viernes, marzo 23, 2018

Biopics: ¡Prendida!

No todo eran elecciones en esa primera mitad de 1988. Lo más bonito eran mis hijos, que estaban los dos en una edad muy simpática. Camilo era de una enorme ternura. Rayo se quería sentir grande, pero a veces le quedaba grande el papel autoimpuesto.
Al Rayo lo cambiaríamos de escuela, por dos razones: la principal, el pleito de Patricia con el director; la secundaria, que no les permitían llevar balones y los pobres niños en el recreo jugaban futbol con frutsis vacíos.
Lo cambiamos al Colegio Madrid, que estaba lejos, pero tenía camión escolar. El día que hizo su examen de admisión, a principios de marzo, había nevado incluso en las partes bajas del Ajusco. Él estaba muy preocupado porque iba a perderse su partido de Pumitas, que al final se suspendió por cuestiones climáticas. Salió muy bien en el examen y para segundo de primaria estaría en el Madrid.
Hablando de Pumitas, esa temporada los niños tuvieron un muy buen monitor, Adrián García, y el equipo de Conejos se convirtió en un trabuco. No sólo eso, era un equipo con buena vibra, a diferencia de algunos otros, obsesionados por los resultados. En esa temporada, Raymundo encontró la posición que más jugaría a lo largo de su carrera futbolística: defensa central.

En la Facultad, tuve la malhadada idea de hacerle caso a Fallo Cordera y postularme para el Consejo Técnico. Las sesiones, sin ser la tortura de las reuniones del Seminario de Desarrollo y Planificación, que eran la bilis pura, eran farragosas y casi nunca se llegaba a nada. Del lado estudiantil había tres grupos: los radicales, los ultras y los megaultras. Intentábamos hacer alianzas con los radicales –es decir, con los relativamente moderados- que encabezaba Ricardo Becerra, y a la hora de la hora modificaban su postura. Ricardo ha confesado, décadas después, que lo hacían para no parecer reformistas, para que los otros no los acusaran de ello. Lo malo es que yo muchas veces sentía que estaba perdiendo el tiempo miserablemente, y en efecto así era.
Del lado académico, empecé a dirigir varias tesis. Una de ellas la hacía una estudiante boliviana, interesante e inteligente, llamada Verónica Querejazu. Era sobre la hiperinflación que había vivido su país. Ambos aprendimos mucho sobre la marcha, y lo recuerdo como una experiencia enriquecedora.

Tenía yo un buen grupo en el Seminario de Desarrollo y Planificación. Un grupo de esos raros, en los que la mayoría llega con la lectura hecha y con idea de lo que se trataba. Casi todas eran mujeres. Solía sentarme a horcajadas en una silla, abrir la discusión sobre el tema –en el fondo el curso era sobre historia económica y de política económica de los países desarrollados- y platicar con el participativo grupo.
En una ocasión, una estudiante llegó tarde a la clase. Tenía puesto un vestido rojo con un enorme cinturón negro que resaltaba su figura. Quedé deslumbrado. Se me salió del alma una exclamación:
-¡Prendida!
La muchacha se sentó. Su compañera de junto, de apellido Jamaica, le dijo:
-Taide, le gustas al maestro.
Y ella:
-¿Cómo crees? ¿Qué te pasa?
En ese momento, ni Taide ni yo nos imaginábamos que terminaríamos casándonos.  


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