Irma me gustaba. Me gustaba su sonrisa con incisivos de vampiro. Me gustaba su cuerpo delgado y atlético. Me gustaba su forma de vestir. Me gustaba su cabello. Me gustaba que le gustaran el periodismo, la política, el cine y el atletismo, como a mí. Pero sobre todo me gustaba su olor.
Poco a poco nos fuimos acercando. Un trabajo de historia fue el pretexto para ir a la biblioteca central. Luego las islas eran nuestro refugio. Yo también le gustaba, pero una vez que nos estábamos besando (besitos tiernos) frente a Filosofía me dijo “Estoy casada”. Resultó que su casamiento en realidad era un noviazgo con Fernando, “un chavo chiquito, pero muy inteligente”, que le había explicado El Proceso de Welles/Kafka y toda la cosa; un chavo que “quedó desfigurado por las drogas, pero ya se salió”. El cuate, además, tenía una cabaña en el Desierto de los Leones. Conocí los celos hacia una figura mítica, a quien imaginaba muy abrazado a Irma, viendo desde las alturas de su cabaña a la ciudad. (A Fernando lo conocí años después. Sí era intelectual, pero no era ni tan chiquito, sino de mi edad, ni estaba desfigurado por drogas de las que no había salido, sino que tenía marcas de acné). La maldita me lo mencionaba a cada rato y yo estaba empecinado en ganarle la partida.
En esas fechas, a Richard Nixon se le ocurrió bombardear Camboya y se organizó una marcha de protesta para el 17 de mayo que, rara cosa, esta vez no fue reprimida. Éramos como 20 mil, según nuestros cálculos y yo iba junto a Irma. Ella llevaba una blusa amarilla y jeans, recuerdo. Su cabello brincaba mientras corría coreando consignas, y me impregnaba de su olor. El mitin fue frente al Hemiciclo a Juárez (lo que indica que no éramos 20 mil, sino menos de la mitad). Alguien sacó una cajetilla de cigarros, todos agarraron menos yo, que no fumaba entonces. Cuando se hacía de noche, hablaba Pablo Gómez. Yo tenía abrazada a Irma y nos besamos muchas veces. Empezó a caer un aguacero y nuestros besos se deslizaban con la lluvia y como la lluvia. Terminó el mitin y nos fuimos a refugiar debajo de un techo cerca del Palacio Chino. En una tiendita, otros chavos empapados cantaban su propia alabanza, con letra de Violeta Parra: “Me gustan los estudiantes/ porque son la levadura/ el pan que saldrá del horno/ con toda su sabrosura/ para la boca del pobre/ que come con amargura/ caramba y samba la cosa/ ¡Viva la literatura!”. La invité a un café de chinos, pero me dijo que no podía, porque debía regresar a trabajar (era reportera de la Gaceta UNAM). De hecho, ahí estaba su jefe. Me dieron aventón hasta la esquina de Reforma y Río de la Plata. El jefe de Irma me dijo que me iba a empapar más. “No soy burgués”, le respondí, y él dijo alguna frase burlona. Corrí feliz, pero bañado, más que por el diluvio que seguía cayendo, por aquellos besos.
Irma era la campeona nacional de salto de longitud, en una época en la que las mujeres hacían muy poco atletismo. No entrenaba mucho (y yo, en cambio, corría diario, sin entrenador, con otros cuates del equipo de atletismo de la facultad, porque me daba pena ponerme a marchar solo). En el Interfacultades, a Economía le fue muy bien en la rama femenina, y eso que sólo eran cuatro: pero una era Irma y la otra Charlotte Bradley, posterior campeona centroamericana y medallista de plata en Panamericanos. En la masculina, obtuvimos dos de bronce. Una de Chagoyán y otra mía, en una competencia de 5 kilómetros que caminé en más de media hora. El último día de competencias Irma me regala su medalla de oro en 100 metros (una de varias que había obtenido) y yo la rechazo. ¿Qué no ve que yo sólo puedo ofrecerle una vil medallita de bronce?, pienso. Todavía me cuesta trabajo entender las razones de mi negativa. ¿Incapacidad para recibir? ¿Agresividad pasiva para expresar mi enojo porque seguía con el tal Fernando? ¿Narcisismo herido en mil maneras, también porque ella me puede dar un oro y se queda con mucho, y yo no le puedo dar un bronce porque me quedo sin nada?
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