En el camino me hice cuate de un inglés, un tal Bilo, y estuvimos platicando todo el rato. Yo le describí, entre otras cosas, el sistema político mexicano.Detrás de nosotros estaba sentado un gringo, que siguió la conversación –en la medida de sus posibilidades-. Partido único, represión del 68, gobierno metido en todo… concluyó que yo era checoslovaco. Cuando, entre risas, le dije que era mexicano, salió filósofo:
-Ah, eres americano, comprenderás que los europeos no son libres porque no hay panorama.
-¿Cómo?
-En Europa para donde tú mires hay casas. Eso no sucede en nuestro continente. Allí sí hay panorama, hay libertad.
Llegando a Heathrow, el pobre gringo estaba desconsolado porque le tocó hacer fila junto a la perrada: los que no éramos ni de
Los Watson vivían en Kew Gardens, y eran una familia bastante estrafalaria. Bill, el papá, era profesor en
-A
-A mí me gusta mucho esa música. Yo toco la guitarra. Es mi instrumento.
-Hombre, es padre la guitarra.
-Ni creas que voy a bajar a cenar así de sucio. Ahorita me pongo otro suéter –y antes de que yo le contestara, se ponía a hablar con su mamá, quien cocinaba algún plato extraño y simultáneamente leía un libro para su tesis de doctorado sobre la influencia islámica en las iglesias románicas del sur de Francia.
El segundo de los hermanos era un intelectual de gustos wagnerianos, aunque genéricamente “de izquierda”, que hacía su maestría en historia medieval con una tesis sobre los efectos del tratado de Chartres en el desarrollo de Francia.
El tercero era el que quería ser “más intelectual” que todos, y el único que en realidad resultaba algo estirado. Experto en Mozart, hacía su tesis sobre mosaicos islámicos.
Y Ben, el joyciano, era el más pequeño. Atormentaba al resto de su familia –menos al mayor, rockero al fin y al cabo- con discos de Frank Zappa, “obscenos” en relación a Mozart, según Hermano Tres. No habían pasado dos años de que Ben escuchó por primera vez a Zappa, allá en Perugia, y ya tenía una colección impresionante. Todos los acetatos comerciales, más una buena cantidad de bootlegs, y piratería varia. Con él rolé a varios lados y me divertí bastante.
Como buen inglés, Ben estaba muy conciente de las clases sociales. Me explicó que tú puedes distinguir qué onda con una chica según la bebida que pida. Si pide una cerveza lager, es working class; si pide oporto, es posh; si pide Guinness, es alivianada. Su novia siempre pedía Guinness (y ahí me aficioné a esa bebida deliciosa, y a las pintas, que son la medida perfecta para ella: dos pintas de Guinness te dejan exactamente satisfecho).
Una vez regresábamos de un pub en su barrio y una señora, al vernos, prefirió pasarse del otro lado de la calle. Ben sentenció:
-Este vecindario es tan middle class que tienen miedo hasta de nosotros.
Otra vez cruzamos Londres en auto –con un compañero suyo de Cambridge, nativo de las islas Mauricio- y fue sensacional ir del lado izquierdo del carro sin manejar por el periférico londinense –una experiencia extraña, y en cierto modo chilanga, porque Londres es una metrópoli que, como la capital mexicana, se percibe en todo momento como metrópoli-. Allí, con otros cuates, también terminamos en un pub, en una discusión interminable sobre la teoría del conocimiento: Popper –que defendía el de Mauricio- contra Kuhn –que defendía yo. En eso, un parroquiano bastante anciano y algo pedo, nos dice:
-Ahí me avisan cuando terminen de arreglar el mundo.
Entonces Ben, en voz altísima: -¿Se dan cuenta de que el concepto “arreglar el mundo” es estúpidamente pequeñoburgués?
El viejito se encabrona, nos quiere armar bronca, pero el barista cortésmente lo saca del local.
