miércoles, septiembre 05, 2012

Impugnar para controlar la izquierda



Creo que nadie se llamó a sorpresa con la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, que desechó la impugnación de AMLO y su Movimiento Progresista y validó las elecciones del pasado 1º de julio.

Lo que de alguna manera resultó sorpresivo fue la facilidad con la que los magistrados deshicieron los argumentos legales de la coalición impugnadora y la unanimidad no sólo en el voto –que era de esperarse- sino en el hecho de que ninguno de los dardos lanzados por el Movimiento Progresista haya causado la más mínima mella en el argumento de uno solo de los juristas.

Esto, más que hablarnos de la limpieza de la elección, nos da cuenta de la monumental incompetencia jurídica del equipo que asesoró a Andrés Manuel López Obrador. La pregunta a hacerse es si esa ineptitud es mero producto de la torpeza o si resulta de un acomodo de prioridades distinto al que uno se imagina siguiendo simplemente la hoja de ruta del proceso electoral.

Dada la legislación vigente, y también teniendo un mínimo de sentido común, la única posibilidad de que la impugnación del equipo de AMLO tuviera algún eco entre los magistrados del Tribunal estaba, si acaso, en brindar pruebas de irregularidades en el tema del supuesto rebase de topes de gasto en campaña y en el del enredo con las cuentas de Monex. 

No fue así. Y no lo fue, en primer lugar porque en vez de centrarse en donde -tal vez- podría haber carnita, la gente de AMLO dispersó temas para hacer más alharaca. Los monederos de Soriana, el ataque a las encuestas y los medios, por no hablar de las gallinitas y del notario impreciso pero ubicuo, lindaban entre lo engañoso y lo absurdo. Eran rolitas sencillas, en las que los miembros del Trife se lucieron sacando el out con filigrana.

Queda claro, por lo menos para mí, que lo de ellos no era el alegato legal, sino la propaganda para el enfado, el encono y la movilización social. La cuestión no era construir un caso legal bien armado, sino acumular pruebas falsas, hechizas o endebles con motivos de propaganda.

Esto significa, también, que el destinatario real de los argumentos y los sofismas del Movimiento Ciudadano no era, obviamente, el TEPJF, pero tampoco la opinión pública en general, sino los votantes de López Obrador frustrados con el resultado de los comicios. Y el objetivo final no era, como se decía, la anulación de las elecciones, sino el control de las izquierdas de aquí a los próximos seis años.

Abundemos. En la tradición política mexicana –me refiero a la que primaba antes de las reformas democráticas- era común decir que “lo importante no son los votos, sino la fuerza política”. Se entendía por esta última la capacidad de movilización de masas, el control corporativo y la posibilidad de influir en la agenda nacional. De esa lógica abrevó, en su formación, Andrés Manuel López Obrador y a ella sigue apelando.

Por consecuencia, en este caso lo importante no era el argumento jurídico, sino su capacidad para movilizar, controlar e influir en la agenda de las izquierdas.

"Aunque me llamen loco", dice Andrés Manuel, y lanza un venenoso slider a sus críticos, que se pueden ir con la finta y abanicar. López Obrador no está loco. Lo que pasa es que actúa con una lógica diferente a la de la normalidad democrática. O para decirlo de otra forma: simplemente, AMLO no es un demócrata.

En ese sentido, el dilema en el que todavía, presa de su peculiar Síndrome de Estocolmo, se debaten las izquierdas mexicanas, no está solamente entre aceptar ser guiadas por un caudillo o intentar su independencia (el hegeliano dilema del amo y el esclavo). Está, fundamentalmente, entre ceñirse a las reglas de la democracia o hacer menos de ellas.

El problema, si la izquierda tiene una mínima vocación de poder, es asumir que si opta por la vía del esclavo (la vida-no vida atada a los vaivenes del caudillo), también estará optando por no llegar jamás al poder por la vía institucional. Es decir, que estaría jugando eternamente, con un pie en la legalidad y otro en la “resistencia”, en crear condiciones pre-revolucionarias para un estallido liberador, que muy probablemente nunca llegue.

Para López Obrador la cosa está clara. En la medida en que pueda mantener movilizadas y enojadas a sus bases, podrá seguir vivo políticamente. Lo que menos le conviene es aceptar la institucionalidad. No lo hizo hace seis años y regresó para casi replicar su votación. Puede intentar seguir en esa misma ruta, no para alcanzar el poder en las próximas elecciones, pero sí para seguir imponiendo su agenda, su estilo y su gente dentro de unas izquierdas incapaces de sacudirse de su tutela.

Para los demócratas de izquierda, que los hay, la cosa debería estar igual de clara: dejar que cada corriente tome su rumbo, como precondición para armar una opción moderna, que ayude a transformar el país, con posibilidades reales de triunfo en el mediano plazo. Pero el miedo a las furias ayatolescas de AMLO y de sus seguidores quizá pueda más que la claridad.

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