Los primeros años setenta fueron muy complicados para la izquierda. Por una parte, el desenlace del movimiento del 68 había llevado a varios grupos a la radicalización y la guerrilla; por otra, el carácter semi-ilegal de las organizaciones socialistas (parafraseando a Echeverría, no eran ni reconocidas ni clandestinas, sino todo lo contrario); finalmente, la llamada “apertura” echeverrista había atraído a no pocos progresistas cansados. La apertura consistía, fundamentalmente, en una pequeña dosis de autocrítica (“¡Qué magníficamente autocrítico es el Señor Presidente!” decía la prensa), una mínima apertura a la libertad de expresión (que a fines de sexenio demostraría su mezquindad con el golpe a Excelsior) y el conocido discurso tercermundista que, junto con el elevado gasto público, tenía muy molestos a los sectores más conservadores del empresariado.
La consigna dominante en
Del lado aperturista había nacido una agrupación, el CNAO –Comité Nacional de Auscultación y Organización- que pretendía formar un partido legal de izquierda. En un principio, Octavio Paz y Carlos Fuentes participaron. Paz lo abandonó muy pronto, supongo que molesto ante el talante poco liberal de muchos de los otros organizadores. A Fuentes se le atribuye la frase “Echeverría o el fascismo”, aunque él dice que en realidad es de Fernando Benítez (después de conocer al viejo Benítez, a quien no respeto, le creo a Fuentes): el caso es que dejó ese esfuerzo, que fue durante mucho tiempo encabezado por el ingeniero Heberto Castillo. Fuimos a algunas conferencias de Heberto, y era agradable sentir su optimismo respecto a la creación de un gran partido de izquierda, no dogmático, capaz de tomar lo mejor de México y transformarlo. Pero dedicaba buena parte de su tiempo a criticar a la otra izquierda, al Partido Comunista, a las organizaciones a veces efímeras que surgían de esa sopa primordial.
En Economía, Castillo era “Heberturo” y sus seguidores, “heberturistas”. Pablo Gómez señalaba en las asambleas que la burguesía nos reprimía, claro, porque eso está en la naturaleza de la lucha de clases y cuando tomáramos el poder, seguro que reprimiríamos a la burguesía. Y uno se quedaba pensando: “no, pus sí, los burgueses no se van a dejar tan fácil, pero… tampoco podemos tomar el concepto dictadura del proletariado así de literal… si en las democracias hay, en el fondo, dictadura burguesa, ¿por qué no puede haber una democracia que, en el fondo, sea dictadura proletaria pero sin dejar de ser democracia?”
Había un lugar en el mundo en donde se estaba tratando de hacer precisamente eso: una dictadura proletaria en el marco de las instituciones de una democracia actuante: Chile, con el presidente socialista Salvador Allende. Mi generación siguió el proceso chileno con atención. Sabíamos que los “momios” no se iban a dejar: ahí estaban, defendiendo sus privilegios, y con ellos,
Pero aquí las cosas eran complicadas. La marcha contra
Así nos iba a los estudiantes semi-legales en
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