México llegó al Mundial que nadie quiere recordar con gran confianza. Había barrido en las eliminatorias, jugadas por entero en suelo nacional. José Antonio Roca, el entrenador, otrora férreo defensa atlantista, inauguró los sorteos ProGol con un pronóstico arriesgado: victoria ante Túnez, empate con Alemania, victoria contra Polonia. Los más pesimistas pensaban sólo en los dos puntitos que conseguiríamos ante los africanos. Los posters de “Estrellas del Mundial” tenían a Rivelino, Kempes, Rummenige y Leonardo Cuéllar, entonces con gran melena a la afro, a quien Angel Fernández había bautizado como “el fetiche de la selección mexicana”.
La copa de Argentina inició muy bien, con los juegos del “grupo de la muerte”, que incluía al anfitrión, Italia, Francia y Hungría. A la postre resultarían seis partidos espléndidos. Para México fue diferente. Vi el partido ante Túnez en casa del Jimmy Palace, en Culiacán, donde vivía. La consigna de los diarios deportivos era una y muy clara: “A golear”.
Pero aquel equipo era un desorden. Toño de la Torre corría por todo el campo, pero ni armaba ni marcaba, la lentitud del Gonini Vázquez Ayala a cada rato nos ponía en aprietos y nada más se veía la greña de Cuéllar rebotar por todo el campo. Túnez traía muy poco y México dominó la primera parte. Hacia el final del tiempo, penal a favor de los nuestros. Lo cobra correctamente el Gonini. Menos mal. No vamos goleando, pero sí arriba.
En la segunda mitad, un avance de México deja solo a De la Torre frente al portero, el pundonoroso mediocampista la vuela. Fue el momento en que el equipo de Roca pateó la suerte. Voy por una chela a la cocina y el Jimmy me dice: “ya empató Túnez”.
—¿De verdad?
—No, pero no tarda.
La boca se le debió de haber hecho chicharrón a Palacios. El equipo mexicano desapareció del campo. Las marcas, flojísimas, como de los años cincuenta; el parado en el terreno de juego, a la “ahí se va”, se creaban enormes corredores por los que circulaban los tunecinos. El segundo gol no se hizo esperar. El tercero coronó nuestro estupor.
Ya esperábamos poco para el juego de Alemania. Fue menos. A los 20 minutos los teutones ya llevaban dos goles. Pasa ese gran diplomático apodado Pelé por el palco de la televisión mexicana y hace su comentario (pagado, por supuesto): “México está haciendo el futbol, y Alemania los goles”. Soltamos una risotada un poco amarga. Cae el tercero antes del final del primer tiempo. En el segundo vendrían otros tres.
Una anécdota que ha pasado al rango de leyenda dice que Pedro Soto, el portero que sustituyó a Pilar Reyes tras los primeros 45 minutos de ese día aciago, al final del partido fue a ver a Reyes, quien estaba con el kinesiólogo y le dijo muy contento: “¡Empatamos, Pilar!” El portero de Tigres lo miró con incredulidad y Soto completó la frase: “Sí, tres goles te metieron a ti, y tres a mí”.
México dio su mejor partido en el juego contra Polonia. Es decir, un partido discreto, con un efímero empate a un gol, obra de Nacho Flores, y un resultado final de 3 a 1. Los polacos, ya clasificados, jugaron a medio gas.
Me tuve que conformar con irle a Italia, que no llegó a la final por un gol que se encontró de pura casualidad el holandés Arie Haan, con ver la goliza sospechosa que Argentina le endilgó a Perú (y que sacó a un Brasil invicto de la final) y el juego riñonudo con el que los sudamericanos se coronaron derrotando a la versión B de la Naranja Mecánica.
A José Antonio Roca me lo encontré como seis años después en un semáforo en la colonia Del Valle. Mi reacción instintiva al reconocerlo fue enseñarle primero seis dedos y luego un cero y hacer una mueca de desaprobación. El pobre Roquita, que ha tenido que vivir con eso toda su vida, agarró con fuerza el volante y miró hacia delante. Quién sabe qué le haya pasado por la mente.
Ahora prefiero pensar que, mientras yo veía esos partidos en Sinaloa, muy cerca de allí un niño llamado Jared pateaba sus primeros balones y una pareja de enamorados de Los Mochis pensaba en tener pronto un hijo, al que le pondrían Omar.
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