Esto viene de una plática que tuve ayer con Taide, quien releyó Pedro Páramo.
Dice ella que algo nuevo que entendió de la novela es que no se juzga a una persona hasta que está muerta. Es lo que sucede en Comala. Todos están muertos, por eso todos son capaces de juzgar cabalmente a los demás habitantes del pueblo.
Eso tiene mucho de verdad. Es más, como que hay que dejarlos descansar un poco para poder juzgarlos a cabalidad. Como que tiene uno que digerir varias cosas -entre otras, la muerte de la persona- para llegar a conclusiones. En ese sentido, no acabo de digerir, a casi cuatro meses de su fallecimiento, la muerte de Carlos Márquez. No sé cómo juzgarlo. Tal vez las circunstancias.
Cuando murió Pablo Pascual, me costó un tiempo apreciarlo en toda su riqueza y también perdonarle sus impertinencias. En cambio, por ejemplo, a la muerte de Julián Tonda, mi reacción inmediata fue -tras el enojo y la impotencia ante ese hecho- que de Julián sólo se podían decir y pensar cosas buenas.
Y todo este asunto combina con el rollo autobiográfico (mis biopics). Es la tercera vez que hago un ejercicio de este tipo, y me resulta interesante constatar que cosas que yo consideraba interesantes e importantes a los 19, perdieron peso a los 29 y son polvo de olvido a los 50. Algunas otras primero ganaron importancia, y luego la perdieron. Algunas se presentan hoy como revelaciones. Otras más siguen como leit motiv. Nunca han dejado de estar muy presentes.
Esto apuntala la teoría de la muerte como requisito de juicio (de juicio final). En la medida en que estamos vivos, somos seres dinámicos. Nuestras prioridades cambian. También cambia (y esto es lo mágico) nuestro pasado. Nuestras vidas pueden ser contadas por múltiples personajes, como en la película Rashomon. Pero esos múltiples personajes podemos ser nosotros mismos, en diferentes épocas y circunstancias personales.
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