jueves, noviembre 08, 2007

Mitos Geniales IV. Alfonso Solares (Biopics)

Alfonso Solares, el segundo de Edmundo Flores en la representación mexicana en la FAO, era un tipo irrepetible e inolvidable.

Empecemos con la pinta. Cuando lo conocimos tenía unos 28 años. Era un cuate gordo (para la época: hoy se diría que tenía un ligero sobrepeso) y más bien bajito. Usaba trajes –casi siempre de color claro- que parecían quedarle estrechos y largos; parecían a propósito para que se viera más gordo. Los trajes, invariablemente, estaban lamparosos y con manchas de grasa. Pero su principal característica era que sudaba copiosamente, con independencia del clima. Solía continuamente pasarse la manga de la camisa por la frente para secarse el sudor, lo que termina por echar a perder las camisas. Tenía una voz tipluda, con acento veracruzano (obvio, porque era veracruzano) y costaba trabajo imaginar cuanto sudaría en su tierra. A pesar de ello, una anciana mesera del hotel decía que era “bellissimo” porque, según ella, se parecía al Duce.

Sigamos con sus costumbres, que eran lo más difícil de repetir. Se despertaba crudo y pedía de desayunar huevos fritos –una rareza en Italia, donde los sirven a medio cocinar- y una cerveza. A los huevos fritos les echaba, en los primeros días, una cantidad exorbitante de los chiltepines que había conseguido en Yugoslavia. Cuando, meses después, encontramos una tienda cerca de Termini que vendía frascos de jalapeños, tuvimos la malhadada idea de comentárselo a Solares, y ya nunca más los pudimos comprar. Cada que íbamos, nos decían que había venido nuestro amigo a llevarse los 20 frascos. Si comíamos con él, llevaba su frasquito, le echaba chile a todo y, entre plato y plato, tragaba más jalapeños. Por supuesto, eso le aumentaba la sudoración.

Comer con él era toda una experiencia. Usaba los manteles para secarse el sudor y las servilletas para sonarse rotundamente la nariz. Un movimiento constante: bocado, limpieza facial con el mantel, mordida a un chile, sonarse con la servilleta; otro bocado, otra secadita, tal vez acompañada por limpiarse las manos grasosas en el mantel, otra mordida al chile, otra sonora soplada, buscando el lado no moquiento de la servilleta. En fin, un asco hasta para nosotros.

Sus comidas estaban siempre precedidas, decantadas y proseguidas por la ingestión de grandes cantidades de alcohol. A la cerveza matutina seguía una sambuca (o un Campari), y otra sambuca y otra y otra, hasta llegar a la comida, en donde era un vaso de vino, y otro y otro, y luego, para digerir, un anís y otro y otro, con lo que se arribaba a la cena, con más vino y un whiskey y otro y otro.

Nunca he visto un alcohólico tan perennemente desesperado. Apenas lo veíamos, nos decía: “Acompáñenme, teóricos, que necesito una sambuca”. Y se le notaba el ansia en la espera.

No tenía intereses culturales, pero le importaba mucho el sexo. Sus películas favoritas eran las comedietas sexualosas italianas de la época, sobre todo las de Edwige Fenech. Pero presumía no ser teórico. En nada. Andaba con varias mujeres –recuerdo una escocesa pelirroja, mayor que él- y todas tenían el tipo de que hacían cosas divertidas y cochinas con él.

Veracruzano, guarro, muy simpático, egresado de la Facultad de Economía de la UNAM. En otras palabras, grillísimo. Había sido activista en el 68, y una madriza que le pusieron los militares cuando tomaron Ciudad Universitaria le había afectado un pie para siempre, por lo que cojeaba ligeramente. Pero cuando lo conocimos estaba plenamente integrado al sistema, sobre todo a través de su hermano, quien tenía un buen puesto en Gobernación, “con Moya, nuestro próximo Presidente”. Nosotros éramos unos viles teóricos que no sabíamos la realidad de la praxis política.

Su lógica era tan priísta, tan del viejo estilo, que a veces, cuando había mucha cola en un bar y él ya quería su sambuca, sacaba una charola mexicana, la mostraba rápidamente y exigía ser atendido antes que los demás. Normalmente no lo pelaban y eso lo dejaba muy triste.

Grillaba todo el tiempo, y esa era su virtud. Se iba con el representante de Cuba, con el de Yugoslavia, con el de Indonesia, se empedaban juntos y Solares grillaba, grillaba y grillaba. Ser incansable en el chupe y en la grilla fue la clave para que México le arrebatara a Argentina (a la que tocaba por turno) la presidencia del Grupo de los 77 (que no agrupaba a 77, sino a 102 naciones no-alineadas). Las alianzas que tejió al propósito resultarían fundamentales para el éxito de México en la Cumbre Mundial de Alimentación, que tuvo lugar en Roma, en noviembre de 1974. Y varias de las propuestas que se lanzaron, por la iniciativa mexicana, en aquella ocasión siguen vigentes: fue un adelantado del multilateralismo.

Es paradójico que Solares, quien tal vez fue quien más contribuyó a ese buen momento de Echeverría, vio su estrella declinar precisamente el día que llegó el Presidente para asistir a aquella cumbre. En la espera, Solares consumió una sambuca y otra y otra y otra, y cuando llegó el Presidente a saludar a quienes lo aguardaban en el aeropuerto, él terminó por caerse de borracho, literalmente, enfrente del mandatario.

En 1975, Edmundo Flores pasó a ser embajador de México en Cuba. Para allá se llevó a Solares, quien al parecer ya le sirvió de poco, porque estaba siempre en el agua. Solares duró un año en la isla, hasta que un día se fue sin decir nada, como las chachas, para reaparecer en México. Murió, destruido por el alcohol, un par de años después.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bellezas italianas: Edwige Fenech, Orquidea de Santis......