jueves, febrero 13, 2025

El castillo vacío


Este es un cuento que escribí hace 40 años. Corría 1984 o 1985.

 

-A la memoria de José Carlos Becerra

Hasta antes de que me sucediera lo que les voy a contar, yo tenía toda una teoría acerca de las arrugas. Las arrugas, decía yo, son la petrificación de una sola mueca, que a través de los años avanza precisa, segura, delineando sin indulgencia las miserias y obsesiones de su poseedor. Una persona emplea toda su vida construyendo esta complicadísima mueca, en contorsionar su rostro original, hasta lograr, si el tiempo le alcanza, expresar sus contradicciones en una vistosa, elaborada cara de anciano. Tal vez por eso, en mi adolescencia tendía a atribuir la fealdad de los poderosos a su miedo de que alguien los pudiera sorprender por dentro, pudiera asomarse a su malignidad. Ahora sé que las cosas están peor de lo que imaginaba. No he quedado desfigurado por accidente alguno (eso pienso): es más, soy de las personas a las que ustedes se acercarían si, por ejemplo, un familiar suyo se desmayara en el Metro; pero sin duda preferiría que no lo hicieran.

De pequeño, me gustaba ir a casa de la abuela del chato Jeremías, mi vecino y compañero de juegos. En realidad, se trataba de la carcasa de lo que una vez fue una hacienda cerca de San Juan del Río. En ese lugar se escuchaban palabras con sabor a viejo: ajorca, entrepaño, alamud. Yo por eso escuchaba siempre con atención, aunque posiblemente se haya debido a que, en el campo, al abrirse un panorama más amplio para mis sentidos, éstos trabajaban con mayor capacidad, y las imágenes quedaban más fijamente impregnadas en mí. Recuerdo que, llegada la tarde, ahíto el paladar del sabor para mí extraño de los dulces hechos en casa, solíamos pasear por los campos cultivados, y enfangarnos pies y manos. Yo lamentaba que junto a esas tierras no pasara alguna carretera y, por tanto, que ningún niño de ciudad, desde el coche de sus padres, nos confundiera con trabajadores niños campesinos.

Hace un tiempo me encontré con el chato Jeremías, ingeniero y casado, con bigote y calvicie precoz. Me invitó a pasar un fin de semana en la que había sido casa de su abuela, pare que recordara viejos aires y descansara del trajín cotidiano. El Chato había reacondicionado la semidestruida casona y dedicaba parte de su tiempo a hacer rentables las tierras que le habían dejado. Fui de buena gana, aunque pronto me di cuenta de que el Chato y yo teníamos muy poco de qué hablar. Jeremías utilizaba el recurso de contar mil y una anécdotas de la infancia para evitar la posibilidad de que nos viéramos frente a frente sin reconocernos. Su esposa se mostró muy amable, y luego de la cena nos trajo coñac y cigarros. Yo pensaba en lo mucho que habían cambiado las cosas. Las paredes no tenían cuarteadoras, Jeremías ya no hacía rabietas y había engordado, en el peinado de su esposa se adivinaba un leve toque de salón de belleza, la casa no olía a polvorones con miel, Qué cortas debieron ser la adolescencia y la juventud de Jeremías.

Nos quedamos en silencio, con la mano correctamente colocada en la copa de coñac, demasiado conscientes, al cabo, de ese silencio. Luego de un rato, Jeremías avisó que ya iba a dormirse, y se fue a la recámara. Quedé entonces solo, pensando en mi infancia y en las nuevas responsabilidades del Chato. Serví más coñac en la copa y me apoltroné como si fuera un rico hacendado de principios de siglo, con lentos movimientos acercaba el tabaco a mi boca y pronunciaba palabras que yo quería tan arcaicas y esplendorosas como las que escuché de niño. La noche empezaba a refrescar, así que decidí encender la chimenea. Lentamente recogía la leña, sintiéndome un curtido hombre de campo, y me inventaba frases señoriales como “páguele al acequiero lo de su raya”.

Luego de hacer el fuego, me incorporé y vi, en el gastado espejo que estaba sobre la chimenea, una figura estirada, ciertamente parecida a mí, pero que no era yo. Me miraba fijamente, con altivez, y vestía una levita tiesa y ajustada. Cuando me di cuenta de que la imagen obedecía estrictamente a mis movimientos y que mi ya temerosa sonrisa se traducía en el espejo en una mueca atroz. Corrí a despertar a Jeremías.

-Era tu cara, tomaste mucho, mejor vete a dormir –me dijo.

De camino a mi recámara me atreví a mirar de nuevo al espejo; descubrí al otro lado a un muchacho pálido, nervioso y vestido como yo. Tampoco me pude reconocer bien a bien en esa persona.

