(A lo largo de 15 meses envíe a mi familia 14 cartas en las que, como pilón, iba describiendo el día a día de aquella famosa gira. Cuando cite alguna carta, usaré el color violeta).
El día anunciado llegó, mi papá puso la calcomanía especial en el parabrisas del auto y llegamos hasta el Hangar Presidencial, puntualísimos: a las tres de la tarde. Miembros del Estado Mayor bajan las maletas y las llevan. Subo por la escalerilla trasera, busco mi asiento. Me toca de corredor, junto a Consuelo Ceceña. Al poco rato llega Antonio Mártir, quien ocupa el de la ventanilla. A mi lado, Castañares, Ríos y un asiento que dice “Eduardo Mapes”. Atrás de mí va Carreto con dos jóvenes priístas. Me doy cuenta de que la distribución de los asientos es jerárquica. En la parte delantera van el Presidente y los Secretarios de Estado, de ahí vamos descendiendo hasta llegar a donde estamos nosotros, que es casi a la cola. Un par de filas detrás se acomodan los miembros del EMP, que son bastantes.
Son las tres y media y el avión está casi lleno. Mapes todavía no llega. El presidente Echeverría hace su arribo al hangar y recibe los honores protocolarios. Y Mapes no llega. Se interpreta el Himno Nacional. Echeverría hace los saludos y se enfila a la escalerilla delantera. En ese momento, vemos por la ventana a Mapes corriendo, cargando un portatrajes en una mano y una caja de cartón en la otra. Junto a él, van miembros del EMP con el restro de su equipaje. Echeverría recorre el avión para saludar a los integrantes de la gira. Cuando llega adonde estamos, Mapes está todavía recuperando la respiración. La aeronave parte puntualmente a las cuatro.
A las pocas horas de vuelo, llegamos a Nueva York, donde nos fundieron por un par de horas en un cuarto grande, con calefacción excesiva y máquinas para comprar helados. Allí, Eduardo y yo entablamos plática con Francisco Javier Alejo, director del Fondo de Cultura Económica. Nos dijo que se estaba preparando una nueva traducción de El Capital. Se acercaron a saludar al grupo Julio Faesler, director del Instituto Mexicano de Comercio Exterior (IMCE), Porfirio Muñoz Ledo, Secretario del Trabajo y Fidel Herrera Beltrán “veracruzano, negro y birijudo (flaco en el léxico familiar), de unos 25 años, diputado federal y líder de las juventudes del PRI, muy preparado también”. La conversación se desvió hacia las virtudes de la educación inglesa.
Al rato, Eduardo me aparta y me comenta: Si así recibieron los gringos a Echeverría, ¿cómo recibirán al presidente de Uganda o de Ruanda-Urundi?
-Apiñan a la comitiva en el excusado –respondí.
Mientras el presidente se interesaba en el mecanismo de las maquinitas para cigarros o dulces, la “escala técnica” llegó a su fin. En la escalinata, “Hernando Pacheco” (más tarde conocido como Enrique Ruiz García y posteriormente como Juan María Alponte), asesor del Presidente en asuntos internacionales, nos detuvo y dijo:
“Traje conmigo dos muchachos de ciencias políticas, donde doy clase. Son muchachos muy aventajados, con una posición marxista, crítica. Sería bueno que hablaran con ellos”.
Luego de un rato, en la parte trasera del avión casi todos dormían. Italia Morayta, la traductora oficial, se mataba pasando un discurso de Echeverría al inglés, Rodolfo Echeverría, hijo del Presidente, y los sobrexcitados “becarios de Conasupo” éramos la excepción. En algún momento, Eduardo y yo tocamos el tema de la revolución cubana, y eso lo aprovechó Rodolfo para entrar en la conversación. Él había estado en Cuba, en los festejos del XV Aniversario, había platicado con Dorticós y con Fidel, y aquello le parecía un experimento social muy interesante. Seguimos la plática primero con cautela, luego más abiertamente. Fue una agradable sorpresa.
En esos momentos llegó Arnoldo Ochoa a presentarse ante nosotros. Es un tipo simpático, pero de apariencia más bien repulsiva. Es el líder del Frente Estudiantil Mexicano (FEM). Nos empezó a hablar de su organización, a la que describió como “el movimiento estudiantil” y de sus conquistas: más presupuesto para San Luis Potosí, laboratorios para Nayarit…
Eduardo, muy quitado de la pena, le responde: -Esas son luchas puramente economicistas.
