En octubre, luego de librar engorrosos trámites (al presidente Echeverría le dio la chiripiolca nacionalista y si tenías un padre extranjero tenías que renunciar a su nacionalidad para tramitar el pasaporte), pude por fin ir a Nueva York a ver a Janette.
Pasé los primeros días en Jackson Heights, barrio clasemediero de Queens. Janette estaba con su amiga Diane (sus papás, violinistas de Broadway, tocaban esos días en el estreno de Jesus Christ Superstar) y yo me quedé en el departamento de Marc Rangel, un amigo escritor de la señora Saddy, un nicaragüense bastante agradable que vivía en medio de una colección absurdamente grande de viejas revista Time: la de cada semana desde el lejano 1958.
Al poco tiempo, los Saddy permitieron que me quedara en su casa, que era la de la mamá de la señora, en Spring Valley. Es decir, en los suburbios.
No sé qué fue lo que más me impresionó de Nueva York durante esa primera visita a la urbe. La respuesta inicial que se me viene a la mente es el metro: su complicada red, los chillidos horrísonos del metal y, sobre todo, los rostros de los pasajeros. La famosa rat race, formada por individuos dispuestos a comerse los unos a los otros con tal de ganar la batalla de la competencia/supervivencia. A veces, en medio de esa caja que nos llevaba a empellones, se veían escenas de una gran ternura.
En el camión al condado de Rockland, más que agresividad, había un aburrimiento y un cansancio notables. Los burócratas colocaban el sombrero en el portaequipaje, se dejaban caer en el asiento y a los pocos segundos se atisbaba que la cabeza les colgaba.
Entre idas a museos, a algún concierto y al cine (a ver películas censuradas en México), siempre pasando a través de la zona, hoy mítica, de la Calle 42 de los años setenta, la Gran Manzana me fue enseñando sus jugos y sus gusanos. Llegábamos a Grand Central con sus grupos de harekrishnas, de panteras negras y de johnbirches queriéndonos vender propaganda; pasábamos por la zona de bares, sex-shops y cines porno de la 42nd, entre vagabundos nauseabundos, negros de grandes cadenas de oro y caminar fanfarrón con su enorme radio al oído, putas matutinas bastantes madreadas y empleados apresurados por llegar a la chamba (o por salir de la zona), hasta llegar al corazón de Manhattan, con sus masas siempre móviles, su elegancia y su íntima dureza.
Describí mis impresiones en varias viñetas. Ví “minuciosas soledades adyacentes” en la señora que buscaba en la revista Cue una película para sophisticates connosseurs; en el bolerito que entraba al café de mala muerte ponía Yellow Brick Road en la rockola y se sentaba en la barra a escucharla, sin ordenar nada; en la muchacha que pasaba el rato haciendo un larguísimo window shopping, devoraba un sándwich de atún y era la soledad misma. Concluí, ingenuo, con una frase que me pareció genial: “debajo de Manhattan hay concreto”.
Una de las veces que Janette y yo fuimos a Manhattan lo hicimos acompañados por el señor Saddy. Caminábamos por la Quinta Avenida, el hombre se ha de haber dado cuenta de que yo miraba con impresionada admiración los edificios, aprovechó el momento en el que contemplaba uno de ellos y dijo: “fíjate Pancho, es un banco. Cuando Nueva York quede destruida, los arqueólogos verán las ruinas y se dirán: “esto era una catedral”. Los bancos son para los neoyorquinos lo que las catedrales eran para los europeos”.
El suburbio siempre parece feliz. Así lo dice la iconografía de Norman Rockwell. Aquel otoño de 1971, Spring Valley era bello: los árboles mudaban de color de un día para otro. Pero a menudo, detrás de esas estampillas postales hay historias terribles.
La abuelita de Janette era una anciana menuda y de apariencia dulce. Su inglés tenía un acento rural y sus ojos eran azules y pequeños. Era sonriente y educada. Era miembro de la Iglesia de Cristo Científico, una religión bastante extendida en el noreste de los Estados Unidos. Flora, su hija, odiaba esa religión. Una noche, que recuerdo mezclada con el olor a madera vieja a sidra natural, me contó por qué. Ella tenía un hermano mayor, al que quería mucho. Una tarde, el joven empezó a sentir horribles dolores en el vientre. La madre lo envió a leer la Biblia, que es lo que la religión fundada por Mary Baker Eddy prescribe para curar las enfermedades. El muchacho lo intentó, pero se retorcía de dolor. Ir al médico estaba prohibido. La mamá se sentó junto a él a leer en voz alta. En la madrugada, Flora, su hermana, lo fue a ver a su cuarto: estaba muy pálido y los dolores habían aumentado. Entonces se decidieron a romper las reglas: Flora lo maquilló, lo ayudó a vestirse. En la mañana dijeron que el joven se sentía mejor y fueron rápidamente a un hospital. Allí murió el tío de Janette, de una apendicitis aguda atendida a destiempo. Tenía 19 años.
Otro momento extraño de esa primera ida a Nueva York fue la visita a mi tío Fidelio y su familia, quienes vivían en Queens. Fidelio era el único de los hermanos de mi papá que se había quedado a vivir en Cuba. También el único obrero: se dedicaba a la reparación de sinfonolas. Era el papá de Teresita, la que a mis 12 años, en su inusual estancia en México, movió mis sueños (esto se traduciría al alemán como traum y sería más exacto). Conocí a Fidelio, calvo, flaco y fumador y volví a ver a Lourdes y Teresita. Lourdes se había casado con un cubano tan radicalmente anticomunista que estaba convencido que el 10 de junio en México había sido una matanza que estudiantes guevaristas llevaron a cabo contra estudiantes democráticos. Teresita estuvo ese día con una mirada gris, como ida. No dijo una palabra. Al final, llamó a Janette aparte y le regaló un collar, una baratija dorada gigantesca. Ella se la llevó a casa como un trofeo.
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