En el verano del 77 presenté los dos últimos exámenes que me faltaban. El de español, al que una monserga burocrática nos obligó de todos modos y el de política monetaria, con Parboni. Yo quería quedar muy bien ante mi director de tesis, pero no lo logré. Me hice bolas al intentar explicar las razones detrás de una estructura irregular de tasas de interés en instrumentos a plazos diversos y me tuve que conformar con un 27. Tal vez la vorágine de mis sentimientos me distraía demasiado.
El romance entre Patrizia de Candia y yo tomó vuelo, de manera apasionada. Al mismo tiempo, nos cuidábamos mucho de pronunciar palabras que –lo sé de cierto- ambos teníamos en la punta de la lengua, pero que nos hubieran comprometido. Todo tenía que ser muy cool, aunque estuviera hirviendo. Físicamente, el nivel de entendimiento era altísimo, y eso impregnaba lo emocional. De manera simultánea, una parte de nosotros estaba agazapada, estudiando a la pareja, midiendo, resistiéndose a la entrega y paralelamente deseándola.
Eso significaba, por ejemplo, que de manera casi impensada, decidiéramos hacer un viaje. Ella me quería llevar a la isla de Ponza, situada en el archipiélago Pontino, al sur del Lazio. Tomamos un tren a Nápoles y nos quedamos un par de días en casa de Guido Fabbrini, quien estaba allí con un amigo mientras Antonia, su mujer, seguía chambeando en Módena. El departamento tenía una vista espectacular (“vedere Napoli e morire”) y rolamos alguito –lo que la pasión permitía- por la ciudad. También cenamos pescado con ellos en Portici.
Partiendo de Nápoles nos echamos dos tourcitos. Uno fue a la perfumada Capri, donde conocí por fín la mítica casa de Axel Munthe, que era una suerte de símbolo de
Al día siguiente tomamos en Formia el barquito a Ponza, que resultó una isla encantadora (no por nada dice la leyenda que es la isla de Circe en
A menudo, en las mañanas desayunábamos con lasitud y leíamos Il Corriere (De Candia era de esos italianos nice para los cuales periódico e Il Corriere eran sinónimos), para luego ir a una playa más concurrida. Una ocasión me quedé en esa playa mientras ella tomó un tour que recorría toda la isla. Regresó muy divertida: el guía decía, ante paisajes preciosos que eran “bellos como una tarjeta postal”, cuando no había nada que pudiera capturarlos en su majestad.
Pero Circe también hizo sus jugarretas. Durante esos días en Ponza –y después de tanta exaltación -, no hicimos el amor. Ella no quiso, y soltó la indirecta de que fue porque yo no le había preguntado en Nápoles sobre sus anticonceptivos. Pero igual la pasamos maravillosamente. Me complacía estar con ella, así de simple.
En el tren de regreso a Módena, nos tocó en compartimentos separados. Yo a cada rato me levantaba, iba al de ella y le guiñaba el ojo, recibiendo a cambio una magnífica sonrisa. Quiero suponer que ese detalle final (cada guiño quería ser una flor, cada sonrisa lo era), que le daba a entender que yo no quería imponerme y no estaba con ella sólo por el sexo, contribuyó a que, ya en nuestra ciudad (y después de que ella recuperara las pastillas olvidadas en el escritorio de su padre… Freud, otra vez), tuviéramos largas jornadas de arrebato.
Escribí en mi cuaderno aquellos días: “Dormir con ella, arrastrar dentro del sueño al sueño febril de su cuerpo, sentir cómo pica la antigua soledad, pero al mismo tiempo saber que no estamos solos, que ella nos ha comunicado ya su dulzura y su modo de ver la vida.
“No saber ya a qué atenerse. Ella conjuga firmeza e imprevisibilidad… es capaz de termuras insospechadas, de hieratismos atroces. Quizá también ella esté confundida. Mi interés por ella no se desvanece, no obstante los esfuerzos y los esporádicos encabronamientos. Me atrae un chingo.”
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