jueves, julio 21, 2005

Biopics: Roqueros quinceañeros


Si no estaba entrenando atletismo, en la escuela o leyendo alguna obra de la literatura de la onda (y otras que Brehm había recomendado), me la pasaba con Rafael y Víctor en la cuadra. Rafa andaba muy triste porque los Contreras se habían ido de la ciudad, y rasgaba la lira como gato viudo extrañando a Concha. El tocaba el bajo en un grupo de rock con cuates suyos del Franco-Inglés, llamado primero Logical Sound Dimension (¡LSD, agarren la onda!) y más tarde The Last Concert. Era la época en la que se creía que el rock estaba hecho para el idioma inglés. Hacían buenos covers de las canciones de los Doors. El jefe del grupo se llamaba Jorge Bush.

Tener un disco nuevo solía ser una experiencia maravillosa. Lo comprábamos en alguna tienda especializada en música importada, porque la industria discográfica, preñada de nacionalismo, raras veces reproducía el buen rock. Íbamos a la casa del dueño del disco. Lo poníamos en la consola y nos tirábamos los tres debajo para escucharlo muy bien, mientras nos deleitábamos mirando la portada. Si alguna música sirve de soundtrack para esos días, es In-A-Gadda-da-Vida, de Iron Butterfly.

Hacia fines de primero de prepa, empezamos a dejar de tener a la cuadra como eje vital. Bush se había hecho de una novia en la calle de Bradley, y allí se juntaban varios cuates con intereses roqueros. Leíamos la revista Pop, cantábamos Groovin’ is easy y empezábamos a organizarnos para ir a fiestas los viernes y sábados.


En distintas zonas de la ciudad se hacían fiestas de paga. Diez o quince pesos la entrada, y tocaba un grupo de moda (Pop Music Team, Afrika Korps, La Máquina del Sonido, Pantakari e incluso, alguna vez, The Last Concert). Vendían refrescos. Se bailaba (dos opciones: la teórica, sacar a alguien a bailar; la real, ponerte enfrente del grupo y bailar viéndolos tocar). Olía a humo de tabaco y mariguana. De las fiestas se sabía por chisme de boca a boca, por intuición (debe haber una en San Angel; nos bajamos allí donde veamos muchos chavos) y también por el olor que despedían. Solíamos dirigirnos a ellas muy felices, apelotonados en el Vocho de Jorge Bush, escuchando Vibraciones, el programa “pacheco” de Radio 590, La Pantera de la Juventud. A partir de las vacaciones, nos dieron permiso para regresar a las dos de la mañana.


A Rafael le dieron permiso porque hicimos una transa. Había reprobado primero de prepa y tenía pavor de que su papá lo castigara enviándolo a trabajar de albañil, como cuando tronó tercero de secundaria, así que –con suma facilidad- nos convenció a Víctor y a mí de falsificar sus calificaciones. Le subimos dos puntos por materia. Luego les dijo a sus padres que no quería seguir en la prepa, sino cambiarse a la Escuela Bancaria y Comercial para estudiar contabilidad. De esa forma, Víctor y yo mantuvimos a un cuate para las vacaciones de verano, pero –paradójicamente, porque éramos cómplices- le perdimos el respeto al amigo.

Por su parte, Víctor vio premiada su insistencia con una moto. Una Islo Super-100, que hoy daría risa por su escasa potencia, pero que para nosotros fue maravillosa. Era una sensación a toda madre sentir cómo poco a poco la dominábamos y cómo pasábamos de escuincles bicicleteros a chavos motorizados. Llegó a jalar a 100 kilómetros por hora de bajada, pero normalmente a lo más que llegaba era a 60. Víctor era el más audaz: hacía caballitos con la moto, la derrapaba y presumía de distintas formas. También era el que más veces hacía el oso: persiguiendo la moto que se iba sola tras un caballito o culminándolo al estamparse en un poste, rompiéndose el pantalón en un derrape o saltando sobre un seto para terminar contra una cerca.

La moto era una garantía de ligue. Quién sabe por qué razones las chavas no querían lo lógico, que les prestaras la moto, sino lo romántico, que las llevaras a dar una vuelta. Por la manera en que me tomaba del talle en esas ocasiones, fue que me di cuenta de que yo le gustaba a Alejandra Rosillo.

No empecé a andar con Alejandra sino hasta el día que fuimos a la montaña rusa. Nos subimos juntos y empezó a chispear en la primera subida. En el momento que el convoy llegó hasta arriba para empezar su loco descenso, se soltó un aguacero espeluznante. Las gotas caían como alfileres sobre nosotros. Abracé a Alex, protector, y queda grabada en mi memoria la sensación de las gotas como espetones sobre nuestros rostros que se besaban, del agua escurriéndose por las comisuras de los labios hasta mezclarse con nuestra saliva, de la adrenalina por partida triple: la montaña rusa, la empapada, los besos primerizos. Queda el recuerdo de nuestro viaje en el asiento trasero, casi chacualeando, in-a-gadda-da-vida baaaaby, don’t you know that I loooove you?

Cuando empecé a andar con Alex, dejé a Víctor y a Rafa solos frente a los grupos en las fiestas, y bailaba con ella. También fuimos varias veces al cine, sin importar la película, a deleitarnos con fajes que fueron subiendo poco a poco de tono. En una ocasión, eran caricaturas y llegamos a tercera base de una manera sui-géneris. Cuando intenté tocarla entre las piernas, sentí un leve rechazo, y me dirigí entonces al trasero. A pesar de que traía unos jeans ligeramente apretados, se fue acomodando durante la función para que yo le metiera todo el dedo. Parecía ávida, pero cuando yo quería pasarme a la parte delantera, se movía para alejar mi mano. Entiéndase que apenas tenía 13 años y que los dos éramos bien mensos.

Un día, como rayo en cielo sereno, Alejandra me cortó. No sentí nada al momento, pero luego me dio por poner canciones románticas de los años 40 en mi tocadiscos. Quise hacerme novio de otra chava del grupo, Paloma, pero me rechazó. “Eres muy fresa”, dijo (muy conservador, pues).

En esa época, empecé a escribir un diario “contra las reminiscencias borreguiles”, a calificar y clasificar películas, a ensayar mis primeros cuentos (“Los XV Años”, el primero de todos) y mi primera novela inacabada, y a escribir mis sueños.

En esas andábamos –y ya habíamos regresado a clases- cuando Víctor y yo paseábamos en la moto y un gringuito que se acababa de muda cerca de la casa de él, le pide que le dé unas vueltas. Dicho y hecho. El gringuito tenía cuatro hermanas, y una de ellas se animó a dar sus vueltas en moto. A ella le pregunté en inglés si le gustaba el rock chicle-bomba. Dijo que no, por supuesto, le gustaba el rock-rock. Razón y causa suficiente. Janette se hizo amiga nuestra, muy pronto sería mi novia y su familia tendría una influencia importante sobre mi vida.

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