Ochoa se enardece y explica que son conquistas efectivas, para estudiantes, y que son muestra de que la apertura democrática del Señor Presidente es verdadera. Empiezo a dormitar mientras escucho palabras como “plusvalía absoluta, plusvalía relativa” de una plática entre Carreto y Rodolfo Echeverría. Alcanzo a meterme, y decirle al primero que es “medio dogmático” y al segundo que cree todavía en la organización desde arriba.
Nos despiertan, desayunamos y aterrizamos en Munich, donde son las 4 de la tarde.
Quién sabe por qué, pero esperábamos ver una valla de niños sacados de las escuelas ondeando banderitas de México y Alemania; otra de burócratas sacados de sus oficinas. Pero nada. Indiferencia total en un día frío y gris. Castañares, a mi lado en el camión, se mostraba impresionado por el desarrollo alemán.
Para mi sorpresa, el cuarto que me tocó en Munich tenía lavabo, pero no baño. Un maletero sudaba y sudaba subiendo las maletas a cada cuarto. El Capitán Salinas, del Estado Mayor Presidencial, lo apuraba con groserías en español. Los dos, con los nervios hechos trizas.
Teníamos unas horas libres y salimos a dar una vuelta. Apenas traspasamos el umbral del hotel, Mapes sentenció:
-Es un mundo ya cansado.
Supuse, en ese momento, que a él también le había sorprendido no ver la valla de escolares agitando banderitas (como él y yo lo hicimos, años atrás, cuando De Gaulle vino a México). El rol fue leve y Ríos nada más se fijaba en los precios.
Regresamos al hotel para ir, con la comitiva, a
Subimos a la galería de
Esta pinacoteca es una verdadera maravilla, con obras de Velázquez, El Greco, Rembrandt, Rubens, el gran Alberto Durero, El Bosco, etc, y es para visitarse en horas. Pronto
Ya vestidos de oscuro, tomamos una copa con Rodolfo Echeverría y esperamos al camión. Estaba yo en animada plática con Consuelo, cuando me muevo hacia atrás y mi espalda choca con alguien. Ese alguien era el licenciado Echeverría. Era apenas la primera de múltiples torpezas que cometí, siempre haciendo el oso con el preciso.
El ayuntamiento de Munich ofrecía una cena bávara al Presidente de México. Fue en un lugar típico, con música típica, platos típicos, bailes típicos y harta cerveza típica. Nos tocó en una esquinita, como iba a ser durante toda la gira. Lo que me extrañó fue que al diputado Fidel Herrera y a los líderes del FEM y de Derecho los hayan hecho sentar casi en la entrada de la cocina.
Echeverría mandó llamar a Consuelo y la sentó en la mesa principal. Era la única mujer de la comitiva. El ambiente se puso muy bueno, al grado que vi tomar cerveza al Presidente, que tenía fama de abstemio.
Después de la comilona, todavía sirvieron un buffet, al que sólo le llegó Vicente Villamar, uno de los estudiantes que invitó Hernando Pacheco. Durante la comida, nos sentamos junto con el otro muchacho de Políticas, Julio Figueroa, un morenito muy parecido a Juárez. Nos platicó que estaba haciendo su tesis sobre sexo, política y economía, basado en las teorías de Wilhelm Reich (“un santo laico”) y su libro
Acabada la noche bávara (que más tarde sería recordada como “noche bárbara”), subimos al camión, con tremendo tufo alcohólico.
Junto a Carreto y a mí se sentó un político de oposición muy conocido, quien nos dijo con voz aguardentosa:
-Muchachos… ¿Saben ustedes quién soy yo?
Sí sabíamos, pero nos hicimos pendejos.
-No señor, ¿quién es usted?
El tipo se puso un dedo sobre los labios y susurró, mientras su espalda y su cabeza descendían hasta casi tocar el piso:
-Shhhhhh. Soy José Angel Conchello, de Acción Nacional.
-Ah, mucho gusto.
-Los invito a que la sigamos en la cantina donde Hitler fundó el Partido Nazi.
-No, muchas gracias, ya estamos muy pedos.
Esa fue la única vez que Conchello nos dirigió la palabra durante la gira. A su regreso declararía que Echeverría mandó becado a Europa a un grupo de greñudos comunistas impreparados.
Discrepo de lo último y, sobre lo primero, he de decir que me fui a cortar el pelo antes de la gira, con la firme intención de no volver a cortármelo en años.
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