Dijo el presidente Calderón, en uno de sus arranques de retórica, que la nuestra es la “Generación del Bicentenario”. A mí, la verdad, me dio ñáñaras.
Resulta que, por razones de edad, pertenezco a la generación referida por Calderón –la que en estos momentos influye más en la vida nacional- y resulta también, que no tenemos mucho de que vanagloriarnos.
¿Cuál sería la “Generación del Bicentenario”? A mi entender la formamos, grosso modo, quienes nacimos entre 1952 y 1968, y que hoy tenemos entre 41 y 58 años. Somos, como decía Eduardo Valle, El Búho, los “hermanos menores” de la Generación del 68, los que participamos poco o nada en ese movimiento, pero vimos la represión y estábamos destinados, según él, a hacer la revolución (a instaurar la democracia). Somos, en palabras de Carlos Monsiváis hace cuatro décadas, “la primera generación de gringos nacidos en México”. La generación en cuya vida adulta hubo sólo islas de estabilidad económica en un mar de inestabilidad y crisis recurrentes. La que vivió, con conocimiento de causa, el polémico proceso electoral de 1988 y la caída del comunismo soviético y del mundo bipolar. La generación a la que se le derrumbaron las capillas ideológicas.
Nos antecedieron la recia Generación del 68 –nacidos por lo general entre 1941 y 1951- y, antes de ellos, la generación del desarrollo estabilizador. Nos siguen las generaciones X, Y, y la que todavía no tiene nombre, y que son las que tienen más posibilidades de sacar al país del hoyo, porque no es una cuestión de ganas, sino de formación.
Calderón no es el primero en cantar las glorias (esta vez a futuro) de este grupo etario. Ya ha sido definido como el que forjó la transición democrática. Si hemos de ser honestos, los iniciadores de la transición fueron, en su mayoría, miembros de la Generación del 68 –de izquierda, la mayoría, pero también hubo panistas y priístas- y a la nuestra le tocó solamente jugar un papel de cierta importancia en la consumación de dicha transición.
Si hemos de encontrar un símil, ahora que andamos revisando la historia nacional, tal vez se pueda encontrar en la generación que consumó la Independencia, bien diferenciada de quienes iniciaron la gesta hace dos siglos. La generación de Guerrero, Iturbide y Gómez Farías, pero sobre todo, la de Nicolás Bravo, Anastasio Bustamante, Mariano Paredes, Valentín Canalizo, José Joaquín de Herrera, Mariano Arista y, como figura emblemática que los envuelve a todos, Antonio López de Santa Anna.
¿Cuáles son las características centrales de esa generación de claroscuros? Que deseaba la independencia de México, pero no tenía idea clara de qué quería después. Salvo unos cuantos convencidos –como los tres primeros personajes de la lista-, la mayoría de la clase política de entonces se la pasaba en un vaivén constante de posiciones. En medio de la disputa entre federalismo y centralismo –que en realidad era una batalla en pro y en contra de los fueros-, cambiaban de posición a conveniencia, mutaban alianzas y hacían del transformismo político práctica cotidiana. Esbozaban proyectos de nación, pero por encima de ellos, a menudo pasaban los proyectos personales: el poder por el poder mismo. Y luchaban encarnizadamente, de espaldas al país, por obtenerlo o mantenerse en él. Todo ello, cubierto de una gruesa capa retórica: cada caudillo se declaraba dispuesto a derramar por la patria hasta la última gota de su sangre.
El resultado fue desastroso. Años de caos y guerras intestinas. De expoliación a las clases productivas. De pérdida de la mitad del territorio nacional. De mantenimiento de fueros y privilegios. De boato casi monárquico de parte de los políticos poderosos, en un país desangrado y estancado. Y lo que le siguió fue la guerra civil abierta y la intervención francesa.
Sería otra generación, la de los liberales encabezados por Benito Juárez, la que, con la restauración republicana y el fin de los fueros, sentaría las bases para la consolidación de México como nación.
El transformismo, la demagogia, la separación entre la clase política y el resto del país, el mantenimiento de privilegios, la ambición personal y partidista que pasa por encima de principios y que pretende sustituir la falta de rumbo definido, el boato, el encumbramiento de personajes menores, la tentación por la llegada del “hombre providencial” (que en aquel entonces siempre era Santa Anna), los enconos puestos por delante de las necesidades de la nación, que impiden llegar a acuerdos, son todas características compartidas con aquella triste época.
Hay similitudes, pero –afortunadamente- también hay diferencias.
La principal es que, a diferencia de la del Siglo XIX, la generación consumadora mexicana cuenta con instituciones democráticas, que algunos de sus miembros contribuyeron de manera sustantiva a edificar. Con todas sus deficiencias, estas instituciones son el mejor valladar contra cualquier tentación de providencialismo autoritario y contra el caos y la revuelta –por eso, precisamente, no ha faltado el exaltado que ha intentado torpedearlas-.
También contamos con una masa crítica de población informada y de analistas de la realidad nacional. Ni esa masa crítica constituye mayoría, ni todos los analistas escapamos de la retórica y del negativismo que vende, pero no propone; sin embargo, la sociedad mexicana se ha mostrado capaz de utilizar su libertad de expresión y de acotar, de manera colectiva, algunos de los peores excesos del poder. Ventajas de la democracia.
Y es cierto, finalmente, que el país camina aun a pesar de la pérdida de valores y de los costosos devaneos de su clase política, a través del esfuerzo de millones de mexicanos comunes y corrientes.
Esas condiciones deberían permitirle a la “Generación del Bicentenario” algo más que “preservar las libertades”, como dijo el Presidente. Ya consiguió la democracia, pero no ha sabido, bien a bien, qué hacer con ella. No ha sido capaz de hacerla socialmente eficiente.
La cuestión es –como hicieron los liberales decimonónicos en su momento- encontrar el punto nodal. El país requiere un cambio en su modelo de desarrollo, que lo oriente en primer lugar, a terminar con los privilegios, que siguen estando en el centro de todos los problemas nacionales. Y también necesita retomar valores humanos esenciales, como la solidaridad, la justicia, el trabajo como formador de riqueza material y espiritual, la honestidad, la laicidad, la educación integral. Aunque no “vendan”.
Veremos qué tanto avanza la generación pomposamente bautizada por Calderón. O si tendrán que venir las generaciones X, Y, y la que sigue, a hacer la tarea que no fuimos capaces de terminar.
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