1960
Entro a la primaria, al Instituto Patria, de padres jesuítas. Soy el más pequeño en edad del salón. Los curas dividen a los grupos según su desempeño académico y a mí me toca en el de los “mataditos”. Percibo un ambiente de soterrada violencia y me siento, en lo general, vulnerable.
La escuela promueve la competencia en todos los niveles. Quo Melius Illac, “buscar lo mejor”, es su lema. Intentar ser el mejor estudiante, el mejor deportista, el mejor cristiano. Aunque dejen el estudio, el deporte o la religión, el afán competitivo será el sello que marque a sus egresados.
Nunca soy el primer lugar del grupo, pero compito. También estoy en el equipo de futbol –un deporte que acabo de aprender, le voy al Necaxa y colecciono estampitas de jugadores- pero apenas logro ser titular.
Mi mediocridad futbolera no me impide soñar. Paso las tardes jugando solo al futbol en la casa. Campeonatos enteros en los que soy los dos equipos de cada juego, el árbitro, el narrador, el público y el compilador de estadísticas. Hago intentos serios, pero no científicos, para armar un rol de juegos en el que ningún partido se repita.
Empiezo a devorar comics. Desde Superman hasta Clásicos Ilustrados. Desde Vidas Ilustres hasta Titanes Interplanetarios.
Pero la imaginación tiene también otros caminos. Un año antes nos habíamos mudado del departamento de Herodoto a una casa en Enrique Wallon, propiedad del general y pintor Ignacio Beteta. El general Beteta siguió usando el tercer piso como estudio, y a él llegaban dos tipos de personajes: otros pintores, de quienes recuerdo vivamente al Doctor Atl, con su porte imponente, su barba blanca, su cara de pocos amigos y su pata de palo, y guapas modelos.
Al estudio se subía por una escalera de caracol que nacía de un clóset. Una tarde se me ocurre transgredir el silencioso veto que corría sobre esa escalera. Subo, abro la puerta y me encuentro con el estudio ocupado por una serie de desnudos femeninos, que contemplo absorto.
Se desarrolla, en ese momento, una extraña asociación. Yo había leído un cuento en el que un malvado se apoderaba de niños curiosos y los despojaba de sus cuerpos. De un muro salían las cabecitas. El niño del cuento era rescatado por su hermanita.
En el estudio de Beteta yo era ese niño curioso. ¿Cobrarían vida los desnudos femeninos y me meterían a la pintura? ¿Me convertirían en cosa? Entre el terror y el deseo, en esa húmeda y delgada frontera: así recuerdo mi único viaje al templo del pintor.
En ese año nace mi hermano Edgar, con lo que dejo, para mi fortuna, de ser hijo único.
1961
Entro a tercero de primaria. Una anomalía. El grupo de primer año se aburría y la maestra hizo que también estudiáramos segundo en el mismo curso. El resultado: un frikcito de seis años con compañeros de nueve. Nada bueno para la psique, digo yo.
Para colmo, ese frikcito pidió en Navidad, además de un futbolín y unas rodilleras, una enciclopedia. Allí lee cómo se fabrica un disco, la historia de Dafnis y Cloe, la vida de Napoleón, el desarrollo de las guerras púnicas, la maravilla de las mariposas y, muy resumida, La Divina Comedia.
Como el niño ha leído muchas veces el resumen de la Comedia, los acomedidos padres le compran la versión completa, con grabados de Doré.
Allí, en el infierno de Dante y en los grabados, algunas formas se quedan para siempre grabadas en la memoria: los suicidas convertidos en árboles, sus rugosos troncos son mancillados por las garras de las arpías; el conde Ugolino royendo la cabeza de su hijo por toda la eternidad; Paolo y Francesca disfrutando del torbellino que los sacude, en el frío y la oscuridad, pero juntos para siempre; Judas en la boca del diablo; Farinata saliendo de la fosa ardiente para señalar –ora sí que con dedo flamígero- al pobre Dante, que siempre intentaba cubrirse con una capa.
En comparación del infierno, el cielo era una hueva.
Una tierna infancia en la que Virgilio y Dante compartían la gloria con el Chato Ortiz, necaxista genial en la victoria sobre el Santos de Pelé. Con Don Quijote, con Tomás Mañana, de Titanes Interplanetarios. Con Tadeo Haenke, que coleccionaba y clasificaba plantas, con la Sirenita de Andersen, con San Vicente de Paul, a quien el diablo le acariciaba el rostro todas las noches insomnes, susurrándole: “vendrás conmigo, vendrás conmigo”.
