Al regresar de Miami iniciaba un año que recuerdo como particularmente intenso, por la cantidad de actividades que tuve y de ideas y conocimientos nuevos que entraron en mi cabeza. Coincidió con el último de la preparatoria y la espera para entrar a la universidad.
Una de las cosas más representativas de ese año ferviente fue el periódico “Palabra”, órgano no oficial de los estudiantes del Instituto Patria. El año anterior, Palabra había estado de capa caída, porque todo lo hacía un solo alumno con vocación de periodista, Alfredo Domínguez Muro. Lo heredó una troika, formada por Raúl Trejo, Pablo Medina Mora y yo. Nuestro primer número fue una hojita de mimeógrafo, con un tiraje de 50 ejemplares. Llegamos a tirar números de doce páginas, con hojas de colores; mil 200 ejemplares, distribuidos en 13 escuelas. Fue muy divertido y formativo.
Pablo, Raúl y yo hicimos un buen equipo, en el que uno servía de equilibrio a los otros. Medina Mora era el clásico tipo popular, con amigos de todo tipo en todos los salones y en varias escuelas. Su principal tarea era la distribución. Los ejemplares se “encuadernaban” (palabra de Trejo, en realidad se engrapaban) en su casa. Pablo, además, hacía que el periodiquito fuera aceptado por todos, evitando pretensiones excesivas, ya que recordaba la necesidad de publicar algunas notas ñoñas. Trejo era el único que sabía medir los textos y su influencia era determinante para definir las prioridades, en la reunión de los martes después de clases, en la cual conveníamos el dummy de Palabra, que realizaba el propio Raúl. Era el más rígido adversario de los textos malos, que Pablo solía defender por razones “comerciales”. Yo me ponía del lado de Pablo, sobre todo si el texto lo firmaba alguna mujer. A mí me tocaba armar el periódico. Lo hacía en casa, tecleando, sin cinta, con mi máquina de escribir Olympia, sobre las hojas de stencil. Ahí hacía correcciones de ortografía (no siempre: una vez, por ejemplo se me chispó “emfermedad”), enmiendas de redacción, trabajo de edición (las mediciones de Trejo, sobre textos casi siempre escritos a mano eran buenas, pero no perfectas) y rellenado de espacios vacíos, cuando los había. También intentaba añadir un poco de humor. Invité a Víctor para que diseñara un logotipo y para que hiciera unas cuantas ilustraciones (como para las invitaciones a fiestas de paga, en las que no se nos ocurrió cobrar por la inserción).
Los martes por la tarde me la pasaba armando Palabra. Los miércoles en la mañana entregaba los stenciles a un señor que trabajaba en la escuela; recogía las hojas impresas a eso de las cinco de la tarde (pagábamos una pequeña cantidad por esa labor). De ahí me iba en camión, cargando en mi morral oaxaqueño los bonches de hojas, a casa de Pablo, en donde, en la medida en que fue creciendo el periódico, se fue armando una suerte de cadena de montaje para eliminar hojas mal impresas y para engraparlo. A menudo me quedaba a cenar ahí.
Si los Saddy representaban la familia “alternativa” de esa época, los Medina Mora eran como la familia tradicional perfecta para mis ojos. La formaban ocho hermanos (Pablo era el quinto) y sus padres católicos practicantes. Vivían en una casa grande, con muebles antiguos y cuadros oscuros con motivos religiosos. Pero había en esa casa una luminosidad alegre en los corazones. La unidad familiar y el cariño que se percibían podían más que las lógicas diferencias entre hermanos, las cuales eran tratadas de forma por demás civilizada. A menudo había amigos de visita, y las cenas en la gran mesa redonda (la comida se colocaba en un círculo giratorio en el centro) eran siempre amenas, así como los minicampeonatos de ping-pong. Pablo compartía su cuarto con un hermano mayor; en su escritorio siempre había una Coca familiar y, enfrente de su silla, un clavo solitario en el que Pablo “se clavaba” para meditar. Con su hermana, primero; y luego con una banda cada vez más grande, forjábamos los distintos paquetes de Palabra que, al día siguiente, llegarían al Patria y un par de escuelas más, y el viernes –a través de las ligas amistosas de los MedinaMora- a una decena de instituciones educativas.
Palabra tuvo un papel muy activo en la vida estudiantil de ese año. Con un cuestionario, organizamos los debates de los aspirantes a dirigir la Sociedad de Alumnos, a la que luego criticamos. Criticamos profesores y actitudes. Impulsamos la votación para elegir presidente de la generación saliente. Organizamos un concurso literario (Trejo ganó en ensayo; Hermann, en poesía y yo en cuento; lo digo con pena, pero fue con toda legalidad), otro de carteles, una feria del libro y una serie de conferencias. Salvo las pláticas, todo tuvo un gran éxito.
También jugamos un papel importante cuando, en 1971, la Sociedad de Jesús decidió cerrar el Instituto Patria, con el argumento de que estaban faltando a su misión con los pobres (en corto, los jesuitas decían que era porque estaban reproduciendo la ideología burguesa). En esa circunstancia, fuimos la principal vía de información para estudiantes y padres de familia. También para los curas, porque levantamos una encuesta (censo, más bien) sobre las opiniones de los alumnos y sus padres acerca del programado cierre de la escuela.
En el camino que recorrió el periodiquito, aprendimos a negociar con los jesuitas, que eran bastante abiertos y de entrada no nos censuraban, pero que vivían con cierto miedo a los políticos y a sus superiores.
Como en aquel entonces, yo tengo una opinión más positiva que Raúl acerca del papel que jugó Palabra, a pesar de sus grandes limitaciones técnicas y de nuestra débil formación. Él siempre dijo que nos faltó ser más críticos y que, en ese sentido, no cumplimos cabalmente nuestra misión. Me queda la satisfacción de que, cuando al final de cursos, nos dieron un premio especial, el aplauso de los compañeros fue unánime, espontáneo y entusiasta.
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