Este es un cuento que escribí hace 40 años. Corría 1984 o 1985.
-A la memoria de José Carlos Becerra
Hasta antes de que me sucediera lo que les voy
a contar, yo tenía toda una teoría acerca de las arrugas. Las arrugas, decía
yo, son la petrificación de una sola mueca, que a través de los años avanza
precisa, segura, delineando sin indulgencia las miserias y obsesiones de su
poseedor. Una persona emplea toda su vida construyendo esta complicadísima
mueca, en contorsionar su rostro original, hasta lograr, si el tiempo le
alcanza, expresar sus contradicciones en una vistosa, elaborada cara de
anciano. Tal vez por eso, en mi adolescencia tendía a atribuir la fealdad de
los poderosos a su miedo de que alguien los pudiera sorprender por dentro,
pudiera asomarse a su malignidad. Ahora sé que las cosas están peor de lo que
imaginaba. No he quedado desfigurado por accidente alguno (eso pienso): es más,
soy de las personas a las que ustedes se acercarían si, por ejemplo, un
familiar suyo se desmayara en el Metro; pero sin duda preferiría que no lo
hicieran.
De pequeño, me gustaba ir a casa de la abuela
del chato Jeremías, mi vecino y compañero de juegos. En realidad, se trataba de
la carcasa de lo que una vez fue una hacienda cerca de San Juan del Río. En ese
lugar se escuchaban palabras con sabor a viejo: ajorca, entrepaño, alamud. Yo
por eso escuchaba siempre con atención, aunque posiblemente se haya debido a
que, en el campo, al abrirse un panorama más amplio para mis sentidos, éstos
trabajaban con mayor capacidad, y las imágenes quedaban más fijamente
impregnadas en mí. Recuerdo que, llegada la tarde, ahíto el paladar del sabor
para mí extraño de los dulces hechos en casa, solíamos pasear por los campos
cultivados, y enfangarnos pies y manos. Yo lamentaba que junto a esas tierras
no pasara alguna carretera y, por tanto, que ningún niño de ciudad, desde el
coche de sus padres, nos confundiera con trabajadores niños campesinos.
Hace un tiempo me encontré con el chato
Jeremías, ingeniero y casado, con bigote y calvicie precoz. Me invitó a pasar
un fin de semana en la que había sido casa de su abuela, pare que recordara
viejos aires y descansara del trajín cotidiano. El Chato había reacondicionado
la semidestruida casona y dedicaba parte de su tiempo a hacer rentables las
tierras que le habían dejado. Fui de buena gana, aunque pronto me di cuenta de
que el Chato y yo teníamos muy poco de qué hablar. Jeremías utilizaba el
recurso de contar mil y una anécdotas de la infancia para evitar la posibilidad
de que nos viéramos frente a frente sin reconocernos. Su esposa se mostró muy
amable, y luego de la cena nos trajo coñac y cigarros. Yo pensaba en lo mucho
que habían cambiado las cosas. Las paredes no tenían cuarteadoras, Jeremías ya
no hacía rabietas y había engordado, en el peinado de su esposa se adivinaba un
leve toque de salón de belleza, la casa no olía a polvorones con miel, Qué
cortas debieron ser la adolescencia y la juventud de Jeremías.
Nos quedamos en silencio, con la mano
correctamente colocada en la copa de coñac, demasiado conscientes, al cabo, de
ese silencio. Luego de un rato, Jeremías avisó que ya iba a dormirse, y se fue
a la recámara. Quedé entonces solo, pensando en mi infancia y en las nuevas
responsabilidades del Chato. Serví más coñac en la copa y me apoltroné como si
fuera un rico hacendado de principios de siglo, con lentos movimientos acercaba
el tabaco a mi boca y pronunciaba palabras que yo quería tan arcaicas y esplendorosas
como las que escuché de niño. La noche empezaba a refrescar, así que decidí
encender la chimenea. Lentamente recogía la leña, sintiéndome un curtido hombre
de campo, y me inventaba frases señoriales como “páguele al acequiero lo de su
raya”.
Luego de hacer el fuego, me incorporé y vi, en
el gastado espejo que estaba sobre la chimenea, una figura estirada,
ciertamente parecida a mí, pero que no era yo. Me miraba fijamente, con
altivez, y vestía una levita tiesa y ajustada. Cuando me di cuenta de que la
imagen obedecía estrictamente a mis movimientos y que mi ya temerosa sonrisa se
traducía en el espejo en una mueca atroz. Corrí a despertar a Jeremías.
