Hoy, 3 de enero de 2005, he comprobado que dos personas que en su momento fueron importantes para mí, fallecieron el pasado diciembre.
Uno era el Doctor Edmundo Flores. Había sido mi maestro de Historia de las Doctrinas Económicas, en la Escuela Nacional de Economía de la UNAM. Hubiera pasado sin pena ni gloria, porque transmitía a sus alumnos mucho menos de lo que sabía, de no ser porque se convirtió en un personaje clave en mi destino.
Sucede que a fines de 1973 al presidente Luis Echeverría se le ocurrió becar a varios estudiantes de economía “para que estudiaran ciencias de la alimentación en Italia”. Por una serie de casualidades, yo fui una de las personas a las que se ofreció la beca. Como mi propósito era la economía y no la alimentación, y aunque la propuesta era muy atractiva, tuve mis dudas. Nos habían informado que Flores –quien había sido designado embajador de México ante la FAO- sería algo así como nuestro tutor en Italia, así que, para averiguar qué onda, lo contactamos, a través de Adrián Lajous, quien también había sido nuestro profesor.
Hicimos la llamada desde la casa de Lajous. Flores, muy afable, nos dijo que le había dicho que sí al Presidente, a pesar de que en Italia no existía tal cosa como una carrera en “ciencias de la alimentación”. “Vénganse a estudiar lo que quieran” –nos dijo-, “sin duda será mejor que la Escuela de Economía de la UNAM”. Lajous entonces nos recomendó ir a Módena, dónde eran profesores algunos compañeros suyos de Cambridge.
Mumundo Flowers era cagadísimo. Simpático, cabrón, culto y más inteligente que preparado académicamente. Era un viejo sabio. Se portó super buena onda con nosotros. “Ni crean que voy a ser su mamá” –nos dijo de entrada-, “ustedes buscan su universidad y no se metan en pedos… me hablan y los saco sólo si los atrapan con droga… y si llegara a haber una gran crisis internacional, se van a Holanda, porque allí sí hay petróleo”.
Nos explicó que el propósito oculto de nuestra beca, era servir de parapeto a uno de los hijos de Echeverría, Pablo, quien se iba a quedar con nosotros. Pero Flores disuadió al Presidente, diciéndole que no se hacía responsable por la seguridad del muchacho y recordándole que en Italia habían secuestrado al nieto de Getty, le habían mochado una oreja y que el correo en Italia era tan malo que la oreja tardó quince días en llegar, por servicio express, de Nápoles a Roma.
Era un compendio de frases inolvidables. “Muchachos, ahorita ustedes son infrarrojos, deberían cuando mucho ser simplemente rojos”; “Le dije a Echeverría que el Licenciado Ceceña (entonces director de la ENE) los envió a Italia porque le estaban echando a perder la escuela: eran demasiado buenos para ella”; “Yo aprendí más marxismo con el mural de Diego Rivera en Chapingo que en todos los mamotretos”; “La UNAM es la mejor universidad de México: salen unos profesionistas excelentes y otros pésimos; de las universidades privadas sólo salen profesionistas mediocres”; “¡Cómo me atraen las ninfómanas!”.
A pesar de la última frase estaba casado –no sé bien si en terceras, cuartas o quintas nupcias- con una antigua monja (“no nada más monja: era madre superiora”), Joan McNulty, una encantadora estadounidense de familia de abolengo. Flores presumía que los 20 años de ella en el convento le daban a él una ventaja maravillosa al hablar de trivia cinematográfica. Tenían una hija, Maya, que me quería muchísimo y a quien Flores le había dedicado un libro: “pero si el tapado es el Secretario de Gobernación, diré que hubo una errata, el libro no era Para Maya, sino Para Moya”. Los Flores habían decidido que yo me parecía a “un Marlon Brando muy joven”, así que fui, para ellos “Marlonito”.
En realidad los Flores nunca nos dejaron solos. Hubo un momento en el que su ayuda fue vital. La beca llevaba 8 meses de retraso y estábamos sin un quinto. Joan me dio un cheque de 200 dólares, que perdí, junto con mi pasaporte, en el camión rumbo al banco. Me expidió otro.
