Regresaba ayer del trabajo, a las diez y media de una noche fría y con una llovizna pertinaz. El semáforo me detuvo en un alto y vi, a mi izquierda, a una payasita de crucero de unos trece años, con su traje de carácter y la nariz pintada de negro. Estaba acuclillada y por un momento pensé que era por el frío de la calle y su soledad. Pero no. Estaba absorta mandado mensajes de texto por su celular.
Lo siguiente que me vino a la mente fue que los senadores están discutiendo el IEPS en telecomunicaciones. El Impuesto Especial sobre Producción y Servicios grava aquellas actividades que por sus características específicas generan un costo social y externalidades negativas (como el tabaco, las bebidas alcohólicas, los juegos de azar y la gasolina). La tasa del impuesto extra depende de qué tan grandes sean los perjuicios causados por el consumo del bien o servicio y qué tan básico sea el artículo por gravar.
En su desesperación por hacerse de recursos, las autoridades han pasado del concepto original de externalidades negativas al de "consumo de lujo". En esa lógica, se ha pretendido incluir a teléfonos celulares, televisión de paga e internet. Todos estos servicios están controlados por grandes empresas, pero la pérdida que tendrían es marginal (una mínima disminución en la contratación), ya que -al igual que el IVA- el impacto del impuesto es sobre el precio final que paga el consumidor, lo que disminuye el ingreso disponible de las personas. Es decir, los consumidores son quienes pagan al fisco.
Regresemos a la payasita adolescente de crucero. A esta niña, el desempleo, la desigualdad social y la ignorancia la han privado del derecho a la infancia. Pero tiene celular y lo usa para chatear. El impuesto no le quitará el juguete, pero sí disminuirá su ingreso disponible, y todo en nombre de los pobres.
No pretendo aquí discutir la conveniencia o no de los impuestos a las telecomunicaciones (opino que son producto del ansia recaudatoria ante la inexistencia de acuerdos sobre una reforma fiscal a fondo, verdaderamente redistributiva). Lo que me impacta es la ignorancia de la realidad que se deja ver cuando se clasifican ciertas mercancías como "de lujo". Supuestos lujos en manos de mendigos.
Y esta reflexión me llevó a recordar -ya estaba yo cuadras más allá de la mojada payasita- una discusión entre economistas, a mediados los años ochenta. Era un trabajo que calculaba a qué tasa debía crecer la economía mexicana para que, en un determinado número de años, todos los ciudadanos tuvieran acceso a los "mínimos de bienestar". Evidentemente, la tasa de crecimiento o el número de años variaban según se moviera la distribución del ingreso. A menor Coeficiente de Gini (mejor distribución del ingreso), menos años para llegar a la meta o menor tasa de crecimiento requerida.
Entonces Carlos Tello señaló que, si la distribución del ingreso fuera perfecta, aún con una tasa negativa de 1 por ciento anual, todos los mexicanos accederían a esos mínimos de bienestar. Fue ahí cuando se me ocurrió preguntar qué se entendía por mínimos de bienestar. Me contestaron que alimentación y educación básicas, salud, vestido suficiente, casa, agua, electricidad y algunos electrodomésticos... por ejemplo, televisión en blanco y negro.
Respondí con dos preguntas. La primera era: ¿Qué nos garantiza que el costo productivo de llegar a una distribución totalmente igualitaria del ingreso será sólo de 1 por ciento del PIB? "Mínimo caería 25 por ciento", deduje, "y entonces nadie alcanzaría los mínimos de bienestar". La segunda era: "¿Y en la tele en blanco y negro van a pasar las caricaturas de Bolek y Lolek?". No me podía imaginar de otras.
En otras palabras, los burócratas de Hacienda y los políticos en el Congreso hacen su esfuerzo, pero no tienen la exclusividad del desconocimiento de la realidad nacional.
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