Diciembre de 1973. Mis cuates de la facultad y yo habíamos ido a Antropología a ver La Muerte de María Malibrán, una película alemana bastante loca.
De regreso, el Doc le pregunta al conductor de un vocho: “¿Cuánto quedamos?”. Le responden que 4-0. Sonreímos. Pero el hombre agrega: “¡A favor de Trinidad y Tobago!”.
—No mame. No nos esté cotorreando –dice el Doc.
—Es cierto, y a los que tienes que decirles que no mamen es a los futbolistas.
Febrero de 1974. Estamos en Belgrado, con los camaradas líderes juveniles de la Liga de Comunistas Yugoslavos. Hablamos de la situación de la juventud en nuestros países. Ellos no parecen muy concentrados en la plática. Particularmente dos, que a cada rato se meten a la cocina por unos minutos. Regresan y "sí, los jóvenes progresistas del mundo deben unirse, claro". De repente, detrás de la puerta se escucha un grito atronador: “¡Goooool!”, y nuestra mesa se vacía completamente.
Nuestros anfitriones regresan de la cocina con una sonrisa de oreja a oreja. Explican que están derrotando a España en el partido clave para acceder al Mundial. Tras unos minutos, las calles están desbordadas y los claxonazos ensordecen a cualquiera. Nos vamos a Skadarlija a festejar con todos los yugos.
Inicia el Mundial, estamos en Italia, no tenemos tele y hay que ir a los bares a ver los juegos. En blanco y negro, qué atraso. En el Italia-Haití hay demasiada gente y mejor nos vamos al cine: los gritos de ¡Gol!, que se escuchan por encima de la película de Robbe-Grillet nos definen el marcador final.
Hay un equipo que ha acaparado la atención. Sus jugadores se mueven por toda la cancha y basta verlos para entender que juegan distinto. Distinto de como aprendimos en la escuela y de como aprendieron ellos también. Marcas mordientes, gran condición física, utilización diferente del terreno de juego. Es un equipo sorprendente y es una delicia verlos jugar. Ya le empiezan a decir la Naranja Mecánica. Como la película de Kubrick, la orquesta holandesa en la que Cruyff toca el primer violín marca estrechamente una época.
De nuevo en Belgrado, en casa de una amiga. Vemos el Yugoslavia-Suecia de la segunda fase, narrado en perfecto serbo-croata. En pleno juego, aparecen superpuestos en las pantallas unos dulcecitos futbolistas. Es un anuncio. “Caramba”, pienso, “si esto es en un país socialista, al rato en México nos van a partir la pantalla con comerciales”. Que mis pensamientos se hubieran hecho chicharrón.
Veo la final en un hotelucho en Atenas. El bello futbol holandés se enfrenta a la máquina germana. Somos como 20 alrededor de la televisión. Una pareja de jóvenes alemanas y 18 suecos, mexicanos, ingleses y griegos, todos hinchas de Holanda. Antes de que los alemanes toquen el balón, Holanda ya está arriba en el marcador. Algarabía de la tribuna internacional. Pero la teutona, que tiene tipo de valquiria, trenzas, músculos y todo, grita “Jawohl!” a todo pulmón y da órdenes por larga distancia al equipo local.
Los alemanes toman la iniciativa, pero Rijsbergen marca a Müller de una manera magnífica: el patadón justo a tiempo. Al minuto 25, Holzenbein, un notable clavadista de la Bundesliga, se tira en el área y el árbitro marca penal. Holanda encaja su primer gol en todo el torneo. La valquiria está exultante. Los alemanes no se detienen cuando huelen sangre y evitan que Holanda se fuera a reorganizar al descanso con un empate: el gol de Müller al final del primer tiempo sería, a la postre, el decisivo.
Ni la ola naranja que se lanzó sobre el área teutona en el segundo tiempo, ni nuestros gritos a favor de quien había jugado mejor a lo largo del torneo pudieron hacer nada. Al final del juego, la valquiria y su novio se besaban, felices, mientras el resto de los mortales nos dirigíamos a ver la Acrópolis o tomarnos un vino resinoso de esos que marean mucho.
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