Se requiere ser un niño, una extraña esponja inocente, para absorber todo ese caos sin quedar enloquecido para siempre. ¿O es que todavía no termino de absorberlo?
1962
Si en algo resulta extraño 1962, es en mi relativo éxito social. Me hago amigo de varios compañeros de grupo. Estoy en el equipo de futbol, y todos los días echamos cascarita (en esas condiciones, no tengo empacho en dar mi peso del diario a las misiones). Soy el primero de la clase, pero nadie me acusa de matadito. Voy a menudo con mi papá al estadio de Ciudad Universitaria y, más que emocionarme, me deleito estéticamente (el eterno placer de mirar cómo crece el verde en la medida en la que uno atraviesa el túnel; los uniformes brillantes que se mueven tras el balón y despliegan extrañas geometrías). Estudio inglés por las tardes y juego basquet o spiro con los cuates entre el fin de las clases normales y el inicio del inglés.
Mi único problema es el dibujo. Mis manos son torpes; tengo severos problemas para captar la perspectiva y muchos más para reproducirla mínimamente. En contra de mis deseos, mi mamá entra al quite. Resulta que en clase hago unas bolitas con rabo, que son manzanas y, de tarea, con la mano de mi mamá hago frutas perfectas, magníficas composiciones de naturaleza muerta.
¿Cómo le hago para que mi mamá me deje sacarme un seis o un siete allí donde lo merezco? ¿Cómo le hago para no ser perfectito? ¿Cómo le hago para no sentirme un inútil allí donde ella pone su santa mano? Mis súplicas no tienen respuesta. Hay que hacer una bonita tarea, aunque todos sepan que no fui yo. Aunque el maestro, que me quiere mucho por las demás materias, prefiera hacerse de la vista gorda.
La crisis de los misiles
En octubre de 1962, se dio la Crisis de los Misiles entre Estados Unidos y la Unión Soviética, por las armas que tenía la URSS en Cuba, y que tuvo al mundo al borde de la guerra nuclear. Yo todo lo que recuerdo es a mis papás encerrándose en su cuarto para oir el radio (alguien dijo que estaban bombardeando La Habana), y una portada de la revista Siempre en la que aparecían Kennedy y Khrushov sobre un trampolín, dispuestos a lanzarse de clavado al fuego infernal.
Hace tres años, pregunté a algunos de mis familiares cómo vivieron esos días.
Cuenta la tía Haydée:
"Fueron días terribles. Todos teníamos miedo de que los americanos nos hicieran polvo en cualquier momento. Todo mundo hablaba de ello. Recuerdo que había grupos de personas en las esquinas de La Habana, que miraban al cielo con el terror reflejado en sus rostros. Si se ponchaba una llanta, yo me ponía a temblar. Mis nervios estaban hechos pedazos.
“Un día un vecino, un locutor de radio, me dijo que se habían llevado a su hijo y al mío a Dios sabe dónde. Me dijo que lo iba a averiguar. Sentí que me moría.
"Los enviaron a un cuartel militar, en un pueblito cerca de La Habana. Fui a las puertas de ese cuartel lleno de soldados y les dije: 'Quiero saber si ustedes tienen a mi hijo. Se llama Alfredo Alzola. Me voy a sentar en esta piedra, y no me voy a mover hasta que me lo muestren'.
“Lo que ellos vieron fue a una madre desesperada, y me lo trajeron. Estaba en su primer año de ingeniería y se lo habían llevado a que ayudara en la construcción de los sistemas de defensa. Me dieron permiso de llevármelo a comer, pero no pude dormir hasta que terminó la crisis y mi hijo regresó”.
Cuenta el primo Alfredo:
"Yo estaba en la escuela y nos convocaron a un mitin en el estadio. Nos pidieron que fuéramos de voluntarios de la Revolución... y asignaron a todos los estudiantes de ingeniería para que ayudáramos en las unidades militares. En aquella época, muchos graduados habían dejado Cuba."
"Yo tenía miedo, pero en esos tiempos la propaganda era muy fuerte y te daba la sensación de que eras parte de la historia".
"Estábamos construyendo plataformas improvisadas para las armas antiaéreas. Nos sentíamos tan pequeñitos y todo parecía muy absurdo, pero en esa época Fidel todavía era muy popular y había que tirar p'alante”.
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