-Era tu cara, tomaste mucho, mejor vete a
dormir –me dijo.
De camino a mi recámara me atreví a mirar de
nuevo al espejo; descubrí al otro lado a un muchacho pálido, nervioso y vestido
como yo. Tampoco me pude reconocer bien a bien en esa persona.
Días después de esa experiencia con los
espejos, tomé un tren para Guadalajara. Luego de cenar fui al carro mirador
que, de noche, sirve más bien para mirar a los otros pasajeros y para hacerse a
la idea –difícil cuando es boleto de camerino- de que se viaja en grupo. Pedí
un refresco y me entretuve en observar a las otras personas, para hundirme más
tarde en el repaso del periódico de la mañana. A los pocos minutos vi que junto
a mí estaba una mujer. Me pareció joven y agradable, me gustó su estilo elegante
y sencillo a la vez, y me gustó también la manera directa como me miraba. Le
dirigí una mirada sonriente y decidí pasar frente a ella como una persona seria
y reservada. Leí de nuevo la sección de culturales y –ostensiblemente- los
artículos editoriales. Luego, de manera muy galante, le pregunté si no deseaba
un refresco o un trago (utilizando la palabreja “trago”). Aceptó lo primero y
nos pusimos a conversar, aunque a mí me dio por ser parco para sentirme más
interesante. Tenía yo la sensación de que ella se sentía atraída, tan de
movimientos pausados y graciosos como era, por un hombre con ciertas
características de firmeza y formalidad. Mantuve discreción sobre mi pasado, no
porque hubiera algo que esconder, sino precisamente porque esa discreción me dotaba,
ante sus ojos, de un encanto extra. Así debió de haber sido, porque después me
descubría acompañándola a su camerino, cosa que jamás me había sucedido en un
tren.
Cuando llegamos me encontré con una mala
sorpresa. Sobre el lavabo del camerino, el espejo devolvía una imagen extraña.
Una serie de surcos desconocidos cubrían mi cara, sustituyendo a los míos. Esta
ocasión definitivamente no se trataba de mí, sino de alguien bastante mayor de
mis treinta años, con mucha vida atrás, tal vez con ese pasado que nunca le
conté a la mujer que ahora rozaba mis caderas con su mano tibia y bien formada.
Me lavé la cara, y al reiterar el espejo la seria y apacible (pero vivida) imagen
de la persona a la que yo estaba jugando a ser, tuve la tentación de salirme y
no regresar, pero pudo más la sonrisa de la mujer.
Hicimos el amor de manera apasionada, pero
poco lúdica. Di a mis movimientos precisión y suavidad, pero mi arrebato no
podía decidirse entre ser un arma de olvido contra la figura del espejo o una
imitación involuntaria de aquel acaso me robaba el alma en esos momentos. Me vi
sereno y experimentado, tal vez poco amoroso, y si acaso ella adivinó una
chispa en mis ojos al encenderle su cigarro, ésta era demasiado consciente. El
ritmo del tren y el cuerpo tibio de la mujer alrededor del mío no fueron suficientes
para alejar de mí la brutal idea de que las caricias que sentí delineaban el
cuerpo de otra persona.
La serie de conferencias que di en Guadalajara
sobre Hegel pareció, por un tiempo, el refugio que necesitaba. Las noches en el
hotel me envolvía, en calmada soledad, en el repaso de los conceptos y, más que
en Hegel, en mi encanto de estudioso. Mi manera de fumar lo demostraba. No
quise regir a los espejos de la habitación por temor a alimentar una fobia que
se iba apoderando de mí, acercándose por lentos meandros a la desembocadura de
mi ser. A ratos los miraba y sonreía con satisfacción al ver el rostro seguro e
inteligente de un intelectual no demasiado severo consigo mismo: ése, sin duda,
era yo, qué alivio.
