conocimos más de cerca a Mario, el futuro esposo de Martha. Eran una extraña pareja: él, regordete, artificioso y afectado; ella, como una niña, muy delgada, con brackets, sin figura de mujer. “Martha tiene el cuerpo así porque es maestra de baile”, pensé.
Alcancé a escuchar a Edgar, mi hermano, cuchichearle en voz audible a mi mamá: “¡Mamá, mi hermana se va a casar con un maricón!”, y a ella responderle: “¡Cállate, niño!”. Ya en casa de los Campos, mi mamá me preguntó qué me parecía el novio. Entendí su preocupación y le dije: “Pues se ve amanerado, pero seguro que ya se acostaron. Estamos en Estados Unidos”. Ella respiró con tranquilidad.
La ceremonia estuvo equis. Lo rico fue la pachanga, amenizada por la Sagüesera Bugalú, que llevaba ese nombre por South West Miami, por supuesto. Al día siguiente, medio crudos y a punto de tomar el avión, recibimos las llamadas lagrimosas de algunas viejecitas a las que hijos y nietas habían negado. Ya no había tiempo de verlas.
Llegando a México, nos recibe mi papá. Lo primero que le dice Edgar es: “¡Papá, mi hermana se casó con un maricón!”. Lo primero que le responde mi papá es “¡Cállate, niño!”, pero más tarde nos pregunta acerca del novio. Le decimos que es amanerado, pero no homosexual. Se queda inquieto.
Un año después nos visitarían Mario y Martita. Whiskey en mano, en la sala de la casa, Mario habló hasta por los codos (recuerdo vagamente algo acerca de lanchas de motor, creo que él era vendedor). Esa noche, al irnos a dormir, mi papá nos reprendió a mi mamá y a mí: “Ustedes son unos groseros. Apenas ven una persona educada, y ya dicen que es homosexual”. Le había encantado el yerno.
No por mucho. Apenas había pasado otro año cuando mi mamá recibió una afligida llamada de Martita, pidiendo consejo. La recomendación fue que se divorciara. Aquel hombre tenía novio y llevaba meses sin tocarla. Edgar había tenido razón desde el principio.
Un servidor, la novia, mi mamá y Edgar, el niño con visión
1 comentario:
Si para eso mi papá nunca se equivoca tío, claro ejemplo lo que platicas, saludines!!
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