Días después de esa experiencia con los espejos, tomé un tren para Guadalajara. Luego de cenar fui al carro mirador que, de noche, sirve más bien para mirar a los otros pasajeros y para hacerse a la idea –difícil cuando es boleto de camerino- de que se viaja en grupo. Pedí un refresco y me entretuve en observar a las otras personas, para hundirme más tarde en el repaso del periódico de la mañana. A los pocos minutos vi que junto a mí estaba una mujer. Me pareció joven y agradable, me gustó su estilo elegante y sencillo a la vez, y me gustó también la manera directa como me miraba. Le dirigí una mirada sonriente y decidí pasar frente a ella como una persona seria y reservada. Leí de nuevo la sección de culturales y –ostensiblemente- los artículos editoriales. Luego, de manera muy galante, le pregunté si no deseaba un refresco o un trago (utilizando la palabreja “trago”). Aceptó lo primero y nos pusimos a conversar, aunque a mí me dio por ser parco para sentirme más interesante. Tenía yo la sensación de que ella se sentía atraída, tan de movimientos pausados y graciosos como era, por un hombre con ciertas características de firmeza y formalidad. Mantuve discreción sobre mi pasado, no porque hubiera algo que esconder, sino precisamente porque esa discreción me dotaba, ante sus ojos, de un encanto extra. Así debió de haber sido, porque después me descubría acompañándola a su camerino, cosa que jamás me había sucedido en un tren.

Cuando llegamos me encontré con una mala sorpresa. Sobre el lavabo del camerino, el espejo devolvía una imagen extraña. Una serie de surcos desconocidos cubrían mi cara, sustituyendo a los míos. Esta ocasión definitivamente no se trataba de mí, sino de alguien bastante mayor de mis treinta años, con mucha vida atrás, tal vez con ese pasado que nunca le conté a la mujer que ahora rozaba mis caderas con su mano tibia y bien formada. Me lavé la cara, y al reiterar el espejo la seria y apacible (pero vivida) imagen de la persona a la que yo estaba jugando a ser, tuve la tentación de salirme y no regresar, pero pudo más la sonrisa de la mujer.

Hicimos el amor de manera apasionada, pero poco lúdica. Di a mis movimientos precisión y suavidad, pero mi arrebato no podía decidirse entre ser un arma de olvido contra la figura del espejo o una imitación involuntaria de aquel acaso me robaba el alma en esos momentos. Me vi sereno y experimentado, tal vez poco amoroso, y si acaso ella adivinó una chispa en mis ojos al encenderle su cigarro, ésta era demasiado consciente. El ritmo del tren y el cuerpo tibio de la mujer alrededor del mío no fueron suficientes para alejar de mí la brutal idea de que las caricias que sentí delineaban el cuerpo de otra persona.

La serie de conferencias que di en Guadalajara sobre Hegel pareció, por un tiempo, el refugio que necesitaba. Las noches en el hotel me envolvía, en calmada soledad, en el repaso de los conceptos y, más que en Hegel, en mi encanto de estudioso. Mi manera de fumar lo demostraba. No quise regir a los espejos de la habitación por temor a alimentar una fobia que se iba apoderando de mí, acercándose por lentos meandros a la desembocadura de mi ser. A ratos los miraba y sonreía con satisfacción al ver el rostro seguro e inteligente de un intelectual no demasiado severo consigo mismo: ése, sin duda, era yo, qué alivio.

Así, al enfrentarme al auditorio, me sentía dueño de la situación. Era capaz, entonces, de armar frases consonantes, de bordar la conferencia, buscándole la musicalidad al abstracto tema: “ya hay dialéctica en los anales doxológicos de Heráclito de Éfeso” podía sonar como “en noche lóbrega galán incógnito las calles céntricas atravesó”, y para el caso era lo mismo, la mayor parte del público asistía para enriquecer su currículum cultural, no para explicarse la lógica del amo y el esclavo. La profusión de esdrújulas servía como mantra. La última sesión, el broche de oro, fue más un recital que una conferencia: las palabras brotaban a cántaros para defender a Hegel de su condena histórica de reaccionario incorregible, pero no brotaban de mí, con mi historia, mis fantasías y mis enormes, escondidas ganas de regresarme a casa, ni de la idea absoluta de la Historia con mayúscula. Salían de la boca de un intelectual de saco raído onda mitteleuropea, que tenía mi nombre y apellido, mi tono de voz, mis ademanes, pero que tenía mucha más fuerza que yo, más seguridad en lo que decía y un odioso dejo de cinismo que tal vez fui el único en percibir.

Como era de esperarse, en la comida que siguió a la última conferencia, tanto mis anfitriones del Instituto como yo nos pasamos de copas. Incoherentes con nuestros personajes académicos, nos fuimos al futbol a ver si el Atlas seguía sin anotar. Me desgañité gritando y dormí como un bendito.

En el camino de regreso una imagen me asoló, complicándome la cruda: un castillo antiguo, vacío, oscuro, en el que se oyen ruidos de fusilamientos. No me quise desesperar y se lo cargué a mi cansancio: la serie de pesadillas culminaría con mi llegada a México y con un buen sueño. El castillo se desmoronaba poco a poco, pero su presencia y los disparos se mantenían.

Al llegar, la ciudad me pareció irreal: algo había sucedido, pero no era fácil explicárselo. Me entró el miedo y tuve, por un segundo, la tentación de comprar una máscara de Blue Demon para salir tranquilo de la estación. Pensé, al fin que, si yo había cambiado tanto como para ver a la ciudad con otros ojos, el improbable amigo que me encontrara no sabría que era yo; que si la gente me miraba con desconfianza era porque yo la emanaba; que todo se arreglaría en pocos minutos. Deseé ardientemente encontrar a lo lejos un conocido no muy íntimo que agitara los brazos para saludarme y recongraciarme con el mundo. Caminé entre extraños hasta un sitio de taxis.

