1965
1965 marcó mi entrada en la Liga Pequeña de Beisbol, y el inicio de algo más que un romance con el rey de los deportes. Mi papá me llevó a la Liga Petrolera, cuyo campo estaba en las instalaciones de la refinería de Azcapozalco. Entré junto con Frankie, el hijo de Frank Campos, un ex-pelotero cubano que había jugado con los Senadores de Washington y los Havana Sugar Kings y que le rentaba departamento a mi mamá.
Yo conocía los rudimentos del deporte desde primero de primaria, y había jugado varias cascaritas en la escuela (en una de ellas había recibido tremendo pelotazo en el ojo). Así que no tuve problemas para aprender.
Lo interesante es que la Petro estaba en una zona obrera de la ciudad, y los niños que ahí jugaban eran pobres, en su mayoría. No faltaba quien dejaba a un lado el cajón de bolero antes de entrar a practicar. La mitad, o más, usaban manoplas comunitarias, que estaban en una caja enorme en los vestidores. Yo encajé bastante rápidamente con el grupo, hasta un día de entrenamiento en que llegaron mi mamá y la mamá de Frankie a buscarnos, con sus peinados de salón (esas colmenas gigantes de los años sesenta). “Buscan a Francis Báez… ¿a poco eres tú?... ¿Francis? ¡Ja ja ja!”.
En el sorteo, a mí me incluyeron en el equipo Pericos; a Frankie, en Camellos. Al primer partido, asistieron, además de nuestros familiares, Pepe y Javier Valle. Me pusieron de short stop y cuarto bat. Bateé de 4-4, impulsé tres carreras, me robé una base y en el campo no cometí error. El comentario de Javier Valle fue: “cuando ví que eras cuarto bat, pensé que estaban locos y que te iban a ponchar todas las veces”. Frankie, por su parte, entró de relevo, bateó de 2-1 y mereció un comentario adulador de parte de la revista “Pelota Amateur”: no podía fallar el hijo del big leaguer.
Tengo las placenteras sensaciones de ese primer beisbol todavía en el cerebro. El sonido del viento a través del casco la primera vez que corrí a primera; el de la pelota, cuando deja el pasto, zumba por la grava y llega a mi manopla; el del bat, que se oye diferente cuando le pegaste en la nariz a la bola. El olor mezclado de pasto, tabaco y petróleo (estábamos frente a una fábrica cigarrera), combinado con el sabor de un chicle Tutsi mientras corro a atrapar, de espaldas, un elevado. El dolor gustoso en la palma de la mano cuando el jugador con quien calientas el brazo ya lo tiene avivado. Más que el triunfo o la derrota, había en la Petro una gama sensorial inagotable.
También estaban los estímulos estético-intelectuales. La belleza del diamante, su dibujo (en clases me la pasaba dibujando campos de beis con todas las líneas, desde el círculo de espera hasta la caja de coach), la idea misma del juego: embarcarse en una travesía en la que se requiere esfuerzo y apoyo de tus compañeros para llegar a casa, a home, después de pisar tres bases y cruzar por territorio enemigo. Completar trayectos, cerrar círculos equivalía a anotar.
Y desde la segunda semana, descubrí otra maravilla asociada al beis: las estadísticas. Mis conocimientos de aritmética, y elementales de álgebra –estaba ya en primero de secundaria- me hicieron entender de qué se trataban los porcentajes, a partir de la lectura de una hojita de estadísticas que repartía el compilador oficial. El único que me costó un poquito de trabajo fue el porcentaje de carreras limpias admitidas. Esta relación amistosa –y a veces obsesiva- con la estadística me habría de acompañar toda mi vida.
Se generó así una rutina que recuerdo como deliciosa. Iba a la escuela, a la salida me recogía mi papá, comíamos rápido, me llevaba a la Petro y allí entrenaba; venía por mí y a menudo nos íbamos al parque del Seguro Social a ver el juego. Si no era el caso, yo me quedaba en casa oyendo el partido por la radio, y peloteando en mi cuarto. Así, de lunes a viernes. Los martes compraba las revistas “Hit”, “Super-hit” y “Futbol”. Los sábados y domingos yo tenía partido y más tarde peloteaba.
En el parque de pelota nos sentábamos del lado de la tercera base. Esto quiere decir que le íbamos a los Tigres (el origen de mi tigrismo es que los De Haro, del Patria, se decían dueños de los Diablos y me caían muy mal). Eran los tiempos del Infield del Millón de Pesos: Rubén Esquivias en la primera base, Arnoldo “Kiko” Castro en la segunda, Fernando “El Pulpo” Remes en las paradas cortas y Armando Murillo en la tercera. Los tiempos de las grandes actuaciones de los abridores Vicente “Huevo” Romo, Arturo Cacheux y José “Peluche” Peña, el relevista de bola submarina Enrique Castillo. Los tiempos en que Manuel “Estrellita” Ponce cuidaba la pradera central de los Tigres y –cuenta la leyenda- sabía por el sonido del batazo adonde iba la bola y corría hacia allá sin verla. Los tiempos del gran Gregorio Luque, el hombre que ordenaba en caos, en la receptoría. Tiempos de bicampeonato y de grandes venganzas contra los odiados Diablos.
