En la materia de Centro de Economía Aplicada había que hacer un trabajo de campo. Mapes lo quería hacer cerca de Las Truchas, Michoacán, una zona que había trabajado su papá, como geólogo. Me pareció buena idea. Nos juntamos con Foncerrada y Munguía y decidimos que el eje central del trabajo sería analizar cómo había afectado la nueva carretera a un par de comunidades rurales cercanas a donde se construiría, dentro de poco, una gran siderúrgica. En términos del trabajo: cómo afectaba el desarrollo de la infraestructura productiva a la superestructura ideológica. Mapes quería invitar al equipo a Patricia Bracho, una chava fresa, muy maquillada, coqueta, de labios gruesos, que usaba jeans ajustados y movía la cadera al caminar. El problema era que Patricia siempre tenía al lado a “la Calcomanía”, un cuate barbón que había estudiado con ella la prepa en el Colegio Madrid. La Calcomanía, a su vez, tenía su pegote, un chavo gordito, también del Madrid. Mapes los invitó a todos ellos al trabajo de campo, y de paso también a una amiga de Patricia, Vicky Pérez Cota.
Cuando estábamos a punto de partir, resultó que ni a Patricia ni a Vicky las dejaron ir sus papás. Así que partimos los seis hombres, en dos autos: el vocho rojo de Julián Tonda (que así se llamaba La Calcomanía) y un Safari del Departamento de Defensa del Ambiente (entonces mera dependencia de la SSA), que le había conseguido su papá funcionario a Jorge Munguía. Mapes se encargó de romper el hielo entre los dos grupitos y en la primera parada a comer, Julián ya sabía que era La Calcomanía y entre risas celebró que ese día, 23 de mayo, no sólo fuera su cumpleaños 19, sino también el comienzo de una larga amistad. Tenía razón. El pegote de la Calcomanía se llamaba Rafael Rangel.
Los pueblos que íbamos a investigar eran Playa Azul y La Mira, unos pocos kilómetros al noroeste de Lázaro Cárdenas. Nos quedamos en el Centro de Salud de La Mira, aprovechando el vehículo de Munguía; un volado decidió quienes dormían en cama de hospital y quienes en el suelo. Me tocó piso. En las mañanas levantábamos nuestra encuesta, que en realidad era casi un censo, porque entrevistábamos a una persona por familia, dividiéndonos las zonas, que recorríamos de manera desordenada, traslapándonos a veces, entre otras cosas porque más que calles había vericuetos. Poco después de mediodía íbamos a la playa, que era magnífica y sólo para nosotros seis. Nadábamos un rato, luego comíamos un pescado fresco baratísimo que nos freían allí enfrente en una palapita, platicábamos en las hamacas, nadábamos otro rato y nos regresábamos a dormir y platicar al centro de salud de La Mira. Un día fuimos a Lázaro Cárdenas, donde se construiría la siderúrgica; era un pueblo de apenas cinco mil habitantes. Bien feo desde entonces, y sin nada que hacer.
Mapes fungía como el líder del grupo, el organizador un poco obsesionado con que el trabajo saliera bien. Luis Foncerrada, gran conversador, nos deleitaba platicándonos sus aventuras en Europa –donde fue de viaje luego de que decidió abandonar la carrera de física-: era bastante alucinante escuchar la descripción detallada de la casa de Axel Munthe en Capri mientras mirabas el techo de la clínica rural. Jorge Murguía era simpático, de los que hacen un chiste de cualquier cosa, pero también sentimental. Julián era todo solidaridad y buena vibra. Rafael empezaba a mostrar sus cualidades: un cuate sencillo, noble y leal. Yo, por mi parte, era el cuate de las descripciones socio-psicológicas: la güerita del pueblo, la parturienta de la clínica, el abandonado…
La gente de La Mira y Playa Azul nos trató bien. Vivían su pobreza evidente con dignidad. Estaban entusiasmados con la carretera, sobre todo en La Mira, que estaba en un cerro, porque les facilitaría la entrada y salida de sus mercancías. Creían que su situación mejoraría en el futuro próximo, y se quejaban amargamente de los problemas de comercialización de sus productos (obviamente, lo hacían a través de un acaparador). En otras palabras, no esperaban que la siderúrgica en el poblado cercano les fuera a cambiar radicalmente la vida.
Tuve muchas enseñanzas de ese viaje, además de las que brindó la amistad. Por una parte, era realmente diferente ver (o intentar ver) con ojos de científico social la vida de las comunidades rurales que hacerlo de manera superficial. Me daba cuenta del reto enorme, humano, político y técnico, que me había puesto al decidir estudiar economía. Por otra, que el pueblo en realidad era sabio. En la escuela nos tiraban el rollo maoísta de que el pueblo tiene más que enseñarnos que nosotros a ellos. Le repetí esa frase a un pescador en Playa Azul –usando el “ustedes” en vez de “el pueblo”-. El me respondió que no: “Mire joven, yo a usted le enseño a construir una palapa en tres días; en una semana, cuando mucho. ¿Cuánto se va a tardar usted en enseñarme la secundaria?”.
La otra enseñanza vino por un camino inopinado. El último día de nuestro trabajo de campo nos encontramos a dos güeros nadando en la playa. Eran unos hippies suizos, que nos pidieron un aventón a Pátzcuaro el día siguiente. Se los dimos. Ya llevaban un rato en México. En el camino, les pregunté qué era lo que más les había impresionado del país. El hippie suizo que estaba menos sucio no dudó: “la propaganda”, dijo. “Su país está lleno de propaganda del gobierno”, reiteró ante nuestros ojos sorprendidos. Tenía toda la razón y bastaba ver a nuestro alrededor. En un cerro, escrito con piedritas pintadas de blanco: “CNC con Luis Echeverría”; a lo largo de la carretera, otras rocas, de verde, blanco y rojo, con las siglas CNOP; los pueblos, tapizados por los slogans de las campañas gubernamentales (o de partido, que en aquel entonces eran lo mismo). Bastaba recordar la radio, la tele. Habíamos vivido nuestra vida entera sumergidos en tanta propaganda que no nos dábamos cuenta del tamaño del despropósito. Desde ese momento puse atención a un mecanismo no tan sutil, que no sólo legitimaba a las autoridades en el poder, sino que también embotaba las conciencias. Por cierto, Pátzcuaro era un pueblito chidísimo, silencioso y semimuerto.
2 comentarios:
Soy Sebastián Tonda, el hijo de la calcomanía. Disfrute mucho leyendo el post. GRACIAS.
Pues sigue leyendo, querido Sebastián, que Julián aparece a cada rato en los biopics.
Un abrazo.
Publicar un comentario