martes, diciembre 09, 2008

Biopics: Pasta de estrellitas

Cuando empieza a hacer frío y uno está fuera de México, es más intenso: gélido. Entonces no hay nada mejor que hacerse una sopa de pasta de estrellitas, con su consomé de pollo en polvo, servirla en una taza, sentarse en el suelo y platicar con los cuates acerca de la Patria tan lejana. Empezar recordando unos deliciosos huevitos rancheros (en realidad uno no tiene hambre, y se siente cálida la mano que sostiene la taza, pero la onda es darle vuelo a la nostalgia), pasar luego por buena parte de la tradición culinaria nacional, señalar que es incomparable. Seguir luego con otras cosas incomparables: ¿Jugadores como el Pistache Torres? ¡Ninguno! ¿Y como el Manquito Villalón? ¡Nadie! ¿Cómicos como El Comanche? ¡No hay!
-Oye güey, ¿y cómo se llama El Comanche?

-Chin, ya se me olvidó. Lo que es estar tan lejos del suelo donde he nacido.

-¡Inmeensa nostalgia invaade mi pensamiento!

-¡No volveré!

-Sí, y nooo pararé hasta ver que tu llanto ha formado…

Pasan los años y la pasta de estrellitas en una taza ya no trae recuerdos patrios, pero los mecanismos de la memoria siguen en su función y trae la sensación de calidez entre la niebla helada.


Una visita inesperada


Luciana era la más joven de la banda que se juntaba alrededor de Claudio Francia. Una chava con carácter, que había destacado como militante del Partido Comunista –y que despreciaba profundamente a la ultra- y que estaba orgullosa de su origen popular. Tal vez por estas dos últimas características, Beppe Falavigna –todo raigambre proletaria- estaba prendado de ella. Todavía no entraba a la universidad. Estudiaba por las tardes, y en las mañanas trabajaba como cartero. Casualmente, cubría nuestra zona.

Una mañana en la que la niebla y las sábanas me impidieron despertarme a tiempo, Luciana llegó a entregarme personalmente una carta certificada que enviaba Carlos Mársico desde Perugia.
-Aquí escribí que te la entregué a las 11. Son las nueve –me dijo, sentándose en el borde de mi colchón.
Me levanté y puse el disco de Tubular Bells (qué prejuicios ni qué nada). Regresé a la cama. Ella ya estaba bajo las cobijas.


Un congreso, un dogmático y un trago de rompope

Dos días después de aquella visita, Beppe y yo partimos a Chianciano Terme para asistir a un congreso sobre Gramsci, del que él me había hablado desde hacía días. Beppe acababa de dejar el PdUP para inscribirse al PCI y tenía una gran hambre de conocimientos propios de su nueva condición. En el camino fuimos escuchando música latinoamericana –los casetes de Vadillo- y Beppe hacía que yo le tradujera. Y yo le traducía la canción del yuyito que había crecido en la roca, pensando ora cómo le digo a este cuate que está clavado con ella que Luciana se acostó conmigo. Y mejor seguía traduciendo.

En Chianciano logramos que nos dieran un cuarto que no había sido ocupado y asistimos a algunas discusiones interesantes (qué se entiende como “intelectual colectivo”) y otras no tanto (que bordaban en los conceptos estructuralistas). El tipo que me pareció más serio fue Giuseppe Vacca.


De ahí dimos un salto a Perugia, a visitar a Carlos Mársico. Tenía nuevos inquilinos, entre los cuales destacaba un cubano, Juan Iñurrieta, que en muy pocos minutos me cayó muy mal. En las horas que estuvimos ahí se armaron –tipico de la casa de Mársico- tres discusiones colectivas sobre temas políticos.

La primera fue sobre la liberación femenina, y –para desesperación de una polaca y una francesa- Iñurrieta decía que hay trabajos que no pueden hacer las mujeres, porque su prioridad es la familia.

-En Cuba tenemos una frase muy revolucionaria: la familia es la célula de la sociedad.

La segunda fue sobre la diferencia entre compañero y amigo, que se prestaba a profundidades personales. Iñurrieta dictó cátedra:

-En Cuba hay una definición muy clara: el compañero lo decide el Partido, el amigo lo decides tú.

La tercera fue sobre el papel revolucionario de los homosexuales. Había un venezolano gay que alegaba que la sexual era parte de los procesos de liberación en marcha, y eso para Iñurrieta era inaceptable:

-Los hombres como el Ché; las mujeres, como Tania. ¡Nada en medio!

Cuando alguien disentía de él, Iñurrieta –supuestamente haciéndose el gracioso- sacaba una libreta de taquigrafía y decía: “Mira que voy a apuntar lo que estás diciendo en mi libretica”. La enésima vez que sacó la frase, le dije: “Apúntame de una vez, que tienes alma de policía”.
Iñurrieta, como es obvio, se encabronó (creo que sobre todo porque lo evidencié) y, aprovechándose de que el ingenuo de Beppe le había dicho que yo era hijo de cubanos, me acusó de apátrida.
-Para ti sólo hay de dos: o revolucionarios, o gusanos –le dije-. Eres un dogmático. Yo soy un mexicano revolucionario y tú eres un cubano pendejo.

Acto seguido me despedí de Mársico y nos fuimos. Iñurrieta me siguió hasta la puerta, gritándome “Apátrida”.

Por supuesto –como en su momento me lo confirmaría Carlos- Iñurrieta ha tenido una carrera muy provechosa en el servicio diplomático cubano.


De regreso a Módena, otra vez me punzaba la pena insistente de decirle a Beppe lo que había sucedido entre Luciana y yo. Pinche Beppe. Se lo dije al llegar, entrando al bar junto a la casa. Se le tensaron las quijadas.

-Merda! –exclamó, y pidió un rompope.

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