En la estación de tren de Sarajevo había un loquito, que corría de uno a otro lado del largo óvalo en cuyos extremos estaban dos cafeterías. Su obsesión era identificar quién estaba por encender un cigarro, correr, adelantársele y ofrecerle lumbre. Me entretuve a observarlo mientras esperábamos el tren que nos llevaría a Sofía.
Llegamos a la capital búlgara en la noche. El nombre de la ciudad, escrito en cirílico en letras de neón rojo, anunciaba que aquello sería una experiencia diferente. Apenas bajados del tren, nos formamos en una línea para conseguir alojamiento. Como le dije a la empleada que nos íbamos a quedar “dos o tres días”, no nos dio hotel, sino que nos mandó a una pensión familiar, que pagamos por adelantado. A cambio nos dio una tarjeta, que nos pidió nunca perder.
Con esa tarjetita, fuimos a tomar un taxi. La primera sorpresa fue que, al menos aquella noche, había madrazos para abordarlos. Literalmente. Vi gente agarrándose a patadas en la lucha por un lugar. Intentamos tomar uno, y ya nos estaban jalando cuando otro aspirante a pasajero le dio a entender al búlgaro agresivo que nosotros éramos turistas. El auto nos llevó fuera del centro de la ciudad, a una zona de edificios multifamiliares cuadrados, de un gris cementoso, marcados con letras y números, y nos dejó algo así como en el K-11. El departamento estaba monón, una señora gorda era la casera y un par de recámaras estaban ocupadas por árabes. La mujer nos dijo qué tranvía tomar para ir al centro al día siguiente (porque la verdad no había nada, pero nada qué ver en ese vecindario).
Así que al otro día tomamos el tranvía en una mañana nublada y fría. Ni parecía que era verano. Nos llevó por una ciudad limpísima, con muchos parques –algunos de ellos adornados con estatuas del más rancio realismo socialista-, entre pasajeros silenciosos y malencarados. Dimos una primera vuelta por el centro y lo primero que notamos fue la hostilidad de la gente hacia todo lo que se moviera. Muchos portaban chamarras negras imitación cuero. Caminaban dándose empellones. Vi varias librerías, pero en sus vitrinas indefectiblemente se mostraban obras de Teodor Yitkov y de Leonid Brezhnev. Ni siquiera eran de Marx o Lenin. Empezó a lloviznar. Unas mujeres gordas seguían impasibles barriendo las aceras. La lluvia arreció y nos metimos a comer pollo y yogurt, las mujeres seguían barriendo.
Más tarde, decidimos tomar unas fotos. ¿Qué tal una de Patricia frente a la sede del Partido Comunista Búlgaro? Estaba yo por hacer click cuando se me abalanzó un policía, venía encabronadísimo, blandiendo una macana de hierro y gritándome en búlgaro. A señas le pedí que se calmara y le dí a entender que no tomaría la foto, a empujones nos dirigó hacia un pasaje subterráneo… en el que había otra librería presumiendo libros de Teodor Yitkov. Caminamos un poco más por el centro y por supuesto le dijimos que no al tipo que nos ofreció cambiar levs a un precio fabuloso. Para quitarnos el susto, fuimos a tomar un café y nos corrieron a gritos cuando intenté encender un cigarrillo. Volvió a lloviznar y el frío calaba los huesos. Compramos bufandas.
Seguíamos paseando por la ciudad, entre búlgaros hostiles, cuando divisamos que en frente de un edificio había mucha gente. Nos acercamos. Era la embajada de Estados Unidos. Frente a ella, decenas de ciudadanos de Sofía miraban embobados los aparadores. En ellos, fotos de propaganda del American Way of Life, pero hechas al estilo soviético: un anciano obrero metalmecánico sonriéndole a la cámara junto a su máquina, con el overol tapizado por botones con mensajes de todo tipo; un barrio con sus casitas todas iguales, los negros en mecedora en el porche, y un automóvil muy grande enfrente de cada casita; la gente en el estadio de los Halcones Marinos de Seattle viendo el juego de americano. Aquel conjunto era una obra maestra: eso se advertía al pasar la mirada de las fotos a los ojos maravillados de los búlgaros. “Es un obrero, pero se expresa personalmente con pines”, pensé. “Son negros y, según la propaganda soviética, superexplotados, pero viven en casas y no en bloques de cemento, y tienen coche a la puerta”, pensé. “La gente también expresa su individualidad en algo tan colectivo como ir al estadio”, pensé. Volvía a ver los rostros de los ciudadanos de Sofía y entendí que por sus mentes pasaba lo mismo, pero que lo hacía incluso por sus tripas. La puerta de la embajada yanqui era de acero. El edificio era infranqueable: para los búlgaros, el castillo de la gran promesa imposible.
