Supongo que no soy la única persona que tiene aversión a los cementerios. Y sé que no está relacionada con una aversión a la muerte. Los cementerios suelen provocarme algo más que tristeza: una suerte de malestar interno que podría emparentarse mucho más con el asco que con el miedo.
Estoy convencido de que eso proviene de mi primera experiencia al visitar un panteón.
Tenía yo unos diez años y estaba jugando futbol en la calle con mi amigo y vecino José Luis, cuando de su casa salen sus papás y hermanos para ir al panteón. José Luis me dice: "¿Por qué no vienes?". Dije que sí, como si el peloteo fuera a continuar en el cementario. Pedí permiso a mi mamá, y lo obtuve, a pesar de que ella hizo una mueca de extrañeza.
Aquella visita fue al Panteón Español, donde estaban enterrados, en una sencilla cripta, dos hermanos de José Luis que habían muerto de bebés. La familia depositó unas flores y estuvo unos segundos frente a la tumba. A mí me sacó un poco de onda pensar que uno de ellos hubiera tenido mi edad en ese momento y el otro hubiera sido unos cuatro años mayor, pero no pasó de ahí.
Entonces fue que los familiares de José Luis dijeron: "Ahora vamos a misa".
Digo, desde entonces las misas solían provocarme una profunda güeva, pero ¿qué podía yo hacer? Llegamos a la iglesia del panteón y a los lados del recinto, en las paredes, estaban acomodadas las criptas de varios difuntos. Yo pensé, con cierto desasosiego: "Aquí hay decenas de cadáveres. Estamos rodeados por esqueletos".
Pero eso no fue lo peor. Nos sentamos y, a mi derecha, estaba la cripta de Baby Anthony, quien había nacido y fallecido en 1932. Llamaba la atención porque tenía un bajorrelieve con el rostro de un bebé regordeto. Yo intentaba mirar hacia adelante, hacia el cura y su misa, o hacia el reclinatorio y el suelo, pero el bajorrelieve me llamaba a prestarle atención una y otra vez. Allí adentro, encerrados, había huesos, tendones, cabello de aquel bebé.
De regreso a casa, mi mamá me preguntó qué me había parecido la visita.
- No me gustó -respondí.
- Ah, y yo que pensé que no estaba mal que tu primera visita a un cementerio fuera por alguien desconocido.
Esa noche tuve pesadillas. Se me aparecía Baby Anthony, movía la manita de izquierda a derecha y de regreso, y pronunciaba, con voz carrasposa: "Ro-rro Ro-rro".
Pasados los años, porque así son los juegos de la memoria, cambié la palabra "Ro-rro" por "Ba-by" y acompañé la imagen pesadillesca con una canción horrorosa de Grateful Dead que se llama, precisamente, "What's become of the baby?". Habrá sido la combinación de dead y baby. Fue con la palabra "Ba-by" que le conté a mi hija la anécdota de mi infancia, pero Taide mi esposa me recordó que yo se la había contado a ella muchas veces y que la palabra era "Ro-rro". Cierto, la canción esa fea apareció más de una década después de aquella visita.
Después de eso, he intentado pisar los panteones lo menos posible. Pero hay varios recuerdos asociados. Van en orden de aparición.
Estaba yo en la prepa y veníamos en el camión de la escuela de un campeonato de atletismo en el estadio de la Escuela Superior de Educación Física. Pasando frente al Panteón Francés, Simpson, nuestro lanzador de disco, se pone de pie, señala el cementerio y dice: "Cabrones, ahorita nos sentimos muy chingones, pero vamos a terminar en uno de esos".
Recibió unos tres chiflidos, pero la mayoría nos quedamos meditabundos.
Un buen recuerdo es mi visita, con los amigos mexicanos que estudiamos en Italia, al Cementerio de los Ingleses, en Roma, junto a la pirámide de Caio Cestio. Lugar tranquilo, sin familias que visiten a sus muertos. Y la imagen de una joven, en vestido vaporoso, que deposita una flor en la tumba de John Keats, que tiene el poético epitafio "Here lies one whose name was writ in water".
He tenido que ir, por razones familiares, a tres entierros. En todos ellos he vivido, con distintos grados, momentos de mucha pesadumbre. De igual forma, he ido a velatorios que están pegados a los panteones, lo que puede ser un buen concepto en cuanto a logística, pero me parece de muy mal gusto. También estuve en el Panteón Español para la cremación y la entrega de las cenizas de mi papá. Ahí fui con mi hermano y la reacción de ambos, luego de ver por última vez al viejo, fue salir rápidamente de ahí a comer unas tortas y regresar a recoger las cenizas.
Finalmente, en 2023 Taide y yo fuimos a Gotinga, a visitar a mi hijo Raymundo y su familia. La primera noche nos quedamos en un hotelito cercano a la estación de trenes. Desde la ventana del hotel se veía un pequeño parque.
A la mañana siguiente, salgo a fumar, con mi café en la mano, me siento en el muro frente al parque y descubro que es un viejo cementerio. Me decido a pasear un par de minutos por ahí. Tumbas de hace dos y tres siglos. Salgo muy tranquilo. Entiendo entonces que lo que me da ñáñaras es la colección de muertos recientes: es el eco del coro de dolientes que aún están vivos.
Por todo eso, la verdad envidio a quienes no tienen aversión a los cementerios, y no logro entender las verbenas panteoneras en Día de Muertos.
Ahora que, si quieren algo realmente horrible para Halloween y Día de Muertos, ahí les va esta canción, más fea -en todos los sentidos- que un niño momificado:

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