lunes, octubre 11, 2010

Surrealismo olímpico bicentenario


Me hubiera gustado diferir de las voces unánimes y hablar bien del Festival Olímpico Bicentenario. Pero no se puede. Mal ideado, peor planeado y todavía peor organizado. Al tiempo, todos sus defectos son, de alguna forma, espejo de los que predominan en el país.


La obsesión por Reforma.

La primera pregunta que se hizo todo mundo respecto a este festival, y que se repitió después, fue: “¿Por qué en Reforma?” ¿Por qué no en Ciudad Universitaria, que tiene bastantes instalaciones? ¿Por qué no se remodeló algún deportivo –se le hubiera bautizado “Bicentenario”- para realizar allí las actividades? ¿Por qué no se descentralizó, digamos, entre la Alberca Olímpica, el Gimnasio Juan de la Barrera y la Magdalena Mixhuca?
En otras palabras, ¿a qué se debe esa obsesión por hacer pasar todo evento con pretensiones “históricas” por Paseo de la Reforma de la capital de la República? Del plantón político, al recorrido –reiterado hasta la aburrición- de un auto Fórmula Uno, al árbol gigante de navidad, a este festival deportivo. Pareciera que no hay otro lugar posible ni en la ciudad, ni en el país entero.
La respuesta tiene que estar en los símbolos. Poco a poco, la zona de Reforma está desplazando al Zócalo y al Centro Histórico como centro neurálgico del país. Estar en Reforma significa estar ahí, en el núcleo activo por el que todos quieren pasar. Primero fueron las casonas y palacetes; más tarde, los hoteles de lujo; luego, los rascacielos de oficinas; de manera creciente, las oficinas públicas. Muy pronto, los centros bancarios y el Senado. Algún día, tal vez, la famosa Estela de Luz del Bicentenario.
Además, esa avenida fue la sede principal de unos festejos exitosos que se quedaron en la memoria colectiva: los del centenario de la Independencia. 
En otras palabras, el gobierno federal (o la CONADE) quería seguir ocupando el espacio central de este país centralista. Quería transmitir las imágenes simbólicas de los deportistas corriendo alrededor del Ángel de la Independencia o lanzando sus flechas a un lado de la Diana Cazadora.
En esa apuesta, las imágenes simbólicas se impusieron a la lógica más elemental: es imposible suplantar un complejo deportivo en dos cuadras citadinas. Lo simbólico se vuelve ridículo.

Los sucedáneos

¿Entonces qué pudimos observar los capitalinos el fin de semana pasado? Pudimos ver, en la principal arteria de la ciudad, a niños y jóvenes deportistas de todos los niveles hacer como que practicaban su deporte en unos sucedáneos de canchas. Pudimos ser visitantes de una suerte de deportivo virtual (que de seguro se ha de haber visto rete bonito en las imágenes 3-D que los organizadores presentaron a los directivos) en el que lo artificioso brotaba a cada instante.
Había sus excepciones, pero desgraciadamente la mayoría eran sucedáneos de deportistas. Supongo que han de haber sentido bonito las niñas de primaria que jugaron balonmano en una minicancha, los chavos de liga pony que practicaron en cajas de bateo, los participantes de un partido de futbol entre Pumitas en cancha reducida o los de una clase de secundaria de básquetbol o quienes jugaron una cáscara de hockey en un espacio mínimo. Pero como espectáculo para la población, y como supuesta muestra de fortaleza deportiva nacional, fue algo penoso.
Más penosa, todavía, fue la instalación de la minialberca, que no se veía nada, en la que unos gorditos nadaron antes de la llegada del multimedallista Phelps, que causó un remolino de gente… que no tenía ángulo para verlo nadar.
Es que ellos no lo sabían, pero los asistentes a Reforma eran nada más los extras de un producto que se quería mediático.

Percepción, propaganda y realidad

En el gobierno de Calderón ha privado la idea de que la percepción es más importante que la realidad. Y alguien los convenció de que la realidad se disfruta mejor por televisión. Así que no importa si el festival olímpico es de mentiritas, sino que retrate bien, que vista como un buen comercial.
Por eso, sobre el camellón central de Reforma, había dispuestos espacios privilegiados para los medios. Especialmente para la TV. Ellos son los encargados de difundir una imagen propia de un espectáculo. El sucedáneo del sucedáneo, en la esperanza de que los espectadores pasivos –nunca los ciudadanos- integren esa percepción a su realidad.
Se trata, pues, de un montaje. De propaganda. Por eso la gente y los deportistas estaban lejos unos de otros, como notó Ana Guevara. Lo importante era que éstos estuvieran cerca de las cámaras.
En ese sentido, como para que nos quede claro que todo es falacia, las esquinas del festival estaban marcadas por dos gigantescas y espectaculares bolsas: una de papas fritas “con sal de mar” y otra de Takis, porque Barcel y Ricolino son copatrocinadores. Y de esos productos son los únicos stands de comida permitidos. La comida chatarra dizque sale de las escuelas, pero entra por la puerta trasera, cobijada por el “deporte”.

Los costos 

Según la CONADE, el costo del evento fue de 40 millones de pesos (por supuesto, sin contar las pérdidas por retrasos del caos vial del viernes ni por los destrozos en la banqueta de Reforma). No es mucho respecto al presupuesto federal –ni a las otras celebraciones-, pero sí respecto al asignado para el deporte. Y resultó también serlo ante el número de asistentes, mucho más reducido de lo esperado.
40 millones es lo que solicitó la CONADE para la preparación de la delegación mexicana para los Juegos Panamericanos. Es el equivalente aproximado del gasto anual de las federaciones de natación y de taekwondo. Es lo que costaría reparar varias instalaciones olímpicas deterioradas (como el velódromo o la pista de Cuemanco). Es lo que costaría instalar en Europa un pequeño centro que acogiera a los deportistas mexicanos en gira, y les permitiera foguearse en más competencias.
Más que dispendio, la decisión nos habla de prioridades. Lo primero no es el deporte, sino la propaganda. No es la realidad, sino la imagen.
No sé si entre los costos se incluyen los salarios de la gran cantidad de policías - federales y capitalinos- que estuvieron en el evento. Se notaron mucho porque faltó público civil. Estaban en todos lados. Con oficio, pero sin beneficio –no se molestaron en hacer funcionar los filtros; su función se limitó a hacer bola-. Hacían como que vigilaban en una calle tapizada con sucedáneos de canchas deportivas en una dizque celebración bicentenaria. Mucha, mucha policía. El país surrealista del Señor Presidente.

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