jueves, abril 07, 2011

Biopics: De cubo en cubo


Estar en la ciudad de México quería decir ver mucho a los cuates. Esto es, visitarnos mutuamente en nuestros departamentos. A esto Patricia le decía, con cierto tono de queja y tomando prestada una frase de Susana Duprat, “andar de cubo en cubo”. Visitábamos mucho a Susana, en su depa de Fernández Leal, en Coyoacán, y ahí veíamos también a Carreto –quien había entrado a trabajar en la secretaría de Agricultura, con Rodolfo Echeverría-, pero con quienes más convivíamos era con la pareja que formaban Hermann Bellinghausen y Blanca Rico Galindo, quienes también vivían cerca, en la calle Beta, en la colonia Romero de Terreros. Patricia decía que Susana y Blanca me gustaban, y se ponía celosa. Lo primero era cierto, pero mi interés no iba más allá de la amistad y nunca dí razón para sus celos.
Con Hermann y Blanca las pláticas eran largas y a gusto. Los temas, variados e interminables, aderezados por música excelente y buenas cheves. Del léxico y la literatura, al rock y la formación de los niños; de sus experiencias en la residencia rotatoria médica a cuestiones de política; de asuntos de historia universal o familiar a las opiniones sobre relaciones personales.
Ejemplos de algunos temas platicados entonces: si “me late” es una expresión femenina, si el nombre de Blanca en inglés era White Rich Ga-pretty o White Rich Ga-cute (por no hablar de su hermana Roseriver o de su hermano Santiago Rico (sic) ); las historias dramáticas del niño Tomás que quedó desfigurado por un incendio en su cuna o de la niña que a los 12 años descubrió que en realidad era niño; si el cálculo mental es ejercicio cerebral o tortura (parece que donde estudió Blanca era tortura… die Hande!!); si el alfabeto griego era, siguiendo la nomenclatura de las calles, alfa-beta-gamma-ayuntamiento-delta-epsilon,  si la “gente sencilla del campus” podía alguna vez ser sencilla, si Solidarność, era “objetivamente” de izquierda o de derecha, si la mejor ida al baño es cuando sale un solo mojón grande y firme.
Hermann estaba en el proceso de dejar la profesión de médico (conste que yo le dije que con su apellido podía poner un consultorio en Polanco y hacerse rico), sobre todo porque era incapaz de aceptar la muerte, porque le encabronaba muchísimo que un paciente se le muriera, así estuviera desahuciado. Por entonces, escribía en la revista Mundo Médico (sobre todo de casos extraños, como los aparentes hermafroditas) y seguía en la redacción de Nexos. Blanca, por su parte, iniciaba una especialidad que en ese 1980 parecía totalmente de discreto laboratorio: inmunología. Cuando estaba por terminarla apareció la epidemia del SIDA, y ella se convertiría en una de las expertas nacionales en el tema.
A menudo recalaban a su casa otros cuates, la mayoría de ellos dedicados a la literatura, y teníamos larguísimas discusiones cheleras sobre cuáles eran los grupos de rock de primera división y cuáles, aun siendo buenísimos, eran de segunda.
Con esos cuates, y otros, se organizó una cáscara futbolera sabatina en CU, cerca de Filosofía. Era el “futbol de los poetas”. Recuerdo en ellas a Luis Miguel Aguilar, Antonio Saborit, Andrés Ordoñez y Carlos Chimal. Hermann era habilidosón, pero quien verdaderamente la movía, quien la cascareaba driblándose a medio mundo –y a veces olvidándose de concretar la jugada- era Luis Miguel, el hombre de “el gran toque”.
Hermann también escribía en la revista Los Universitarios. Me invitó a colaborar. Lo hice dos veces. La primera fue un ensayo acerca del cantautor italiano Giorgio Gaber. Para entonces, eso sería un complemento, porque pronto me embarqué en una experiencia periodística más importante y formativa, la revista Solidaridad.

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