La llave era la misma, el departamento apenas olía a encerrado. Decidí que lo más cuerdo era tomar un baño. No hay nada como darse un baño en la propia casa: el ritmo de salida y la temperatura del agua protegen verdaderamente; el estropajo y el shampoo, viejos amigos, le dan a uno la agradable sensación de sentirse fuerte para enfrentar lo que venga, así sea la propia imagen.

Seco y abrigado, me dispuse a quitarle el vaho al espejo, quizá con más confianza que la merecida. Y en el medio del silencia estaba yo, en bata, con la barba un poco crecida, mirándome fijamente, esperando saber si mi piel me estaba vedada, rozando mi rostro con los dedos, rozando el espejo con los dedos sin atreverme a romperlo. Para mi horror, descubrí que había que poner las manos donde los guantes quisieran, poner el rostro donde la máscara y empezar la delicada tarea de despellejarla para poder respirar tranquilo, sin que la muerte salga confundida con el aliento, para tener un rostro.

Y así, durante la noche, violé los sellos, y sin reacciones viscerales, tratando de soportar el espanto, fui desprendiendo una tras otra de las capas que, finamente superpuestas, se habían adueñado de mi sangre y de mis sentidos. A ritmo de fantasmas fui separándolas, diseccionándolas con el bisturí de mis recuerdos, a pesar del agotamiento, hasta llegar adonde no parecía haber retorno.

Me detuve frente al espejo otra vez, ya al borde del delirio. Si alguna vez anhelé ser aquello que miraba, ahora esa imagen me hacía señas desde una lejanía que nunca pude mensurar cabalmente. Comprendí que todo me había fallado, pero no tuve valor para romper el espejo, tenía miedo de ser sólo una de sus astillas, de ser la frontera desierta. Arranqué, desesperado, a grandes trozos, las partes que quedaban, hasta comprobar que yo no tenía rostro: en el lugar de la cara se sospechaba, como en un espejismo, un castillo antiguo, vacío, oscuro, en el que se oyen ruidos de fusilamientos.


lunes, enero 27, 2025

Trump y la Nueva Era Chapada en Oro

 



Donald Trump ha tomado posesión, de nuevo, como presidente de Estados Unidos y ha vuelto a anunciar todo lo que prometió. Su regreso al poder es muestra de la crisis profunda de las democracias liberales y reiteración de que, a nivel mundial, estamos ante una ola de nacionalismo antidemocrático.

Trump promete el regreso a una “era dorada” para Estados Unidos. Juega con ello con los sueños de grandeza que maman los estadunidenses desde pequeños en la escuela, que cotidianamente se repite en los medios y que es parte fundamental de la cultura de nuestros vecinos del norte. Para ello, como antes lo hizo, promete fortaleza militar, políticas proteccionistas “para proteger el empleo de los americanos”, aislacionismo nativista antiinmigrante y crecimiento económico. Como antes, expresa desconfianza no sólo ante sus rivales geopolíticos, sino también hacia los aliados históricos de Estados Unidos. Y ahora agrega deseos de expansión territorial.

El mensaje para los ciudadanos de su país es que serán parte de la nación más poderosa de la historia, y que se mantendrán los valores tradicionales que hicieron grande, años ha, a Estados Unidos. Esa es su idea de “era dorada”.

En realidad, lo que propone Trump es una suerte de regreso a la Gilded Age, la Era Chapada en Oro, que es como se denomina al periodo ocurrido entre las últimas décadas del siglo XIX y principios del siglo XX. La característica fundamental de esa época fue de crecimiento económico sin regulación alguna, acompañado por grandísimas desigualdades económicas y sociales, en la que la concentración de la riqueza y el poder fue enorme: la época de los monopolios, de los trusts.

Una parte importante del proyecto trumpista -ya expresada en algunas de sus primeras decisiones, como las referentes a energía- consiste en limar o acabar con las regulaciones que constriñen la lógica pura del capital. Regresar a la época anterior a la crisis financiera de 2008 (que detonó precisamente por la falta de regulación) e ir más allá. Para ello ha forjado una alianza con los multimillonarios de las nuevas tecnologías, que son los nuevos grandes capitanes de industria. Tiene trabajando con él a quienes encabezan la lista de hombres más ricos del mundo. Busca, como bien escribió en estas páginas Ricardo Becerra, la utopía de los ultracapitalistas.

En principio, el problema para establecer una nueva Gilded Age es evitar una rebelión de las mayorías que trabajan cada vez más para obtener lo mismo, mientras que un grupo pequeñísimo se hace de la mayor parte de la riqueza. Para eso siempre ha servido la ideología. Pero, por encima de ella, sirve la propaganda y la expansión de posverdades y teorías falsas. Y, si, supuestamente en defensa de la libertad de expresión, se da rienda suelta (en realidad, manejada) a toda suerte de desinformación, habrá mejor manera de acallar a quienes, con datos, afirman que el rey está desnudo (para luego perseguirlos, posiblemente).  Para eso son útiles las nuevas tecnologías. Por lo pronto, Trump ha decretado el “fin de la censura gubernamental”, que se traduce en que las redes sociales harán lo que quieran (más sus dueños que sus usuarios). La victoria final del Tonto del Pueblo, diría Umberto Eco; sólo que el tonto del pueblo es una marioneta del rico del pueblo.