Más tarde, Flores fue nombrado embajador de México en La Habana y, con el sexenio de López Portillo, pasó a ser director del CONACYT. Como tal, me alivianó con un boleto de avión cuando fui a recibirme a Módena. También alivianó a la UNAM, trasladando para Ciudad Universitaria la sede del CONACYT, lo que fue el principio de la zona luego conocida “Villa Cerebro”. “Salvé a la Universidad de la voracidad de las Primeras Damas”, decía: seguramente pensaba que a alguna de ellas se le podría ocurrir ampliar los terrenos del IMAN (hoy DIF), a costa de nuestra máxima casa de estudios.
A fines de los ochenta dejé de verlo. Me lo encontré sólo en otras dos ocasiones, en ambas acompañado de su última esposa. Una fue en el Templo Mayor, donde lo dirigí a la Coyolxauqui. Otra, cuando me lo encontré, ya anciano, en el parque de Polanco. Me reconoció, “¡Marlonito!”, le presenté a mis hijos y le agradecí todo lo que hizo por mí. Ahora lo vuelvo a hacer.
A María Luisa Puga la conocí en Roma, precisamente en aquellos primeros meses de 1974 en los que establecí la relación con Flores. Trabajaba en la FAO. Era una mujer guapa, con mucha clase, inteligente. Era también una pionera de la rebelión femenina: hay que imaginarse el valor de una quinceañera para salirse de su casa en el precario 1959. Decía que era escritora. A pesar de que a sus 30 años no había publicado nada, jamás nos quedó duda alguna de que lo era.
Nos hicimos amigos. Pasamos la navidad del cheque perdido en su departamentito en Trastevere, Vía Garibaldi. Afable, solidaria, elegante y capaz de tremendas ironías, María Luisa era como un atisbo de la mexicana del futuro, como un vislumbre de nuestras esperanzas. Por supuesto, sabía un chingo de literatura.
María Luisa se juntó con un húngaro muy interesante, Andras Biro. El era bastante mayor que ella: había sido partícipe de la rebelión de 1956. Se fueron a vivir a Kenya. Hasta allá recaló otro de los becarios, Jorge Carreto. María Luisa vivía en un hotel y escribía largamente a un lado de la alberca. Una parte de las patoaventuras de Jorge en Kenya es un capítulo del primer libro de la Hija de Puga: “Las Posibilidades del Odio”.
De Kenya pasó de nuevo a Inglaterra, y también allá llegó Carreto. Cuenta Jorge que una vez estaba María Luisa en Reading paseando en su carreola al pequeño Tupac Mártir (sic), hijo de una pareja de mexicanos cuates nuestros, mientras fumaba su Gauloise. Llegó una inglesa y le reclamó, por el daño que le hacía al bebé, fumador pasivo, y la Hija de Puga le contestó:”No se preocupe, señora. Tupac no se va a morir de cáncer, porque va a ser guerrillero”.
Volví a ver a María Luisa en México (“pónle una negra bichi en la portada a tu libro”, recuerdo haberle sugerido). La recuerdo mucho cargando amorosamente a mi hijo Raymundo. “Mira con qué sabiduría me está mirando”, me dijo embobada con el bebé, “¿Te das cuenta de que con la edad perdemos esa sabiduría?”.
Luego de separarse de Biro, María Luisa quiso encontrar esa sabiduría en Zirahuén, Michoacán, donde vivió 20 años. Allí escribió muchos libros y enseñó a muchos aspirantes a escritores. Ya no la volví a ver. Sus cenizas están debajo de un árbol llamado Esteban.
3 comentarios:
Hola, yo soy Tupac, el ninio del que hablas, ahora tengo 34 anios y vivo en londres. Estoy empezando a preparar un nuevo show dedicado a Maria Luisa, como forma de agradecimiento de su amor hacia mi.
Hola, soy Isaac, con quien MLP vivió en Zirahuén (con zeta; soy quesque corrector de estilo) y, nomás por dejar las cosas como las quería MLP, el árbol se llama Esteban. Un abrazo.
Gracias, Isaac y Tupac, por sus comentarios.
Isaac, las correcciones, necesarias, están hechas.
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