Así, al enfrentarme al auditorio, me sentía
dueño de la situación. Era capaz, entonces, de armar frases consonantes, de
bordar la conferencia, buscándole la musicalidad al abstracto tema: “ya hay
dialéctica en los anales doxológicos de Heráclito de Éfeso” podía sonar como
“en noche lóbrega galán incógnito las calles céntricas atravesó”, y para el
caso era lo mismo, la mayor parte del público asistía para enriquecer su
currículum cultural, no para explicarse la lógica del amo y el esclavo. La
profusión de esdrújulas servía como mantra. La última sesión, el broche de oro,
fue más un recital que una conferencia: las palabras brotaban a cántaros para
defender a Hegel de su condena histórica de reaccionario incorregible, pero no
brotaban de mí, con mi historia, mis fantasías y mis enormes, escondidas ganas
de regresarme a casa, ni de la idea absoluta de la Historia con mayúscula.
Salían de la boca de un intelectual de saco raído onda mitteleuropea, que tenía
mi nombre y apellido, mi tono de voz, mis ademanes, pero que tenía mucha más fuerza
que yo, más seguridad en lo que decía y un odioso dejo de cinismo que tal vez
fui el único en percibir.
Como era de esperarse, en la comida que siguió
a la última conferencia, tanto mis anfitriones del Instituto como yo nos
pasamos de copas. Incoherentes con nuestros personajes académicos, nos fuimos
al futbol a ver si el Atlas seguía sin anotar. Me desgañité gritando y dormí
como un bendito.
En el camino de regreso una imagen me asoló,
complicándome la cruda: un castillo antiguo, vacío, oscuro, en el que se oyen
ruidos de fusilamientos. No me quise desesperar y se lo cargué a mi cansancio:
la serie de pesadillas culminaría con mi llegada a México y con un buen sueño.
El castillo se desmoronaba poco a poco, pero su presencia y los disparos se
mantenían.
Al llegar, la ciudad me pareció irreal: algo
había sucedido, pero no era fácil explicárselo. Me entró el miedo y tuve, por
un segundo, la tentación de comprar una máscara de Blue Demon para salir
tranquilo de la estación. Pensé, al fin que, si yo había cambiado tanto como
para ver a la ciudad con otros ojos, el improbable amigo que me encontrara no
sabría que era yo; que si la gente me miraba con desconfianza era porque yo la
emanaba; que todo se arreglaría en pocos minutos. Deseé ardientemente encontrar
a lo lejos un conocido no muy íntimo que agitara los brazos para saludarme y
recongraciarme con el mundo. Caminé entre extraños hasta un sitio de taxis.
La llave era la misma, el departamento apenas
olía a encerrado. Decidí que lo más cuerdo era tomar un baño. No hay nada como
darse un baño en la propia casa: el ritmo de salida y la temperatura del agua
protegen verdaderamente; el estropajo y el shampoo, viejos amigos, le dan a uno
la agradable sensación de sentirse fuerte para enfrentar lo que venga, así sea
la propia imagen.
Seco y abrigado, me dispuse a quitarle el vaho
al espejo, quizá con más confianza que la merecida. Y en el medio del silencia
estaba yo, en bata, con la barba un poco crecida, mirándome fijamente,
esperando saber si mi piel me estaba vedada, rozando mi rostro con los dedos,
rozando el espejo con los dedos sin atreverme a romperlo. Para mi horror,
descubrí que había que poner las manos donde los guantes quisieran, poner el
rostro donde la máscara y empezar la delicada tarea de despellejarla para poder
respirar tranquilo, sin que la muerte salga confundida con el aliento, para
tener un rostro.
Y así, durante la noche, violé los sellos, y
sin reacciones viscerales, tratando de soportar el espanto, fui desprendiendo
una tras otra de las capas que, finamente superpuestas, se habían adueñado de
mi sangre y de mis sentidos. A ritmo de fantasmas fui separándolas,
diseccionándolas con el bisturí de mis recuerdos, a pesar del agotamiento,
hasta llegar adonde no parecía haber retorno.
Me detuve frente al espejo otra vez, ya al
borde del delirio. Si alguna vez anhelé ser aquello que miraba, ahora esa
imagen me hacía señas desde una lejanía que nunca pude mensurar cabalmente.
Comprendí que todo me había fallado, pero no tuve valor para romper el espejo,
tenía miedo de ser sólo una de sus astillas, de ser la frontera desierta.
Arranqué, desesperado, a grandes trozos, las partes que quedaban, hasta
comprobar que yo no tenía rostro: en el lugar de la cara se sospechaba, como en
un espejismo, un castillo antiguo, vacío, oscuro, en el que se oyen ruidos de
fusilamientos.