Pero lo cierto es que la Era Chapada en Oro terminó, y no bien, con la Primera Guerra Mundial, la Revolución Bolchevique y el gran desorden de entreguerras. Esta, si se logra asentar, terminará con fuerza similar, aunque no sabemos de qué manera.

En el caso de la relación con México hay varias amenazas. Enumero las tres más importantes de menor a mayor, según mi criterio.

Por un lado, están los aranceles, que Trump ha usado como amenaza arrojadiza ante cualquier pretexto. La existencia del T-MEC, por una parte; y el hecho de que a Trump le importa mucho el comportamiento de Wall Street, por la otra, hacen improbable que -al menos en el corto plazo- el mandatario estadunidense se lance en serio sobre esa ruta. Habrá, sin duda, escarceos, pero es de esperarse que la parte mexicana pueda sortear los problemas.

Más relevante es la declaratoria de los cárteles del narcotráfico como organizaciones terroristas. Es una manera de presionar al gobierno de Claudia Sheinbaum para que México deje, de una vez por todas, de consecuentar a los grupos de la delincuencia organizada, que vivieron años muy buenos el pasado sexenio. El peligro es que esas presiones se traduzcan en intervencionismo directo, que es lo que es necesario evitar. La nueva administración está dando muestras aparentes de tomarse más en serio la amenaza social que representan los cárteles para la vida del país. Ahí puede y debe haber un empate de intereses: la clave es no ceder en materia de soberanía (y parece que Sheinbaum está dispuesta a no hacerlo).

Lo más preocupante en el corto plazo es el tema migratorio. Entre otras cosas, porque no se sabe bien a bien el tamaño del ramalazo. Es imposible que se cumpla la promesa de Trump de expulsar a todos los indocumentados, tanto por razones de logística como de necesidades de la economía estadunidense, pero es muy posible que exista una política más activa de persecución y deportación, que genere presiones serias en nuestra frontera norte (y que, de paso, sirva para disminuir los ingresos de los paisanos sin documentos y, por lo tanto, las remesas). Puede haber crisis humanitarias coyunturales, y el gobierno, aunque ya ha tomado cartas en el asunto, tiene que ser muy activo en la defensa de los derechos de los mexicanos en EU.

Finalmente, está la relación personal entre Trump y Sheinbaum. No será tan sedosa como con López Obrador, a quien el republicano veía como una versión Región 4 de sí mismo. Sheinbaum tiene otra formación política, otra historia personal, otra cultura y otro sexo. No es probable que haya química. Lo que sí debe de haber es diálogo, dentro de lo posible, y que México pinte claramente su raya. El peligro sería caer en la lógica de la política interna, y complicarle las cosas al país por querer complacer a la gayola. Ya veremos.

viernes, enero 17, 2025

El nuevo orden mundial de los tres tercios

 


Se pensaba que no sucedería hasta el año próximo, pero en 2024 la tasa de fertilidad a nivel global cayó por debajo del nivel de reemplazo. En otras palabras, el promedio de alumbramientos por mujer es, por primera vez en la historia, inferior a 2.1. Esto significa que, en los próximos años veremos una declinación en el número de humanos que habitamos el planeta. Esta declinación no es inmediata debido a que, al haber aumentado el tiempo de vida promedio de la población, todavía son más las personas que nacen que las que mueren. Pero la tendencia está ahí.

Es indudable que esa tendencia es desigual en diferentes regiones del mundo. Mientras que la caída es muy significativa en Europa, Japón y Corea, y es evidente en casi todas las Américas y buena parte de Asia, hay otras zonas del planeta en las que sigue existiendo un boom poblacional. El caso más notorio es el África subsahariana, aunque también aplica para partes importantes del Medio Oriente y de Asia central.  En términos generales, hay una correlación directa entre altos niveles de bienestar socioeconómico y bajas tasas de fertilidad. En otras palabras, las zonas en donde la población se sigue multiplicando con velocidad se caracterizan por baja escolaridad, menor acceso a los métodos de control natal, normas culturales tradicionales y utilización de menores de edad como fuerza de trabajo en apoyo a la familia.

Hay dos maneras de entender los problemas que genera este asunto, dependiendo de los plazos en que nos fijemos. Las dos se traducen en retos, cambios obligados y complicaciones para las distintas sociedades y para el mundo. Más ahora, con una economía globalizada y barruntos para poner coto a esa globalización.

En el corto y mediano plazos, está muy claro que las naciones con altas tasas de fertilidad seguirán expulsando población. En todas ellas, pobres de por sí, habrá crecientes presiones para hacer frente a las necesidades, también crecientes, de educación, servicios básicos y empleos, sin que existan, por lo general, las condiciones económicas para hacerles frente. Por el contrario, las áreas con bajas tasas de fertilidad se enfrentarán -o ya lo hacen- al problema de que su fuerza de trabajo disminuye, mientras que la demanda de servicios sociales de parte de la población envejecida crece rápidamente.

