Hace unas semanas leí el apasionante La Conquista de México, del notable historiador inglés Hugh Thomas. Esa lectura me hizo reflexionar sobre la añeja herencia cultural de algunos de los atavismos mexicanos (no abundaré sobre los más conocidos).
Las ganas de fiestear.
Los aztecas derrotan de manera apabullante a españoles y tlaxcaltecas (La Noche Triste ) y, en vez de perseguirlos para darles la puntilla, se ponen a festejar. Largas ceremonias funerales para los caídos en la batalla, elaborados sacrificios humanos para los enemigos capturados, enormes y suntuosas ceremonias para la asunción de Cuitláhuac como nuevo tlatoani. Los españoles, en tanto, pueden escapar, reforzar su alianza con los tlaxcaltecas –también dolidos de tantas pérdidas- y rehacer posiciones.
Tirar, auténticamente, la casa por la ventana con motivo de una boda, unos quince años, la fiesta del Santo Patrón del pueblo o barrio, o lo que caiga en el tonalpohualli, sigue siendo una tradición en un país eternamente alejado de la ética weberiana y peleado a muerte con el concepto de ahorro.
La pasión leguleya
Esta nos viene de España. Cortés hace prácticamente un motín para cambiar el destino de su expedición, pero busca, a través de subterfugios legaloides, dar una justificación legal a sus acciones. Cada pueblo que va conquistando, cada tropelía que va cometiendo, cada castigo o beneficio que va acordando para compañeros, aliados o enemigos, va de la mano con la factura de largos legajos legales que legitiman judicialmente su accionar (o, al menos, eso pretenden).
Es por demás significativo que la mayor parte de las fuentes históricas para el análisis de la conquista provenga de los diversos “juicios de residencia” que se hicieron a Cortés y a otros conquistadores, con largas y prolijas deposiciones de testigos presenciales (pero interesados).
Esto me hace pensar en dos cosas. Una es el momento en el que Victoriano Huerta intenta disfrazar de legalidad su golpe de Estado, con todo y Presidente Interino que dura 45 minutos en el cargo. La segunda es la constante queja en contra de “judicializar la política”… que sólo se expresa cuando es la contraparte la que manda el asunto a jueces.
Por otra parte, nuestra inveterada capacidad para perder tiempo y esfuerzo en la grilla está ligada estrechamente a esta herencia.
El rechazo al “centro”
Uno de los aspectos más impresionantes de la conquista fue el rechazo generalizado de los pueblos tributarios hacia los aztecas. Si la Historia de Bronce que mamamos en la escuela ubica sólo a los tlaxcaltecas como aliados de los castellanos, la que relata Thomas va mucho más allá. Los descendientes de los olmecas desde el principio jalan con Cortés; a los tlaxcaltecas se les unen los huejotzingas; los purépechas se hacen tarugos cuando los aztecas les piden apoyo; ya en el valle, chalcas y texcocanos terminan unidos a los conquistadores y, por si faltara algo, cuando casi todo estaba perdido y Cuauhtémoc pide apoyo a Tlatelolco, éste lo otorga sólo a condición de volverse la nueva capital del imperio.
La razón de todo ello está en los tributos exagerados y extravagantes que exigía Tenochtitlan. Aves, plumas, jade, trabajo forzado, doncellas, corazones para los dioses. Los embajadores del centro eran hipócritas, falsamente obsequiosos, pero terribles en sus exigencias. Cuando la capital azteca se sintió rodeada, lo más que ofreció fue un modesto descuento en los impuestos.
El trauma persiste. Hoy en día, cuando el Distrito Federal subsidia, en los hechos, al resto de la nación, sigue siendo visto –sobre todo por los chichimecas- como un lugar cuyos lujos y supuestos privilegios derivan del tributo que extrae a las provincias. Y a los chilangos se nos ve como si fuéramos, todos, los enviados del tlatoani, llenos de dobleces y ávidos de expoliación.
El gusto por exagerar los números
En las relaciones, de los dos bandos, hay un desprecio hacia todo lo que parezca un cálculo racional. Según los conquistadores, los pueblos y ciudades del México antiguo –aun los secundarios- son siempre riquísimos, bellos y superan a las ciudades españolas. Según ambas partes, los participantes en las batallas superan las decenas de miles (aunque a la hora de contar los muertos, éstos son pocas decenas). Qué viva la epopeya, y al carajo con la verdad.
Cuatro siglos después, ese gusto épico-numérico se presenta en el cálculo de cuántas personas caben en el Zócalo. Se llega a un número mágico: un millón. No por nada el Zócalo es el ombligo del Anáhuac. Ese millón apoyaba al Señor Presidente. En 1982, los del PSUM nos pusimos a medir el Zócalo para ver si podíamos llenarlo: en la plancha caben 40 mil. Con eso se armó aquel “Zócalo Rojo”. Dijimos que no éramos un millón; nada más 300 mil.
No hablemos de los millones y millones que acuden a la Basílica o al Viacrucis de Iztapalapa (donde, haciendo los cálculos más optimistas, no llegan a caber 50 mil en todo el recorrido).
Y cinco siglos después de la conquista, vigente –como siempre- el desprecio a la precisión, las autoridades lanzaron números alegres (en realidad fúnebres) sobre los infectados del virus A/H1N1, con las consecuencias devastadoras para la imagen del país que hoy sufrimos. Se pusieron (nos pusimos) a hacer cifras precisas, que resultaron mucho menores, cuando el daño mediático ya estaba hecho.
1 comentario:
creo que todas toditas todas las herencias culturales que mecionas están ciertamente ligadas a ese pasado "remoto" durante la conquista.Serán pequeños retazos, pero forman parte de la actitud en la vida.
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