En ocasión del Centenario de la Revolución Mexicana varios analistas han realizado una revisión de la historia, a veces con la intención de acabar con los mitos que nos formaron, y en ocasiones para intentar apuntalar la ideología liberista (que no liberal), ahora tambaleante, tras el fracaso económico del Consenso de Washington y sus seguidores nacionales.
De esta revisión ha salido claramente ganancioso el periodo porfirista, al menos en un sentido: el del progreso económico nacional, medido en términos de Producto Interno Bruto y de modernización industrial. Y si bien, todo mundo coincide en que las desigualdades en aquella época eran extremas, no ha faltado quien afirme que igualmente habrían sido mitigadas, aun sin el estallido revolucionario. Es la idea de que malamente celebramos “la bola”, la revuelta, el reventón destructivo, y no una revolución social digna de ese nombre.
Me permito diferir. En primer lugar, hay que entender el periodo porfirista como un proceso, que tiene una dinámica diferente en la medida en que se va desarrollando. Si a más de un siglo de distancia empiezan a distinguirse algunas de sus bondades, eso no debe impedirnos ver que lo que fue una expresión progresista en sus inicios, ya para el Siglo XX había entrado en una fase profunda de decadencia, como sistema económico y como régimen político. Y que había un grupo político, entrelazado con las clases dominantes, reacio a admitir esa decadencia y, por lo tanto, a la necesidad de transformaciones de fondo en la economía y en las relaciones sociales.
Se ha manejado –utilizando el “hubiera”- que, si Madero hubiera estado más alerta a la voz fraterna que le pedía cuidarse de Victoriano Huerta, varias de las transformaciones nodales se hubieran realizado de todos modos, y sin tanto derramamiento de sangre.
Ese razonamiento no toma en cuenta un hecho fundamental: el golpe huertista no se hizo en el vacío, sino con el apoyo de importantes intereses económicos nacionales, de intereses políticos extranjeros y de una parte de la opinión pública, que era efectivamente conservadora. De no haber sido Huerta, hubiera sido otro (y aquí soy yo el que utiliza el “hubiera”, pero creo que con más provecho). Y la acción criminal de Victoriano Huerta sirvió para trazar líneas claras, para atizar la rebelión y para convertirla en un fenómeno nacional.
La derrota del huertismo es la de los grandes terratenientes, la del sector exportador, la de la iglesia beligerante. E implicó un giro categórico en términos de los equilibrios de poder en el país.
Buena parte de la nueva crítica revisionista a la Revolución Mexicana hace énfasis en el carácter meramente destructivo de muchas de las acciones. Me vienen en mente los campesinos de Los de Abajo, que entran a la hacienda y destruyen la biblioteca, arrancando como tesoro pornográfico los grabados de Doré de La Divina Comedia, que tienen mujeres desnudas. Son los mismos campesinos que, en la Revolución Rusa, entraban en las mansiones de los grandes propietarios y se cagaban en los tapices de las sillas. Esas desgracias pasan en las revoluciones. Lo importante es ver si hay quiénes son capaces de dotarlas de significado, para que sean algo más que destrucción.
¿Se dotó de significado a la Revolución Mexicana? La respuesta está en la Constitución. Aunque el Congreso Constituyente estuvo dominado por una facción política, sus miembros tuvieron la suficiente sagacidad para proponer un pacto social incluyente. El artículo 27 –y el posterior reparto agrario- no se entienden sin la voluntad de lograr un consenso social profundo, más allá de las diferencias mortales de la coyuntura. Ahí, más que en el campo de batalla, se definió al grupo ganador, pero se delineó también un compromiso, en la doble acepción del término: como obligación y como negociación.
Esto tuvo implicaciones más profundas. Como bien dice Javier Garciadiego, significó que, a diferencia de otros países de América Latina, en México no hubiera conflictos graves entre el Estado y los sectores populares: obreros y campesinos. En naciones en las que los terratenientes exportadores no sufrieron una pérdida tal de poder, se sucedieron las asonadas militares cada vez que esos intereses se veían amenazados. En México, en cambio, la derrota de Huerta y los suyos fue total. Y eso, tras la fiesta de las balas, significó que los cambios posteriores se hicieran en relativa paz.
En términos de la pirámide social, la Revolución implicó incorporar –si bien de manera subordinada- a un tercio de la población a la modernidad: convertir al país de una nación de menos de “un tercio” a una de “dos tercios”, con la tercera parte restante todavía sumida en la miseria. Implicó una industrialización que miraba al mercado interno. Implicó –tras una década de destrucción- tasas de crecimiento muy superiores a la media internacional (pensemos, nada más por referencia, que en medio de la Gran Depresión, y a pesar de sus vínculos estrechos con Estados Unidos, en los años treinta del siglo pasado, la economía mexicana creció más que en la primera década del Siglo XXI).
Por supuesto, con el tiempo, la Revolución fue perdiendo brío. Se convirtió en instituciones. Algunas de ellas han sido pilares de la estabilidad económica y social (el Banco de México, el IMSS, el libro de texto gratuito, por ejemplo). Otras, fueron útiles instrumentos para lograr la paz política y el control corporativo. Y junto a las instituciones, toneladas de propaganda, un uso político de la historia, un nacionalismo que hacía las veces de vacuna contra la democracia y una pretensión de convertir el movimiento en inmovilismo. Las contradicciones del sistema saltaron en pedazos, pero en cámara lenta. El ciclo tuvo que terminar.
Mal haríamos en reducir el legado de la Revolución a la fe democrática de Madero –sería ver la realidad mexicana de principios del Siglo XX con ojos del tercio final del mismo siglo-, porque el movimiento fue mucho más que eso. Tampoco podemos tirar al niño –específicamente, la voluntad de incorporar una proporción creciente de la población a los beneficios sociales de la modernidad- con el agua sucia –la violencia de aquellos años y la larga espera para acceder a la democracia plena-.
Vale entonces, sí, reivindicar los aspectos democráticos de aquella gesta. Pero no se deben olvidar los aspectos sociales, entre otras cosas porque precisamente ese segundo tercio alguna vez favorecido –que hoy componen obreros, clase media-baja urbana, campesinos medios- ha sido tremendamente golpeado los últimos años, particularmente por el lado de los salarios reales y del empleo. En ese sentido, el Centenario no debe ser sólo conmemorativo, sino también un recordatorio de que requerimos renovar nuestro pacto social.
1 comentario:
Me gustó como terminaste el último párrafo de esta entrada: "el Centenario no debe ser sólo conmemorativo, sino también un recordatorio de que requerimos renovar nuestro pacto social".
Con o sin Revolución, creo que los mexicanos tenemos muchas "áreas de oportunidad" que tratar en el presente.
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