La respuesta simple y aparente es la migración de población de las regiones con altas tasas de crecimiento poblacional hacia las que requerirán, en principio, más fuerza de trabajo. Pero esa respuesta no toma en cuenta otros factores, como el bajo nivel de escolaridad de las zonas que expulsan migrantes respecto a las necesidades de las que los podrían acoger, las diferencias culturales -que pueden ser notables- y las implicaciones políticas de tener sociedades con ciudadanos con plenos derechos conviviendo con grandes grupos de trabajadores que no gozan de todos ellos, en particular de los derechos políticos. Si a esto agregamos los cambios en los mercados ocupacionales derivados del avance tecnológico, entenderemos que estamos ante un acertijo bastante rebuscado.     

En casi todos los países ricos cuyas economías requerirían teóricamente más fuerza laboral hay fuertes presiones políticas en contra de la migración. Entre las razones que lo explican están: 1. La existencia de un sector de la población que se ha visto desplazado de antiguas seguridades: la del trabajo seguro y de por vida (ahora inexistente porque esa industria tradicional está a la baja, o precarizado por las nuevas condiciones laborales). 2. El miedo, ocasionalmente justificado, pero a menudo teñido de racismo, a que las diferencias culturales acaben con un modo de vida al que estaban acostumbrados. 3. El pulsante nacionalista, apretado por los políticos populistas de todos los colores, que tiene también un toque de nostalgia por un pasado que de todos modos no volverá. Las oleadas de migrantes chocarán contra diversos rompeolas… pero seguirán. El caso es que, en el camino, se crearán diversos choques políticos y culturales.

En el largo plazo, los cambios tecnológicos apuntan a que las necesidades de fuerza de trabajo de parte de las empresas no crecerán tan rápidamente como la producción y la productividad. Es parte de una tendencia centenaria a depender menos del trabajo presente y más del capital. Al mismo tiempo, la desconexión física entre los espacios de trabajo tiende a seguir creciendo, con el trabajo a distancia cada vez más común.

Esta dinámica puede terminar llevándonos a un mundo todavía más dividido: por un lado, menos personas empleadas, pero mejor pagadas, que pueden incluso vivir fuera de sus países por comodidad propia; por otro, una cantidad siempre elevada de personas con empleos precarios, parciales o inexistentes, que dependen de ayudas sociales de distinto tipo para arreglárselas; por un tercero, un ejército de gente que busca desesperadamente huir de la miseria o de la guerra a través de la migración, y que suele encontrar puertas cerradas. La nueva sociedad mundial de los tres tercios.   

A todo esto, México es una suerte de microcosmos y un lugar clave en esta dinámica. Acaba de cruzar el umbral de la tasa de fertilidad por debajo del reemplazo, pero su población -todavía joven- seguirá creciendo por varios lustros. Tiene los tres tipos de población reseñados en el párrafo anterior, con el agregado de que por su territorio pasan, en busca del sueño americano, contingentes de migrantes de naciones cuya población sigue creciendo y que no tienen oportunidades en sus países. Y se enfrenta, desde ya, al torbellino xenófobo y antiinmigrante del próximo presidente Trump. Serán, desgraciadamente, tiempos interesantes.

Y bueno, parece que el tema migratorio debería de estar entre las prioridades, no sólo retóricas, del gobierno de Sheinbaum. ¿Lo está?

lunes, diciembre 23, 2024

Los diez deportistas mexicanos de 2024

 


1. Osmar Olvera
2. Prisca Awiti
3. Alejandra Valencia
4. Marco Verde
5. Canelo Álvarez
6. Juan Celaya
7. Arnulfo Castorena
8. Ana Paula Vázquez
9. Ángela Ruiz
10. Diego Villalobos 


(aquí, la lista de 2023)

miércoles, diciembre 18, 2024

Siria y los tankies




Ahora que ha caído el régimen de Bachar al-Assad en Siria, parece ser buen momento para hablar de los tankies, una especie política que, no sólo se resiste a la extinción, sino que ha logrado reproducirse, en particular entre la autoproclamada izquierda latinoamericana. ¿Quiénes son los tankies?

Originalmente eran los comunistas de la vieja guardia, que aplaudían todo lo que hiciera la Unión Soviética. Se les dice así porque aprobaron la entrada de tanques soviéticos para aplastar la rebelión en Hungría, en 1956, y la primavera de Praga, en Checoslovaquia. Lo segundo es particularmente significativo, porque aquella primavera que aplastaron los tanques de Brezhnev estaba dirigida por un ala renovadora dentro del propio Partido Comunista Checo. 

Detrás de la lógica de los tankies estaban (siempre han estado) una lectura superficial de las cosas, un marxismo mal leído y peor entendido y una tendencia al maniqueísmo. Y detrás de sus sentimientos, una clara preferencia por los regímenes autoritarios, sin importan qué tan inhumanos sean. 

Un buen tankie desprecia por igual a la izquierda democrática que a la extremista, y no hace distingo alguno hacia lo que considera “la derecha”. Le dan igual los fascistas declarados que los demócratas, al cabo que considera a todos siervos del imperialismo. Y, cosa muy importante, imperialismo sólo hay uno: el de Estados Unidos. 

Por lo mismo, no le importa si en EU gana un progresista o un conservador, un protector de los derechos civiles o un impulsor del racismo y la xenofobia. Por definición, el yanqui es enemigo de la humanidad, y contra él lucha (o dice luchar). 