El día 24 fui a
El día 26 era el famoso Boxing Day. Yo había visto anuncios en las calles y me imaginaba que había una gran pelea de boxeo, pero no: es el día en el que se intercambian los regalos, bien puestos en su caja. Yo regalé libros de segunda mano que compré en Richmond con Ben. Recibí lo mismo a cambio, salvo Hermano Uno, que regaló unas velas bastante locas que había hecho. Luego fuimos con los vecinos de enfrente a un concierto de música de cámara. Los ejecutantes eran los miembros de la familia Watson y de la familia vecina (Hermano Dos tocaba el violoncello y el piano, Papá Watson y Hermano Tres tocaban el violín). Fue interesante escuchar música de cámara en la sala de una casa, que se supone es el lugar idoneo para disfrutar de este tipo de composiciones.
Una de las cuestiones frustrantes de aquel viaje fue que, por el acomodo de los días, los museos y otros lugares de interés estaban casi siempre cerrados. Navidad y Boxing Day se ligaban con el fin de semana. Esa circunstancia y mi ansia por visitarlos hicieron que decidiera no acompañar a Ben y unos cuates a Cromer. De hecho, la familia Watson se dispersó. Hermano Uno salió para Escocia, Mamá Watson y Hermano Dos, a Gales. Yo me quedé con Papá Watson y Hermano Tres, quienes en Año Nuevo se pusieron una peda fenomenal con un aguardiente frances –sin perder, no obstante, la flema en ningún momento-.
Londres me maravilló, en primer lugar, por su carácter de ciudad. El gusto de ver pasar a la gente apresurada, admirando mujeres vestidas provocativamente y jamás volverás a ver, oyendo los villancicos que canta un coro infantil en Trafalgar Square, metiéndote a husmear en tiendas de objetos extraños. Cumplí mi propósito de ver a fondo los prerrafaelistas y los artistas pop, y escribí algo al respecto. Fui dos veces al teatro: una fue al “Rocky Horror Show”; la otra, a una adaptación de “El Sueño de un Hombre Ridículo”, de Dostoievsky, en la que una actriz desnuda se sentó en mis piernas. Ví “El Enigma de Kaspar Hauser” en un cine en cuyos sillones había ceniceros, para comodidad del espectador y tranquilidad de los limpiapisos.
La pasé bien, pero no pude evitar la sensación de que los ingleses estaban muy reprimidos (y eso era algo que Ben subrayaba en todo momento). En México, en Italia, en París, en Amsterdam uno va caminando por la calle y si encuentra los ojos de otra persona, se fija en ella, establece un contacto fugaz, una relación microscópica que culmina después de unos pasos y a veces hasta antes. En Londres la gente miraba al suelo o al vacío y yo tenía que buscarles los ojos, comerme mi túrgido asombro ante la ausencia de reacción de los pasantes –y, sobre todo, de las pasantes-. Esto te hace sentir espectador y no partícipe, como si fueras invisible. Lo curioso es que los ingleses te los presentan y suelen ser bastante simpáticos.
Por este restraint inglés, me pareció raro que una chica que preparaba el café se me quedara viendo a los ojos, que luego me sonriera, que comentara algo con la que lavaba los vasos. Empecé a sospechar cuando oí a una mesera decir “estroberri”. Les hice plática. Me preguntaron si yo era inglés (sabían que no: un inglés no las hubiera visto a los ojos, no les hubiera sonreido, no les hubiera hecho plática). Eran italianas.
Cuando llegaba a casa de los Watson, si no platicaba con Papá Bill acerca de
En el avión de regreso me ligué a una inglesita de lo más chula y si no me la pude llevar a Módena, no fue porque a ella le faltaran ganas. Lo único que pudo salir de aquello fue un cuento chusco.
3 comentarios:
Gracias por alegrar el día y llevarme en primera clase a Londres.
Ziggymoon
igual y es una onda cósmica: mientras tu pensabas en Ben, Ben pensó en ti.
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