Estaba yo un día por el centro de Culiacán cuando me topé, con gran sorpresa, con un compañero de primaria, Toño Cárdenas, quien se había mudado a Guasave (“donde todo se sabe”) y trabajaba instalando pozos.
-¿Y qué ha sido de tu vida? –le pregunté.
-Soy feliz, encontré la verdad –fue la respuesta casi abrupta.
En ese momento debí de haberme despedido de él, pero me ganó la curiosidad y le seguí la plática para averiguar sus razones. Se había vuelto seguidor de la dianética. Lo invité a comer en casa el día siguiente.
Después de la comida, finalmente le pregunté a Toño lo que quería que le preguntara: ¿Qué es la dianética?
-A ver, Pancho, si con una sierra te cortaran el brazo, ¿seguirías siendo tú?
-Sí.
-¿Y si te cortaran la pierna?
-También.
-Eso es así, porque más que tu cuerpo, eres un tetán. Cada uno de nuestros cuerpos está habitado por un tetán. Las personas no existimos independientemente de los tetanes.
-Es lo que los curas en la primaria llamaban el alma –respondí.
-Es parecido, pero diferente. Porque los tetanes no sólo son inmortales: son eternos, son la fuerza creadora del universo.
De ahí pasó a explicar que la realidad que vivimos es una creación de los tetanes, sólo que se les olvidó que ellos la habían concebido. Se perdieron en algún momento, hace millones de años, por algún trauma, y dejaron de hacer uso de sus grandes poderes creativos. Dijo que la dianética era una técnica mediante la cual un “auditor” limpiaba tu tetán de esos traumas, llamados “engramas”, ayudado con unos aparatitos eléctricos. Él era un “preclarado”: es decir, alguien a quien todavía no le limpiaban todos los engramas, que eran la fuente de toda desdicha, pero ya estaba mucho mejor que al principio.
Una de las cosas que más le emocionaba a Toño era que, mediante esas sesiones, había podido ver algo de sus vidas anteriores. Por ejemplo, él había sido en otra vida un niño que le tiró una piedra a un soldado romano y por eso fue condenado a muerte (cualquier semejanza con la película Ben-Hur es mera coincidencia). Y es que los tetanes, dijo, van cambiando de cuerpo. Cuando alguien muere, sus tetanes regresan a Venus y después eligen adonde ir. Pueden dirigirse a una piedra, a un animal, o a una persona: depende de qué tantos engramas tengan. Una especie de reencarnación hinduista con tintes de ciencia ficción.
Comentó que el proceso con el que te “auditaban” en la dianética era muy caro, pero explicó que eso era algo que había elegido el tetán, porque había encontrado la ruta y quería “aclararse”.
-Entonces tu tetán se metió en ti a sabiendas de que tenías dinero para la dianética –repliqué.
-Exactamente.
-Y de pendejo se metía en un tzeltal de Chiapas, porque no tiene dinero, -concluí con toda lógica.
-Exactamente. Los tetanes más avanzados saben dónde meterse.
-Y los dianéticos, por eso, tienen que cobrar bien, porque si no estarían trabajando con un tetán atrasado –seguí hilando.
-Sí, pero hay un proyecto padrísimo para trabajar con comunidades indígenas –y no sé si Toño advirtió mi cara de horror-.
Poco antes de que nos despidiéramos, para no vernos nunca más, Toño platicó que su esposa estaba tomando clases en Los Ángeles para convertirse en “auditora” de dianética, que estaba mucho más avanzada que él y, casi de paso, reveló que estaban separados por una razón muy poderosa:
-Es que fuimos pareja en el Siglo XVIII. Y yo la maté, la envenené.
Descubrí una sombra en su mirada y un íntimo dejo de amarga resignación en su sonrisa. No había descubierto la verdad, y mucho menos la felicidad.
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