Por esas razones principales, al tankie la caída del bloque soviético, el fin de la URSS y la terminación de la Guerra Fría le pasaron de noche. Como rompían con su visión dual del mundo, prefirió ignorarlas. Se volvió como esas viudas que todavía le hacían su sopa favorita al esposo fallecido. Se pasó la realidad por el Muro de Berlín (porque el Arco del Triunfo es burgués). 

Ahora el comunismo al estilo soviético no existe en ningún lado. El modelo maoísta tampoco funcionó, pero los chinos fueron capaces de hacer cambios hacia un capitalismo controlado por el Estado y por el Partido Comunista (que de eso todavía tiene el nombre). Algo similar sucedió en Vietnam. Lo que resta son Estados policiacos, militares y hasta teocráticos, todos ellos de capitalismo de cuates, que se envuelven y mal esconden su carácter autoritario o totalitario en la retórica socialista y antiyanqui. Y a veces sólo en lo segundo, como en la muy derechista Rusia de Putin. Estos gobiernos tienen la ventaja de que el tankie es capaz de defenderlos, aun ante la más amplia evidencia de que, además de exacerbar la desigualdad, tienen a la población reprimida y empobrecida. De Cuba, a Nicaragua y Venezuela. De Rusia y Belarús a Turkmenistán. De Irán a la Siria de Assad. 

Es cierto que, durante décadas, Estados Unidos se ha ganado a pulso su mala fama en la opinión internacional (algunos todavía recordamos los nombres de Jacobo Arbenz, Mohammed Mossadegh y Salvador Allende) y que la potencia americana, más que amigos, tiene intereses. También, que muchos de sus cínicos movimientos estratégicos son tan de corto plazo que acaban revirtiéndose. Pero el tankie suele ver una gran conspiración inacabable, en la que una suerte de Estado Mayor de la Burguesía, con sedes en Washington y Nueva York, busca apropiarse del mundo, y en particular de los recursos naturales de los países tercermundistas (como si la economía mundial fuera todavía primordialmente extractivista). No faltará quien diga que todo lo sucedido en Siria es parte de la estrategia de EU para apropiarse del petróleo de ese país (sin tratar de averiguar que su producción es 0.05% del total mundial, o que sus reservas petroleras son el 0.2% del mundo). 

Ahora que salen más a la luz los crímenes de Bachar al-Assad contra su propio pueblo, no falta el tankie que, entristecido por la derrota de Putin, de los ayatolas y de Hezbolá, insiste en que al menos se trataba de un gobierno formalmente laico y que lo que sigue será peor. Quién sabe si en lo último tenga razón, porque la guerra allí no ha terminado y hay muchas facciones en juego. Pero lo seguro es que cayó un tirano, uno de los carniceros más grandes del siglo XXI. Assad, además, generó una enorme oleada de refugiados (más de la cuarta parte de la población siria), lo que a su vez ha fortalecido la ola ultraderechista en Europa. Hay que alegrarse de su caída. 

La promoción del maniqueísmo político en México y en otros países de América Latina ha servido para que crezca el número de tankies en la región. Esos que creen que el desastre cubano se debe al embargo estadunidense, que el fraude electoral de Maduro fue “patriótico” y que es mejor no hablar de Nicaragua porque les da penita. Son los que dicen que “daba lo mismo” entre Trump y Harris, que Ucrania debe ceder territorio a Rusia a cambio de paz, que los crímenes de guerra de Israel justifican las acciones terroristas de Hamás y, en fin, que el mundo se divide entre países pobres buenos y países ricos malos. A ver si el varapalo en Siria hace que algunos de ellos entren en razón (todos, imposible, porque así es esto del fanatismo).

sábado, diciembre 07, 2024

Struwwelpeter recargado y a la mexicana

 


Conocí a Struwwelpeter -el libro con dibujos de Heinrich Hoffmann- en una de esas larguísimas pláticas de adolescencia con Hermann Bellinghausen. Me enseñó una edición que guardaba su papá. La reacción inmediata fue de horror, porque las ilustraciones eran totalmente gore. La didáctica era muy simple: "si haces algo malo, te va a pasar algo peor". En resumen, la instrucción a través de la imagen de la desgracia (o peor, de la tragedia).

Lo más curioso es que, cuando Struwwelpeter se publicó por primera vez, en 1845, fue presentado con el subtítulo Historias muy divertidas y 15 estampas aún más graciosas para niños de entre 3 y 6 años. Se le consideraba un bonito regalo navideño. Si para un adulto tiene una extraña y repulsiva fascinación morbosa, no me quiero imaginar qué angustias pudo haber causado a los niños a quienes originalmente estaba dirigido.

Otra cosa extraña del librito es la desproporción de los castigos, que no va de acuerdo a la travesura o desobediencia cometida. A un niño muy agresivo y mala onda lo muerde un perro, pero hay varios que se mueren por pecados muy menores. Y no hablemos del pequeño chupadedos, víctima de un auténtico sicópata.

A continuación, un divertimento: una versión mía sobre seis de los diez poemas del librito, con lenguaje coloquial mexicano (no como unas traducciones horribles) que, además, toma en cuenta algunas de sus contradicciones y, de pilón, tiene algo de mala leche. 