Pocas cuadras después, Patricia y yo concluimos que el lugar era horrible, y que lo mejor que podríamos hacer era comprar el primer boleto de avión que nos sacara de allí en las oficinas de la primera línea aérea que encontráramos. En la agencia de Air France descubrimos que no éramos los únicos. “Sáquenos de aquí en el primer vuelo que tenga”, dijo la pareja que nos antecedió. El primer vuelo que nos convenía era a la tarde siguiente, a Zagreb, Yugoslavia. Así que nos arreglamos para que a la mañana nos dieran un tour guiado por la ciudad. De regreso al edificio gris reparé en una cosa que no había querido ver en el camino de ida: los monumentos del realismo socialista eran de unos bulgaritos, que estaban protegidos por un hercúleo soldado del Ejército Rojo Soviético. Y las señoras gordas seguían barriendo.
El tour, a pie y en inglés, estuvo agradable. Lo más memorable fue la visita a la catedral neobizantina de Alexandr Nevski (que es más impresionante por fuera que por dentro), con la consiguiente explicación de la guía acerca de lo maravilloso que ha sido el pueblo ruso para el pueblo búlgaro –y Nevski, en la película de Eisenstein, es el gran guerrero ruso que derrota al invasor teutón-, matizada con el señalamiento de que el búlgaro San Cirilo fue el creador del alfabeto que lleva su nombre. Por cierto que una cándida australiana, casi al finalizar el tour, exclamó satisfecha: “ya sé cómo se dice restaurante en búlgaro: se dice pectopah”. Varios nos reímos, son las letras cirílicas de “restoran”.
La señora que nos rentó el cuarto tenía nuestros pasaportes, y la importantísima tarjetita con el sello de que habíamos pasado las noches ahí, en una cajita del tesoro. Atisbé el cofrecito y descubrí que en él se escondían dos cajetillas de cigarros Kent. El taxista malhumorado que nos llevó a toda prisa al aeropuerto escuchaba rock metálico en un casete, se acabó el casete y del radio surgió música clásica; el taxista hizo una mueca de asco, dio la vuelta al casete y lo metió de nuevo con fuerza. Percibí que la música clásica era para él algo similar a la propaganda oficial. No nos dio cambio.
Junto a la sala de espera, un pequeño drama. A una joven siria, de un tour masivo, le faltaba en su tarjetita el sello de una de las noches y no la querían dejar salir. La chica lloraba, imploraba en árabe. Llegó el guía del tour, deslizó un par de cajetillas de Kent (parece que era la marca mágica), el agente de migración las bajó discretamente y estampó el sello liberador.
Cuando llegamos a Zagreb, la amabilidad de los oficiales yugoslavos parecía a propósito, como para subrayar diferencias. Al salir del hotel, la tarde estaba por caer. Pasamos por un parque. Tirado en el pasto, un joven descalzo leía una revista. Un señor de traje acababa de comprar el periódico Politika de un kiosco muy bien surtido y se disponía a leerlo en una banca.
-¡Qué bonita es la libertad! –dijo uno de nosotros, pudo haber sido cualquiera.
Tras dos días en Zagreb –recuerdo una plaza grandísima y la catedral techada con la cuadrícula que ahora identifica a Croacia, pero sobre todo un ambiente amigable-, tomamos un autobús para Ljubljana, con su castillo, su hermoso río y sus aires austriacos, donde también estuvimos un par de días, para luego regresar a Módena.
El compagno italiano que había intentado prevenirme de ese viaje para preservar mi ortodoxia socialista no estaba desencaminado. Aquella Bulgaria me pareció un infierno y, si Cuba y Yugoslavia me habían dado una imagen más amable del socialismo real, me había evidenciado que el sistema tenía fallas más severas de lo que creía.
Una década después, ya separados y en vías del divorcio, Patricia me reclamó amargamente que la hubiera llevado a Bulgaria. En ese aspecto, lamento decirlo, tenía toda la razón.
Aquí pudo haber habido una foto de Bulgaria, pero la cámara que compré en Cuba –un artefacto de Alemania Democrática- no funcionaba con los rollos fotográficos occidentales, así que no la hay.
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