La
noche del domingo 19 de septiembre de 1982 estàbamos en la recámara, viendo Teatro
Fantástico en la tele, cuando Patricia salió del cuarto un segundo. Me gritó:
-¡Pancho,
hay un hombre en la casa!
Quién
sabe por qué –tal vez porque estaba clavado viendo a Cachirulo- pensé que ese
hombre era Felipe, su hermano. Salí a ver qué onda, pensando en reclamarle
haber entrado sin tocar. Pero qué va, no había un hombre en la casa, sino dos
extraños, dos nerviosos asaltantes. Apenas los ví –y esto tampoco puedo
explicarlo- noté que mi lenguaje corporal se hizo desafiante.
-¡Trae
pistola! –gritó uno de los asaltantes. Pensé que me estaba advirtiendo que su
cómplice estaba armado, pero era al revés: el hombre que gritó salió huyendo a
toda velocidad, porque creía que yo traía un arma.
Su
compañero intentó hacer lo propio, pero cuando me rebasó, casi por instinto lo
pepené del cuello y me puse a golpearlo. Aquello derivó en una madriza: yo me
interponía entre el ladrón y la salida; el me golpeaba para esquivarme, yo lo
golpeaba para mantenerlo dentro, al cabo que ya lo había capturado.
La
pelea duró unos minutos, que me parecieron como 20, pero han de haber sido
mucho menos, pero muy feroces, porque los dos acabamos ensangrentados, y se
decidió un momento en el que lo doblé y le dije a Patricia que le rompiera una
silla en la cabeza. La silla se partió en pedazos y agarré una pata para
golpearlo, sobre todo en los brazos. Me le subí encima, lo tenía agarrado del
cuello con una mano y blandía el madero con la otra, mientras Patricia llamaba
a la policía, salía al balcón a pedir auxilio (un matrimonio que vivía del otro
lado de la calle veía impávido, como quien ve la televisión, lo que sucedía en
nuestro departamento) y planteaba cosas desesperadas, como azotarle al
asaltante un enorme cenicero de piedra en la cabeza.
-¿Cómo
crees? Lo vas a matar.
Pasaban
los minutos y nadie acudía. El tipo me pidió que lo dejara ir, que tenía hijos.
Cuando se me iba a ablandar el corazón, escucho al pobre Rayito, a quien su
mamá había puesto en la cuna, llorar con pánico verdadero.
-¿Y ése
que está llorando qué es? ¿Es un cerdo? ¡Es mi hijo! –grité, y le acomodé dos
buenos madrazos.
Finalmente
llegaron unos vecinos –no los del departamento de enfrente, por supuesto- y me
ayudaron a amarrar al tipo de pies y manos. La cosa se calmó por unos minutos,
mientras platicaba yo cómo habían ocurrido las cosas. En eso, pasó Raymundo con
un chipote. Resulta que el cómplice de tipo detenido, en su huída, se había
topado con el bebé y, al hacerlo a un lado, en el empujón su cabecita golpeó
con la pared (supongo que eso fue lo que me hizo reaccionar y capturar al otro).
Los vecinos, que habían estado muy tranquilos, se enfurecieron:
-¡Qué
poca madre tienen, pegarle a un bebé! –y la emprendieron brevemente a patadas
contra el asaltante tirado y amarrado, hasta que yo los calmé.
Minutos
después, llegó mi hermano –quien para entonces trabajaba para la PGR- y, a
prudente distancia de él, mi mamá. Tenían poco de haber entrado cuando se
apareció un desconocido blandiendo un arma.
-Aquí
es –les dice a otros que van subiendo, es un “madrina”.
Suben
otros dos hombres. Se presentan como agentes de la Dirección de Investigaciones
para la Prevención de la Delincuencia.
En ese
momento, al escuchar que los policías eran de la DIPD, el asaltante amarrado empezó
a temblar de manera incontrolable y a gritar como condenado. Esa corporación
era famosa por sus métodos poco ortodoxos y nada respetuosos de los derechos
humanos. Quién sabe quién los llamó o cómo se enteraron, porque la policía
normal nunca llegó.
Platicamos
a los agentes lo que había sucedido. Ellos notaron dos cosas: que los
asaltantes habían forzado la puerta con una barreta y que habían intentado
hacer lo mismo en el departamento de arriba, del que –nos enteramos luego-
había salido a dar un paseo la familia brasileña que lo habitaba precisamente
minutos antes de la irrupción de los intrusos. Los departamentos de ese
edificio tenían dos puertas: los ladrones, al no poder abrir una, intentaron
abrir otra, pero en vez de bajar al entrepiso y volver a subir, bajaron y
bajaron, para meterse en el departamento equivocado, porque no esperaban
encontrar gente.
-Ahorita
nos vas a decir quién es tu cómplice –le dijo el teniente al asaltante
sometido, quien a modo de respuesta se puso de nuevo a temblar y a berrear.
Nos
dijeron que se iban a llevar al ladrón, y que nos avisarían. Pidieron
servilletas de cocina, “porque no nos podemos llevar así sangrando”. Entonces
Patricia tomó unas servilletas y empezó a limpiarle la cara al asaltante.
-¡No
señora! Dénos unas servilletas para que este desgraciado no manche las
vestiduras del coche con su sangre.
Y se
fueron.
Fue
entonces que fui al baño y ví en el espejo que tenía la cara llena de cortadas
y moretes, la camisa (de cuadros rojos y blancos, recuerdo) desgarrada y
manchada de sangre. También en ese momento me percaté de que me dolía todo el
cuerpo, y también el alma. Mi mamá estaba haciendo unos tés de tila.
Al día
siguiente, trajimos un cerrajero para que nos hiciera una cerradura múltiple tipo
Nueva York. Le pagamos con la chamarra de cuero verdadero –manchada de sangre-
que había dejado el asaltante… junto con un diente. A mí me quedó una cicatriz
sobre el labio, que se ha hecho pequeña con los años.
No nos
hablaron hasta el viernes siguiente. El MP preguntaba dos cosas. Si iba yo a
hacer cargos y quién había golpeado al asaltante. Le contesté que no iba a
hacer cargos, que estaba yo muy golpeado, que nos dimos una tranquiza que duró
20 minutos. Me advirtió que entonces soltaría al detenido.
Quedé intranquilo
y la siguiente semana fui a Tlaxcoaque, donde se encontraba el edificio
de Policía y Tránsito del Departamento del Distrito Federal, un lugar
tenebroso. Allí me entrevisté con un comandante de la DIPD, que resultó ser
sinaloense de Guamúchil. Entendí que el asaltante estuvo cinco días en los
separos, suficientes para que encontraran a su cómplice, que había huido al
Estado de México, y luego presentaron a los dos al MP para que éste,
previsiblemente, los dejara ir.
-¿Y no buscarán venganza? –pregunté.
-Al revés. Ellos ya saben que en esa casa los consignan a la
autoridad. Y si se dieron cuenta de que usted no estaba armado, ahora pensarán
que sí lo está. Ellos corren la voz entre el hampa. Su casa está más segura que
nunca.
Terminó citando la biblia. El cuento del ángel que marcó las
casas de los judíos en Egipto para salvarlos de la décima plaga.