Odiados, pero también admirados. Era maravillosamente terrible tener como enemigos a Ramón “El Diablo” Montoya, su pimienta, su oportunismo y su gran fildeo; al desesperante Ramón “Trespatines” Arano, que parecía tomarse horas entre strike y strike, a Roberto “El Zurdo” Ortiz, que solía tener al equipo rival comiendo de su mano, a toleteros como Becerril Fernández o Al Pinkston. Además, estaban las estrellas de otros equipos, como el grandioso Héctor Espino o El Petacas Simpson, a quienes vi botar la pelota a la calle. Vi a lanzadores como Andrés Ayón, Miguel Sotelo, Horacio “El Ejote” Piña y Francisco Maytorena. Las manos prodigiosas de Jorge Fitch y Roberto Méndez. Las hazañas de receptores extraordinarios, que además eran unos personajazos, como Eldrod Hendricks, Pilo Gaspar y el gran Musulungo Herrera.
Todo eso, aderezado con los mejores tacos de cochinita pibil del mundo, uno que otro huevo duro con sal, harta Pepsi Cola y anécdotas simpáticas (el aficionado que se le pasó gritando “¡Musulungo, eres un burro!”, hasta que el negrazo pegó un cuadrangular y se detuvo a medio camino de su trote entre tercera y jom, para quitarse el casco frente al aficionado jodelón. Entonces el aficionado se levantó, cerveza en mano, para gritar a todo pulmón: “¡Musulungo, eres mi padre!”).
Cuando me quedaba las noches en casa, tenía un oído al radio y el resto de mis sentidos puestos en un jueguito que me inventé para mejorar mi fildeo, una especie de pepper game. Lanzaba una bola de esponja contra una pared, según en qué parte de la pared pegara y el tipo de rebote, era una rola al cuadro, un elevado o un posible ponche al atraparla; y según cómo no la atrapara podría ser un hit, un extrabase o un error. Anotaba cada jugada y, así, desarrollé campeonatos en los cuales cada estadística era rigurosamente seguida. Si en aquellos años hubiera tenido una computadora, habría estado muy cerca del paraíso. Esta historia de los campeonatos inventados –que de alguna forma he perseguido siempre- tuvo un correlato interesante, sobre el que volveré, en un artículo que publiqué en 1984, “Beisbol, estadística y economía”.
Si el partido se suspendía por lluvia, entonces escuchaba la música. La estación que transmitía el beis era tropicalosa. Así conocí, bastante bien, a la Sonora Santanera, a la Matancera, a Mike Laure y a otros pre-salseros de moda.
En la liga, me iba bien. Era de los bateadores más consistentes –hiterillo, pasé de cuarto a tercer bat- y en el short era impasable. Eso se lo debo, en parte, a mi papá, porque algunas tardes de sábado o domingo, me roleteaba en el patio de la casa, que estaba lleno de hoyos, lo que desarrolló mucho mis reflejos. Así, en los partidos, apenas salía la pelota del bat, yo corría sin pensar hacia donde iba, la atrapaba y sacaba el out.
Me escogieron en el equipo menor de la Liga Petrolera y jugamos el torneo capitalino en las instalaciones de la Olmeca (donde ahora está la librería Gandhi de Tasqueña). Era la época en la que pasaban los partidos de Liga Pequeña por TV. Mi cumpleaños número 11 fue festejado en la Liga (con el consabido artículo de “Pelota Amateur”). También fui a Coatzacoalcos, con el equipo grande, al campeonato nacional. Pero no jugué con ellos, sino hasta otro campeonato local en la Tarango –donde di un toque de bola que hizo historia- y en la eliminatoria contra Nicaragua (entré de emergente y me poncharon). También me poncharon una vez contra la Liga Azteca, en una vez al bat en la que mi papá gritaba “¡Péguele campeón! ¡Queremos un hit campeón! ¡A una se le pega, campeón!”. En recuerdo de ese ponche mis compañeros me pusieron “El Campeón”. Era una manera de pertenecer. De casi ningún compañero recuerdo el nombre, pero sí que eran “El Nanis”, “El Chero”, “El Corajitos”, “El Faramalla”, ”El Chino”, “El Cenizo”, “El Conejo”, “El Toro”, “El Rostros”, “El Dumbo” y “El Cantarranas”, entre otros.
Hacia fines de ese año –porque nuestra liga no descansaba- un cuate del que sí recuerdo el nombre, Juan Fragoso, me estuvo provocando una vez que fui al bat y el cachaba. Por “niño popis”. Me di cuenta de que si quería mantener el respeto del grupo, le tenía que partir la madre. Después del partido, en los vestidores que estaban debajo de las gradas, le pedí que repitiera lo que me dijo en la caja de bateo. Lo hizo. “Pues entonces te voy a tener que partir la madre”, le dije. El, sin empacho, se puso un boxer hechizo en el puño derecho. Empezamos a boxear. Fue hasta que sentí que el metal del boxer rozaba mi coronilla que de verdad me encabroné. Agarré a Fragoso a puñetazos y patadas contra la reja, hasta que me cansé de pegarle. Extrañamente, aun cuando estaba enconchado, aquel muchacho que vivía en una casucha enfrente de la Liga, no se rendía. Dos veces le pregunté si había tenido lo suficiente. Nunca me respondió. Tuve que ser yo quien se alejara.
Con “El Chero” y “El Toro” aprendí a alburear (entender que lo correcto era dar la leche y recibir la caca me costó algo de trabajo). Con todos los compañeros, a lanzar gargajos a grandes distancias. Mi papá decía: “En vez de que tú les enseñes a ellos, ellos te enseñan a ti”. ¿Qué quería? Me cae.
El equipo de la Petro. De pie: ¿Rodríguez?, El Corajitos, Saldaña, El Chino,
El Toro, El Chero, El Timo; en cunclillas: ¿?, Juan Fragoso, El Dumbo,
Yo, El Pato, La Muñeca, El Puyín, El Rostros.
El señor de corbata atrás de nosotros es mi papá.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario