Noche en la playa militar
Tras pasar una revisión exhaustiva en la aduana, y de comprar pegamento para arreglar la foto de mi pasaporte, fui al embarcadero de Ceuta nada más para enterarme que el último ferry del día con rumbo al continente europeo acababa de zarpar. Así que me puse a buscar alojamiento en esa extraña ciudad: neoclásica, bizantina y árabe, y que al mismo tiempo tenía un profundo aire a subdesarrollo.
Empecé por los hostales y los hoteles baratos. No había lugar. Seguí por las casas que ofrecían cuartos libres. La única oferta era en una cocina y no me pareció. Busqué en los hoteles de más categoría. Cuando en el hotel de lujo me dijeron que tampoco tenían cuartos, otro mochilero –un japonés- estaba en mi misma situación. Nos hicimos cuates y decidimos rolar un poco más la ciudad e irnos a dormir a la estación del ferry. Allí recalaron un español, que se decía trosquista, y tres gringos neoyorquinos. Cuando ya nos ganaba el sueño, en nuestras bolsas de dormir, llegó un vigilante y nos corrió. Era medianoche. Durante la búsqueda de hostales me topé con unos hippies italianos que me recomendaron pasar la noche en una playa militar cercana al centro. Allí llevé a la tropa mochilera.
Nos acomodamos sobre la arena y estábamos durmiendo a pierna suelta, cuando a las tres de la mañana se suelta una llovizna pertinaz, que nos obliga a buscar refugio debajo de un envarado, en la misma playa. No duramos mucho allí. A las seis nos despertaron y nos desalojaron los soldados, que empezaban su rondín.
Los gringos estaban encabronadísimos, el español estaba muy apurado en tomar el autobús para Marruecos, el japonés y yo nos fuimos a desayunar un rico pan dulce y café con leche. Le dije que era una pena lo que nos había pasado.
-No es pena –respondió, en su inglés básico-. Cuando yo regrese a Japón le voy a decir a todos mis amigos que dormí en una playa militar franquista. Fue una gran experiencia.
Para mí que había sido una chinga.
Tomé el ferry –que en aquella época era un barquito bastante lento- que me llevó a Algeciras. De ahí, un autobús con rumbo a Sevilla. Me la pasé leyendo una revista, Cambio 16, cuyo contenido independiente me sorprendió, porque yo tenía la idea –del “mito genial” José Luis López de Zavala- de que la prensa española era franquista sin excepción. En Sevilla compré también El País, que vivía sus primeros meses; me pareció “un diario decente”, tardaría unos años más en convertirse en referente obligado del mejor periodismo en lengua española.
Soñar en las musas de Bécquer
De aquel viaje, Sevilla fue, sin duda, la ciudad española que más me gustó en aquel primer viaje por ese país. Me alojé en un hotelito en el Barrio de la Santa Cruz , una zona muy típica del centro histórico, de calles estrechas, recovecos, pequeños palacios y casas muy monas. Era un gusto caminar por el lugar, entre jardincitos, y asomarse a los frescos patios interiores –tan mexicanos, diría uno, pero en realidad tan sevillanos-. Llamaba a la imaginación: como que por allí pasaban las musas de Becquer, se batían en duelo los personajes de los romances y en una de sus casas estaba encerrada la mujer del celoso extremeño.
Esa sensación de historia viva se hizo más grande en la visita a la catedral que, aunque enorme, es uno de los tres templos católicos que más me han cautivado (Notre Dame y el Duomo de Módena son los otros dos). La Giralda me pareció extraordinaria, porque tenía una como lógica de totem a la española, que conocemos bien en México: la base árabe y el remate renacentista. Igualmente, me encantaron los jardines, el Patio de los Naranjos. Además tenía una capilla de Santa Bárbara, lo que me pareció chido. Pero sobre todo me dio gusto sentarme en unas gradas externas laterales y encontrar una referencia a Miguel de Cervantes. Sí, aquí se podía uno imaginar el paso de sus personajes, pícaros y aventureros, y al propio escritor, allí sentado donde yo mismo, observando su realidad, un mundo espléndido, abierto y malvado, que podemos atisbar mejor gracias a su obra.
También me di tiempo de ir a la Maestranza , a los toros. No es que me apasione la fiesta, pero es que Sevilla era tan típica, tan cañí, que tenía que hacerlo. Los españoles que se sentaron junto a mí sabían muchísimo. Agucé el oído para no ser tan villamelón. Saliendo de la corrida, vi una calcomanía en una tienda. La figura de un burro con cara estúpida y alegre, enfundado en una camiseta a rayas verde y blanco. Y la consigna: “¡Betis manque pierda!”. Decidí que ese sería mi equipo favorito en la liga española de futbol.
