miércoles, abril 07, 2010

Victimismo vaticano


La que acaba de terminar ha sido la semana santa más difícil para la iglesia católica en más de medio siglo, por decir lo menos.
El escándalo que envuelve a la Iglesia, al Vaticano y al Papa mismo es, fundamentalmente, que salió a la luz pública la política institucionalizada de encubrimiento de los sacerdotes pederastas, que incurrían en prácticas no sólo inmorales, sino también criminales.
La respuesta del Vaticano ha tenido dos caras. En una, admite con horror y vergüenza la existencia de este tipo de comportamiento en algunos de sus ministros de culto y señala que no los tolerará. En otra, asegura que el asedio que sufre se debe a una campaña anticatólica, orquestada por fuerzas extrañas, que quieren destruir la religión.
Estas respuestas, además, se han dado con una sorprendente falta de coordinación en términos de comunicación social. El mismo día que el portavoz oficial del Vaticano ha tenido que rectificar y pedir perdón por declaraciones realizadas por el predicador de la Casa Pontificia (la majadera comparación de las críticas a pederastas con el antisemitismo), el Osservatore Romano da vuelo a la denuncia de “cristianofobia” y “ataques injustificados” expresada por un arzobispo.
Haremos bien en tomar nota del acto de contrición de la Iglesia, en la esperanza de que las palabras se tornen en hechos. Pero hay que indicar que la actitud victimista que ha tomado el Vaticano en poco ayuda a mejorar su situación y, en cambio, da cuenta de un autoritarismo persistente y de un creciente aislamiento frente a la sociedad y el resto del mundo.
Una serie de datos duros han salido a la luz. Las denuncias de violaciones repetidas a menores de parte de sacerdotes católicos en diversas partes del mundo, fueron sistemáticamente repelidas por la Iglesia, a pesar de las evidencias. En todo momento privó el espíritu de cuerpo por encima de la más elemental justicia. No sólo eso: a los denunciantes se les trató como mentirosos, como parte de un complot perverso.
El problema se agudizó tras de que se señaló que el entonces arzobispo Joseph Ratzinger protegió a un sacerdote criminal en su diócesis de Munich y Friburgo en 1980 (fue enviado a “terapia” y reasignado a otra sede, donde volvió a abusar de menores). Si bien el vicario asumió la responsabilidad de ese caso en particular, absolviendo al actual Papa, Ratzinger –ya como cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe - instruyó a los obispos a no cooperar con investigaciones civiles relativas a escándalos de pederastia sacerdotal.
La actitud dominante entre los altos prelados ha sido la de intentar pasar al “borrón y cuenta nueva”. Admiten errores pasados, afirman que lucharán porque no se repitan. Pero no están de acuerdo en que se insista en castigar penalmente a los culpables, ni en revisar la posición general de la Iglesia en la sociedad, a la que quiere dictar normas, pero sólo acepta las que van de acuerdo con su particular visión del mundo.
Castigar penalmente a los culpables significaría que no hay hombres o instituciones que estén por encima de las leyes, lo que va en contra de la permanente vocación de poder de la Iglesia católica. Hay quienes quisieran que el collarín fuera una especie de fuero.
Tal vez la reacción vaticana no habría sido tan militante si no hubiera sido tocado el Papa Ratzinger. Recordemos que el Vaticano es una monarquía absoluta. De ahí la cantilena de “mezquinas habladurías”, con las que ha querido descalificar a sus críticos. De ahí, el inédito acto del Colegio Cardenalicio, que salió en una defensa al Papa propia del Soviet Supremo. De ahí el soberano desprecio al tema de la pederastia en las alocuciones papales de la semana mayor.
Sabemos que el problema –una minoría de sacerdotes perversos- es muy antiguo, y que la vieja moralidad farisea evitó que muchos casos fueran conocidos a lo largo del tiempo. Queda claro que la política de cobertura era mucho más profunda en el papado de Juan Pablo II (ese conservador carismático cubierto de teflón), cuando las denuncias afloraron en masa. Y que Ratzinger, a diferencia de Woytila, inició su reinado criticando la “suciedad entre los que, por su sacerdocio, deberían estar entregados al Redentor”. Pero el caso es que, precisamente porque Ratzinger no es un comunicador tan hábil como Woytila –y no se siente tan fuerte políticamente- la reacción cupular ha sido de libro de texto de los regímenes autoritarios.
Preocupa esa soberbia sin propósito de enmienda. Preocupa porque nos dice mucho acerca de la vocación del poder por encima de la vocación por la justicia. Preocupa porque señala que la Iglesia no quiere ponerse en sintonía con las sociedades a las que sirve. Preocupa porque nos advierte que la preocupación de una de las instituciones clave de la civilización occidental está en la defensa corporativa y no en los valores a los que dice servir.
Tiene razón el nuncio vaticano cuando afirma que es necesaria una refundación de la iglesia católica. Requeriría un nuevo Concilio, una revisión a fondo, con las reformas conducentes para reacercarse a la feligresía. Sólo así puede salir fortalecida de esta crisis. Sólo así podrá responder positivamente a las necesidades sociales y espirituales de sus miembros. Desgraciadamente, es de preverse que la jerarquía lo impedirá.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Dejad de creer en esa malvada institucion que es la Iglesia Catolica que ya se sabe lo corrupta que es.¡Me cago en Dios y en la Virgen puta!