Struwwelpeter


Struwwelpeter era un hippioso 
de verdad zarrapastroso.
Con greña afro y sin bañar,
las uñas largas se fue a dejar.
Pinche Struwwel Changoleón,
ser tan guarro está cabrón.
Pura mugre, sarna y roña,
¡Huele peor que Noroña! 



La increíble y triste historia de la pequeña pirómana


 "Si juegas con cerillos te vas a quemar",
le dice Mamá a la niña babosa.
Pero la escuincla se pone a jugar.
Los prende: se cree muy chistosa.

Los gatos maullan: "no no, no lo hagas",
la torpe chamaca los manda a volar,
pero muy pronto la alcanzan las llamas,
todo su vestido se empieza a quemar.

Se quema la espalda, la nariz, la boca,
el pecho, las piernas y hasta el corazón;
pinche niña mensa, pinche niña loca,
ora sí se puso tremendo quemón.

Entre quemaduras, la niña agoniza.
Lo que fue tan bello ahora es un despojo.
Nada queda de ella: tan solo cenizas;
sólo sobreviven sus zapatos rojos.

Y si te preguntas a qué se debe ésto:
a que los zapatos eran hechos de asbesto.


 
Kaspar contra la sopa



Kaspar era un gordazo y también un mamilón. 
"¡No quiero sopa! ¡No quiero sopa!"
gritaba con su vozarrón,
"¡Es que no quepo en mi ropa!"
(es que le daba coraje
que no cambiaran potaje).

"Toy a dieta, ya no como, 
me cae que no abro la boca.
¿Qué tal si me dan un pomo
en vez de esa horrible sopa?"
(pero le servían lo mismo:
la sopa era el catecismo)

El chamaco se hizo flaco 
(no le ofrecieron ni un taco)
Luego parecía un hilo
que no pesaba ni un kilo.
La sopa jamás comió
(sólo eso se cocinó)
y al final se petateó.

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Niklas y los chamacos de tinta

Tres alemanes racistas
de un negrito se burlaban
El mago Niklas les grita:
"Chamacos no sean gandallas,
el negro no tiene culpa,
ya no le hagan trifulca".
Los muchachos no escucharon 
y al negrito lo bulearon.
Y que el mago los envuelve,
que los mete a un tintero,
que de ahi salen bien negros,
y la tinta es indeleble.

¡Ay qué pinche castigote!
¡Ay que Niklas tan culero!
Racista de capirote
los volvió negros a güevo.
¡Qué va a ser eso un castigo! 
Ora sí lo contradigo:
Negros como la tinta,
se ligan a güeras gringas

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El Club de los Chupadedos


La mamá dice a Conrado:
"¡Jamás te chupes el dedo!
Pues vendrá un sastre malvado
que te la va a hacer de pedo.
Con tremendas tijerotas
el pulgar te va a cortar.
Conrado, no seas idiota
que cucho vas a quedar."

El niñete, que era tonto,
apenas se va la ñora 
el consejo pronto ignora
y el dedo se chupa a fondo.
Llega el sastre larguirucho,
con tijeras especiales
le tumba los dos pulgares
y el chamaco queda cucho.

Brota sangre, claro está
de esos deditos partidos.
Conradito, malherido,
la sangre se chupará.

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Instrucciones para cuando sopla el viento

Cuando arrecia el temporal
es mejor quedarse en casa;
si eres poco cerebral
te sales a echar la guasa.

Este muchacho baboso
a dar la vuelta salió,
la tormenta lo envolvió: 
fue algo muy doloroso.

Con el paraguas voló,
fue más alto que las nubes,
ya nunca más regresó:
hoy vuela con los querubes.

La moraleja es muy clara:
si con lluvia has de salir
el paraguas no hay que abrir
o la pagarás muy cara.







 




lunes, diciembre 02, 2024

Algunas claves en la victoria de Trump

 


Ahora que Donald Trump ha ganado las elecciones presidenciales en Estados Unidos, es hora de tratar de analizar algunas de las claves que pueden explicar su triunfo.

Este año, las encuestas preelectorales estuvieron bastante cerca del resultado final. En promedio, fallaron por poco menos de 3 puntos porcentuales. En los estados-bisagra, el error fue todavía menor: 2.2 puntos. Por tercera ocasión, las encuestas subestimaron a Trump; pero esta vez por menos que en 2016 y 2020. Y aunque queda claro que las encuestas de opinión tienen una incertidumbre inherente, también es cierto que sí sirven para medir el estado de la opinión pública. Por eso, es relevante escudriñar en las encuestas de salida -y otras-, para ver qué está detrás de las decisiones de voto.

El tema más importante para los electores de Trump fue, en general, la economía y, en particular, la inflación; para los votantes de Harris, fue la democracia.

Lo curioso del caso es que la tasa de inflación en Estados Unidos en 2024 es del 2.4 anual y el crecimiento del PIB es del 2.8 anual. Nada mal, en comparación con otras economías del mundo. ¿Qué pasó, entonces? De entrada, que una cosa es la inflación este año, y otra, la de los tres años anteriores. En 2021, fue de 7 por ciento, la más alta desde 1981. Aquí gana la memoria de mediano plazo. De salida, que los salarios medios han ido por detrás de los precios -aunque haya habido un crecimiento en el empleo-. Es decir, ha ocurrido un deterioro de los salarios reales.

