Durante los años setenta, las universidades públicas mexicanas crecieron rápidamente. Esto se debía, fundamentalmente, a dos cosas. La primera es que la evolución demográfica de la población y los años de contínuo crecimiento económico habían generado una demanda creciente por la educación superior: jóvenes a los que la situación económica familiar no forzaba a trabajar y que deseaban ser parte de la movilidad social que se vivía. La segunda, que los gobiernos de entonces –a diferencia de los actuales- tomaron el financiamiento a la educación superior como una de sus prioridades. Esto no fue sin contradicciones, porque una corriente de pensamiento dentro del gobierno se mostraba preocupada por el activismo opositor en las universidades, y quería condicionar la entrega de subsidios a informes de rendimiento académico, que llevaban implícito un seguimiento político y que, en los hechos, minaban la autonomía universitaria.
La matrícula creciente implicaba, a su vez, una demanda cada vez mayor por personal académico. Las universidades se inundaron de profesores jóvenes e inquietos y tendencialmente de izquierda. Era la situación ideal para que se impulsaran muchas transformaciones en las universidades y, en particular, para el desarrollo del sindicalismo académico.
Entre los muchos dogmas que poblaban al PMT, uno era el desinterés por la política universitaria –a pesar de que su dirigente máximo, Heberto Castillo, saltó a la fama precisamente por su tarea al frente de los profesores de la UNAM durante el movimiento del 68-, bajo la idea de que la prioridad eran “los trabajadores”.
Se desarrolló, así, una contradicción flagrante. En muchas partes del país, la mayoría de los cuadros del partido eran universitarios, pero no participaban políticamente en sus instituciones, o si lo hacían, era a título personal.
Hay dos razones detrás del rechazo de Heberto a este tipo de política. Una era diferenciarse del PCM, que tenía presencia importante en las universidades y que gastaba buena parte de sus energías en ellas, tal vez demasiadas. Otra era un rechazo a los intelectuales, que pocos años más tarde Adolfo Gilly criticaría con socarronería, en un artículo titulado “El Burro y la Computadora”: recuerdo que según el artículo, a Heberto decían importarle los del burro y no los de la computadora, porque él quería ser el único en usar la computadora. Detrás de esa visión antintelectual había un igualitarismo reductor que estimulaba el atraso como si fuera un valor y se traducía en la sacralización imitativa de algunas voces en detrimento del intercambio plural de las ideas. Cosas que todavía se ven ahora en la izquierda nacional.
El PMT había hecho propia la idea de que el pueblo sólo estará dispuesto a sumarse a una nueva organización política si reconoce en ésta sus propios planteamientos y, por lo tanto, había que trabajar muy cerca de la gente y, de alguna forma, traducir las aspiraciones del “pueblo despolitizado”. Eso está muy bien, pero de ahí pasaban, en primer lugar, a que la dirigencia nacional se autodefiniera como intérprete de la voluntad del pueblo, y también a actitudes que no sé si calificar de populistas o de ingenuas. Por ejemplo, los desplegados del PMT no aparecían en Excelsior o en unomásuno, que eran entonces los diarios más influyentes, sino en La Prensa, el periódico dedicado a la nota roja; el que –según dictaba el estereotipo- leían los obreros (es decir, “el pueblo despolitizado”) y que, de paso, era hiperpriísta en su línea editorial.
En Sinaloa, tras los roces con Demetrio Vallejo en la asamblea estatal del partido, nos había quedado claro que haríamos muchas cosas sin pedirle el visto bueno a la dirigencia nacional. Una de ellas fue incurrir directamente en la política universitaria.
Nos propusimos colectivamente, por un lado, el mejoramiento académico de la institución, que implicaba el combate a las tendencias masificadoras a ultranza y el estudiantilismo (otorgarle demasiado poder a la “base” estudiantil) propias de la ultra; promover la utilización de la universidad como espacio de práctica y aprendizaje de la democracia y, por el otro, procurar la mejora laboral de los trabajadores, a través del SPIUAS (Sindicato de Profesores e Investigadores de la UAS).
En realidad lo que hicimos con esa decisión fue acabar con un simulacro y responder al origen mismo del PMT en el estado. Los Chemones habían nacido en la UAS, allí habían aprendido a hacer política, allí se habían hecho amigos y compañeros. En la Escuela de Economía, el PMT funcionaba como partido hegemónico y en otras escuelas había presencia importante. Nos faltaba unificar políticas y participar activamente en el sindicato, en el que dejábamos al PCM hacer y deshacer con tal de no ceder espacios a los herederos de Los Enfermos. Era también un mecanismo para que participaran más en el partido aquellos universitarios que no tenían tiempo o vocación para las labores de organización con campesinos, obreros, pescadores y colonos –que, por otra parte, no descuidamos.
Nombramos al Wally Meza coordinador del trabajo universitario, y nos inventamos para él la posición de “auxiliar de la presidencia del Comité Estatal”. Hicimos un repaso de nuestra fuerza en la UAS y resultaba que cerca de la tercera parte de los profesores eran miembros o simpatizantes del partido, que teníamos más estudiantes que el Partido Comunista y que había varias escuelas en las que podíamos tener una influencia notable. Por el lado sindical, armamos planillas para el Consejo General de Representantes, y obtuvimos aproximadamente un tercio de los puestos –allí estábamos, entre otros, Guevara, Renato Palacios, Jaime Palacios y yo-. A partir de ahí, tejimos una alianza con el PC para las elecciones que renovarían el comité ejecutivo sindical –una política hasta cierto punto contrapuesta a la que preconizaba la dirigencia nacional del partido, que trataba a todos los sindicatos como si fueran charros- en la planilla Unidad Democrática, que derrotó a la ultra y se quedó con 8 de las 11 carteras del comité, cuatro de las cuales fueron para compañeros nuestros, incluido Renato como Secretario de Organización.
La participación en el SPIUAS también significaría un acercamiento con el grupo al que considerábamos más afín en ese terreno, el Consejo Sindical, surgido en la UNAM. En el Consejo estaba mi cuate Raúl Trejo, pero la relación se estableció principalmente a través de Pablo Pascual. Este acercamiento tendría repercusiones posteriores.
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