En las noches me sentaba en el cómodo escritorio de mi posada a escribir algunas impresiones de aquel viaje. Era una de las pocas veces en que estaba solo y me sentía verdaderamente a gusto.
Autostopista con suerte
Tras unos tres días en Sevilla decidí a volver a probar suerte con el dedo, con un propósito grandioso: llegar a Salamanca en una sola jornada de viaje. No tardé mucho en encontrar el primer auto, un tipo que iba al pueblo de Don Benito. Cuando supo que yo era mexicano, me preguntó:
-¿Por qué vosotros los mexicanos nos odiais a nosotros los españoles?
Le respondí que no, que los queríamos mucho. Le dije que no se tomara personal las disputas políticas entre las naciones.
Eso tampoco lo entendió, porque era franquista. La verdad, no entendía mucho. Tras un rato, comentó, algo sorprendido:
-¡Oye, que hablas muy bien el español!
No sé qué esperaba. Creo que me dio aventón porque yo llevaba puesta una camisa azul, que –no me había enterado- era parte de la simbología falangista.
Me dejó en una desviación y todavía no terminaba yo de hacer mi letrerito cuando me subió un trailero que iba para Almendralejo.
Fue un tramo relativamente corto, en el que pasamos por muchas dehesas. A mí me parecía extraño que no fuera tierra cultivada. El chofer me explicó que la mayor parte eran cotos de caza destinados a los ricos y que algunas eran propiedad de la iglesia. A él le parecía un desperdicio, pero comentó que la tierra no era muy fértil. Pensé en Don Benito… en Don Benito Juárez y sus leyes para desamortizar tierras ociosas.
A la salida de Almendralejo empecé a escribir un nuevo cartelito. Tampoco acabé, porque de inmediato me subió a su auto un matrimonio que iba con un bebé. A la usanza española, la mujer iba en el más seguro asiento de atrás, con el niño. Yo me subí adelante. Era una pareja de maestros de primaria que iban rumbo a Béjar, que era casi al llegar a Salamanca. A diferencia del vecino de Don Benito, ellos eran socialistas, solían ir a Francia a comprar libros prohibidos por el régimen, simpatizaban con la postura mexicana de rechazo, tenían esperanzas de que, tras la muerte del Inmorible, las cosas cambiarían y la sensación “intuitiva” de que estaban ya cambiando.
En Béjar me agarró la lluvia y ya no pude conseguir aventón para el último tramo. Dejé el autostop y me fui a una posada. Habrá sido el clima, pero la sensación que tuve al llegar a Béjar fue decirme: “Ah vaya, esto sí es Europa”.
Me quedé en una pensión que incluía también la cena. Un joven huésped –estudiante de económicas en Madrid- se sentó a platicar conmigo. Luego propuso que fuéramos a tomar un trago. Le dije, muy a la mexicana, que “otro día” (quería ponerme a escribir en mi cuarto) y él, muy a la española, contestó.
-¿Cómo que otro día, si no nos vamos a volver a ver nunca?
Tenía toda la razón.
Salamanca y Burgos
De Béjar tomé al otro día un autobús para Salamanca. De esa ciudad recuerdo, en primer lugar, los colores ocres de sus edificios y la semejanza con algunas partes de ciudades coloniales mexicanas. También su espectacular plaza de armas y la fachada esplendorosa de la famosa universidad. Y recuerdo que llovió a cántaros.
En Salamanca, al igual que en Sevilla, y con similar regusto, dejé que mi imaginación paseara por la ciudad entremezclada con los hechos literarios y los momentos históricos que la señalan. También recorrí un par de librerías y constaté que la censura sobre los libros era menor de la que yo suponía. De hecho compré uno de Nicolás Sartorius, uno de los dirigentes de Comisiones Obreras.
Un día más tarde, otro autobús me llevó a Burgos, que recuerdo blanca, señorial y con un fuerte sabor medieval. A diferencia de Sevilla y Salamanca, que rezumaban alegría me pareció una ciudad muy seria.
Todos esos días de viaje en solitario dejaron una impresión muy agradable en mi espíritu, normalmente muy gregario. Al mismo tiempo que había disfrutado de los lugares visitados, había podido poner en orden algunos de mis pensamientos, sensaciones y sentimientos, y me sentía en paz.
En Burgos estuve aquel miércoles en el que me había quedado de ver con Carlos Mársico y el gringo Steve en San Sebastián. El jueves partí a mi cita, pensando en que –lógico, por las condiciones en que estábamos- no habíamos precisado hora o lugar específico.
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