El comportamiento del PIB, que usualmente se utiliza como proxy para ver si la economía va bien (cosa que ayuda electoralmente al gobierno en turno), en realidad mide la dinámica de la economía, no el bienestar económico de la población. Además, una cosa son los datos duros y fríos, y otra son las percepciones de la gente. Los números pueden decir que la economía va bien, pero una parte importante de los ciudadanos puede sentir lo contrario -como también se puede observar, en el sentido inverso, en México-. En Estados Unidos, la mayoría siente que gana menos que antes y muchos de ellos votaron por quien ofreció soluciones simples a un problema complejo: aranceles a las exportaciones para atraer inversión y expulsión del país de quienes compiten con bajos salarios. Si se aplicaran las medidas proteccionistas de Trump, la inflación crecerá y no habrá la recolocación de empresas prometida, pero eso es parte de la complejidad que la gente no quiere o no puede ver.

El que la mayoría de los votantes de Harris haya señalado que su principal preocupación es la democracia, nos dice dos cosas. La primera, corroborada por las propias encuestas de salida, es que votaron más contra Trump que a favor de la vicepresidenta. La segunda, que en el grupo de los electores demócratas sí hay gente que entiende el peligro autocrático que representa el magnate republicano. La tercera, que su preocupación por la situación económica no fue el motor principal de su decisión electoral.

Hay que decir que la preocupación por la democracia, en los tiempos que corren, es relativa. Un ejercicio en Estados Unidos presentó dos candidatos hipotéticos, con agendas de política económica y social completamente distinta. Luego se presentó a los entrevistados que quien tenía la agenda que ellos preferían haría una serie de medidas claramente antidemocráticas para imponerlas. Entonces se les preguntó si, tras conocer eso, cambiarían el sentido de su voto. Sólo 3.5 por ciento lo hizo. Hoy en día, en EU y en el mundo, la “satisfacción con la democracia” parece directamente correlacionada con la aprobación de gobierno.

Harris mejoró 9%, respecto a Biden, entre las familias que ganan más de 100 mil dólares al año; Trump ganó 12%, respecto a 2020, entre los que ganan menos que eso.

Este es, quizá, el cambio demográfico más relevante en términos de las votaciones. Significa el ocaso de la coalición que le otorgó a los demócratas la mayoría de los votos ciudadanos en todas las elecciones, menos una, de las elecciones entre 1992 y 2020. La clase trabajadora ya no percibe a los demócratas como sus adalides, a pesar de la evidencia de que los republicanos sirven a los intereses de las grandes empresas. Entre los sindicalizados (es decir, entre los trabajadores que hacen negociaciones colectivas y no están casados con el individualismo de la derecha estadunidense), la ventaja de Harris sobre Trump fue menor a 10 puntos porcentuales. Entre los no sindicalizados, Trump arrasó.

En particular, la caída entre los votantes blancos sin estudios universitarios ha sido precipitosa. Eran la mitad del voto demócrata en la primera elección de Clinton, en 1992; ahora son menos del 30 %. En sentido contrario, los electores blancos con universidad, que eran apenas la quinta parte de los votantes de Clinton, ahora fueron casi el 40% de los de Harris.

Los blancos con estudios universitarios se movieron 7 puntos porcentuales a favor de la candidata demócrata; los no blancos sin estudios universitarios, 13 puntos hacia el candidato republicano. Y los blancos sin estudios, que ya eran mayoritariamente trumpistas, ahora lo son más.

El cambio en el voto latino (o hispano), se explica más por el lado del nivel de estudios que por de la etnicidad, a pesar del perfil claramente racista del trumpismo. Hay que decir, al respecto, que un error de los demócratas fue considerar ese voto por descontado, en particular el de las comunidades mexicana y puertorriqueña (en las que sí ganó, pero con un margen mucho menor al histórico). Cuando pierdes en Brownsville, en Río Grande y en McAllen, es que la cosa es grave. Al parecer, a muchos tejanos de origen mexicano les molesta que los demócratas los consideren “gente de color” unida en la lucha antirracista; y dicen que los republicanos son racistas, pero los demócratas, también.

El tema del aborto, que supuestamente atraería muchos votos a Harris (la mayoría de los estadunidenses está a favor) resultó menos trascendente de lo esperado. La razón tal vez estriba en que, pasada la decisión a los estados, los electores pudieron votar sobre ese asunto, sin tener que pasar por el voto presidencial en el camino. El hecho de que haya sido aprobado en estados como Montana, Missouri, Nevada y Arizona, donde ganó Trump, así lo demuestra.

En resumen, el voto demócrata es, cada vez más, el de las clases medias ilustradas -esas que no siempre quieren la respuesta simple a los problemas complejos- y su coalición con las minorías étnicas y con la clase trabajadora se ha debilitado (notablemente, en el segundo caso). Siguen teniendo a la mayoría de las mujeres de su lado, pero no por mucho. El voto republicano fue, cada vez más, la combinación del voto de los plutócratas, las clases medias sin estudios y una mayoría de los trabajadores. Su coalición, que era 90% blanca, ahora lo es en 75%.

Y si nos fijamos un poco más, ese tipo de partición de coaliciones electorales se parece mucho a la típica que se da en estos tiempos de populismo.