Durante aquella estancia dimos otras cortas vueltas por Italia. Todas estuvieron muy bien. Una fue de pisa y corre a Verona. Compramos un litro de Chianti, un kilo de pan y otro de prosciutto para comer allá. Luego tuvimos que comprar como cuatro litros de agua, porque –descubrimos entonces- el Chianti no se lleva con el prosciutto y te genera una sed…. Otra fue de poco más de un día, a Florencia, donde me intoxiqué ligeramente y Patricia se preocupó mucho. La tercera, de dos días, a Venecia. También fuimos, con Claudio, a Pistoia, y nos tocó en suerte que era el día de la Giostra dell'Orso, una competencia entre los rioni (los barrios) de la ciudad, que se desarrolla en la plaza central, en la que caballeros a la usanza medieval compiten intentando pegarle con la lanza a un objetivo, "el oso". Los nombres de los barrios-equipos son magníficos: Dragón, Grifón, Ciervo Blanco, León de Oro. Lo mejor fue que aquello acabó en bronca entre los participantes. Como en el medioevo, supongo.
Después de eso, partimos hacia Yugoslavia. La idea era visitar tres ciudades de ese país y luego lanzarse una semana a Bulgaria. Algún compagno desaconsejaba la visita a Bulgaria, “porque todos los compañeros que van a los satélites soviéticos llegan decepcionados”. En Ancona tomamos un barco para Split, en la costa adriática.
En Split, una ciudad blanca, de grandes baldosas, con aires venecianos, pero también medievales, nos quedamos en un hotelito junto a la plaza central. Visitamos el mauseoleo de Diocleciano y, sobre todo, caminamos por sus calles empinadas, que a menudo tenían bonita vista al mar. Comíamos en restaurantes privados, y era divertido intentar adivinar qué se escondía detrás del menú en serbo-croata. Una vez pedí filet paprika y srbski fazol, bajo el supuesto de que eran un filete con paprika y frijoles serbios. Con gran sorpresa mía, sirvieron chiles morrones rellenos y frijoles refritos.
Esa no era la única semejanza. En Split, caída la tarde la gente paseaba por el malecón o por las plazuelas, y en sus alrededores se instalaban vendedores ambulantes con antojitos parecidos a los mexicanos. Resultaba un tanto extraño caminar por las calles provinicianas y comerse un elote (sostenido con su palito, cual debe ser), mientras a tu lado todos hablaban un idioma que te era muy ajeno.
De Split tomamos un camión hacia Mostar. El camión estaba llenísimo y apestaba. En Mostar encontramos alojamiento en una casa de estudiantes vacía por el verano. Al entrar al cuarto descubrí que el que apestaba era yo. Sucede que me había comprado unos tenis chinos en Roma, baratísimos. La propaganda decía que los chinos de las fotos oficiales del maoísmo reían tanto porque llevaban puestos esos tenis.La verdad, eran comodísimos. Pero el día antes de nuestra partida de Split había llovido y al pasar por algún charco, el agua hizo cortocircuito con la goma con la que estaba pegada la suela y generó aquel hedor. Entonces comprendí por qué los chinos luego hacían revoluciones violentísimas.
Recuerdo a Mostar como una ciudad con mucho verde. Será por las montañas que la rodean o por el parque que había que cruzar para llegar a nuestro alojamiento. También como un lugar de callejuelas empedradas. Pero sobre todo recuerdo estar tomando café turco junto al viejo puente de piedra que cruza el río Neretva, y que sería destruído en la guerra civil yugoslava años después. Allí empezamos a ver la influencia otomana en los Balcanes y compramos un bonito juego de tazas de café.
De allí nos fuimos a Sarajevo, que recuerdo como una de las ciudades europeas más interesantes que conocí. En Sarajevo nos quedamos en una pensión, la casa de una señora en la calle de Presidente Mazaryk –se nos hizo chusco el detalle- que tenía unas sábanas con un encaje muy fino. A dos cuadras de esa pensión estaba el puente de Gavrilo Princip, nombrado en honor del asesino del Archiduque Francisco Fernando de Austria; el magnicidio que desencadenó la I Guerra Mundial. Uno tiende a pensar que los grandes eventos de la historia tienen lugar en escenarios espectaculares. Pero el puente era chiquito; y el río que atravesaba, estrecho y poco profundo.
Una de las cosas maravillosas de Sarajevo era su división en partes, que a veces estaba bien definida, en ocasiones matizada y en algunas partes era abrupta. Estabas en una ciudad perfectamente mitteleuropea, caminabas unas cuadras y te internabas en una medina musulmana, creías que no habías salido de allí y te encontrabas en una ciudad de edificios modernos. Una lógica de sueño. Entre negocios, mezquitas, catedrales, multifamiliares, parques que eran cementerios musulmanes, cafés turcos y monumentos civiles, el conjunto formaba una combinación arquitectónica única, y la ciudad te daba una sensación muy estimulante de diversidad. Y de convivencia en esa diversidad.
En un café, un señor muy amable nos dio una explicación que acomunaba cada estilo arquitectónico con una religión. Un tercio de los habitantes de la ciudad era musulmán, otro tercio era católico y otro, nominalmente ortodoxo, pero comunista en la práctica.
Recordé esa breve plática de café en marzo de 1992, cuando se dieron a conocer los resultados del referéndum que proclamó la independencia de Bosnia Herzegovina. No dudé en escribir que vendría una guerra civil y que las diferencias religiosas harían que el conflicto fuera particularmente cruel. Desgraciadamente, así fue. Los territorios de aquel viaje de 1979 nunca más serían los mismos.
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