viernes, agosto 11, 2006

Biopics: Introducción a la E.N.E.

Lo primero que encontré cuando llegué a la Escuela Nacional de Economía fue un grupo de estudiantes barnizando una mampara de madera. La escuela estaba en “paro activo”. También estaba acéfala: los estudiantes acababan de tumbar al director Lobato y se estaba gestando un cogobierno.

El paro activo implicaba activismo, pero también clases. La revolución interna significaba, entre otras cosas, que los alumnos de nuevo ingreso ya no teníamos grupo predeterminado, y podíamos escoger a nuestros maestros. Esto, a su vez, se tradujo en que nos la pasábamos cambiando de grupo para ver qué profesor nos convencía, por las razones que fuesen.

Al final, me inscribí en Geografía Económica con Angel Bassols, el autor del libro de texto, en un grupo grandísimo; en Centro de Economía Aplicada I con Robert Wallace, un gringo progresista (otro grupo enorme), en Introducción a la Economía, con René Barbosa, un maestro tradicional, pero preparado (también busqué en un grupo de mejor horario, pero el maestro Gudiño daba pena ajena). Donde más trabajo pasé para decidir, fue en Matemáticas (acabé con Demetrio Rojas, un profe muy equis) y en Historia Económica I, porque el grupo de Solón Zabre era tan grande que tenían que tomar clase en el auditorio. Acabé inscribiéndome con Benjamín Hernández Camacho, un maestro joven y “dialéctico”, que tenía un grupo chiquito, al que me había acercado a instancias de una chava que me gustaba.

En la búsqueda de grupos me encontré a un cuate que había estado en la primaria y secundaria del Patria, Eduardo Mapes, de quien me hice amigo rápidamente. Mapes y yo compartíamos 4 grupos (salvo Matemáticas, donde él escogió un profesor que daba álgebra elemental). Por simpatías básicas, se fueron formando grupos de cuates, un tanto amorfos, que poco a poco se fueron solidificando. En el más cercano, se juntaron a nosotros Luis Foncerrada, un chavo mayor que nosotros, quien había desertado de la carrera de Física y Jorge Munguía.

A la clase de Barbosa entré, esencialmente, porque me parecía que era el único que daba algo relacionado con la economía. Tomé mis primeras clases con Carlos Shaffer, y aquello eran discusiones interminables sobre si un clavo era instrumento de trabajo u objeto de trabajo, o si un anuncio publicitario era o no una mercancía; es decir, si tenía valor; o sea, si los trabajadores que lo hicieron habían invertido en él tiempo socialmente necesario. Nadie se ponía de acuerdo y yo me sentía en el imperio bizantino discutiendo cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler. En cambio Barbosa llegaba a las 7 en punto, cerraba el salón a las 7:05 y se ponía a explicar cómo y por qué la economía analiza la generación y la distribución de la riqueza. Tomábamos un chingo de apuntes y los exámenes eran perros, pero yo sentía que algo estaba aprendiendo.

La materia de Bassols era muy sencilla. Lo bueno de esa clase era el maestro, no por sus explicaciones, sino por las anécdotas que platicaba, dibujándonos la realidad de nuestro país. Eran anécdotas tragicómicas, que nos pintaban con claridad y entre risas, los contrastes entre el México formal y el México real (todavía me río al imaginar el pequeño guardacostas mexicano, con un motor tronado y otro a penas remendado, dando vueltas alrededor del pesquero gigante estadounidense, los marinos mexicanos gritando por el altavoz: “¡Está prohibido!” y los gringos nomás riéndose de la defensa de nuestra recién decretada Área Económica Exclusiva de 200 millas naúticas).

La materia de Roberto Wallace tenía como objetivo que los aspirantes a economistas practicaran desde el principio, pero sobre todo que conocieran de cerca el país. Tenía un digesto enorme, montón de lecturas. Pero la más importante era Sobre la Práctica, de Mao Tse Tung. Ahí aprendías que para conocer el sabor de una pera había que morderla; y al morderla, transformarla. Wallace a veces desvariaba y hacía reflexiones sobre el budismo zen. Los occidentales arrancan la flor para clasificarla obsesivamente; los budistas se ensimisman en la flor. Al cabo del curso, uno no sabía si había que morder la pera o volverse, uno mismo, ese fruto.

Lo más relevante del Centro de Economía Aplicada era el viaje de estudios. A partir de las lecturas, libremente se harían grupos para analizar algún aspecto de la realidad política, económica e ideológica de alguna microrregión del país, con investigaciones propias. De ese proyecto saldrían algunas sólidas amistades.


Finalmente, en Historia con Benjamín Hernández leíamos a Marx y a sus exegetas. De él, La Acumulación Originaria de Capital y de Marta Harnecker, Los Conceptos Fundamentales del Materialismo Histórico. Se dice que el libro de la Harnecker es el máximo ejemplo de reduccionismo de la obra de Marx. Como contraposición, leíamos una visión liberal: La Historia como Hazaña de la Libertad, de Benedetto Croce. Creo que ni Benjamín le entendía. Aunque el maestro era de güeva, la materia era interesante, pero más interesante era sentarme unas bancas detrás de Irma, en el salón semivacío, y verla abrir y cerrar las piernas mientras leía, absorta, El Decameron de Boccaccio.

Las materias regulares se impartían de 7 a 11 de la mañana. A las 11 normalmente empezaba la optativa sin créditos que muchos entendimos como “Introducción a la ENE”: la asamblea estudiantil en el Auditorio Ho Chi Minh (en aquel entonces se llamaba Jesús Silva-Herzog, pero nadie le decía así). El auditorio siempre estaba a retacar y se discutía, esencialmente, la vida de la facultad, el cambio radical al que el estudiantado quería someter a la escuela.

Todas las corrientes de la izquierda estaban presentes. El Partido Comunista (en aquel entonces semiclandestino) y los activistas no comunistas del ’68, agrupados alrededor de la revista Perspectiva eran los principales. Pero también estaban los trosquistas (tanto los del Grupo Comunista Internacionalista como los alucinados del posadismo), los maoístas, los foquistas cercanos a la guerrilla y hasta los pepinos (del PPS). Y lo que a todos esos revolucionarios parecía interesarles más en ese momento era la instauración del cogobierno entre maestros y estudiantes en la Escuela Nacional de Economía.

Era una situación muy paradójica: la UNAM era un caldo de cultivo de la izquierda, el virus rojo que infectaría las conciencias pequeñoburguesas y llevaría la conciencia de clase “en sí y para sí” al proletariado… y las fuerzas socialistas del país se la pasaban meneando las cajas de Petri en un experimento escolar interminable.

“La praxis, la praxis”, decían. Una praxis que se aprendía rápidamente era el manejo de asambleas. Designar mesa, pedir moción, moción de la moción y moción de la moción de la moción. Alargarlas o acelerar la votación. Dar la palabra o arrebatarla. Y de pilón, las estrellas de las asambleas eran ex presos políticos, recién desempacados del breve exilio sudamericano al que los mandó Echeverría antes de amnistiarlos. Pablo Gómez y Joel Ortega Juárez, del PCM y Eduardo Valle “El Búho”, de Perspectiva, aún estudiantes. Otros de los que llevaban la batuta eran jóvenes profesores, como Salvador Martínez Della Rocca “El Pino”, Gustavo Gordillo –veterano del mayo francés- y Rolando Cordera. Era muy entretenido para los novicios con hambre de rebeldía, como yo.

Han pasado más de tres décadas, y sigo pensando que la Asamblea era la materia que mejor se enseñaba en aquella vieja Escuela Nacional de Economía.

1 comentario:

Anónimo dijo...

gracias por hacer mencion y por recordar a mi padre benjamin hernandez camacho ya que es un ser profundamente inteligente y admirable att: ana paula hernandez y luisa fernanda hernandez